Losurdo gritaba:
– ¡No sé qué le ha dado a este loco! Se ha apostado ahí y ha empezado a disparar contra mí. ¡Yo no le he hecho nada! ¡Lo juro sobre la cabeza de mi madre!
– ¡Pero qué manía tiene este hombre con la cabeza de las madres! -comentó Galluzzo.
Mientras, De Dominici se había arrodillado, pero era tanta la rabia que tenía que no conseguía hablar; las palabras se le atropellaban en la boca, se la llenaban y se transformaban en baba. Su rostro había adquirido un color amoratado.
– ¡El burro! ¡El burro! -logró decir finalmente al borde del llanto.
– Pero ¿qué burro? -preguntó Losurdo.
– ¡El mío, grandísimo hijo de puta! -Y dirigiéndose a Fazio y Galluzzo, explicó-: ¡Esta mañana he encontrado mi burro! ¡Muerto de un disparo! ¡Un tiro en la cabeza! ¡Y ha sido él, este maricón hijo de la gran puta, quien lo ha matado!
Al oír «tiro en la cabeza», Fazio se quedó petrificado y plantó las orejas.
– A ver si lo entiendo -le preguntó despacio a De Dominici-, ¿estás diciendo que esta mañana has encontrado a tu asno muerto de un disparo en la cabeza?
– Sí, señor.
Fazio desapareció literalmente de la vista de Galluzzo, De Dominici y Losurdo, los cuales se quedaron paralizados como si acabara de pasar aquel ángel que dice «amén» y todos se paralizan al instante.
– ¿Por qué se ha ido? -preguntaron a la vez De Dominici y Losurdo.
Fazio llegó a la casucha de De Dominici empapado de sudor y sin resuello. El burro estaba atado con una cuerda a un árbol de las inmediaciones, pero tumbado en el suelo, muerto. Un hilillo de sangre le brotaba de una oreja. Encontró enseguida la bala, prácticamente entre las patas del animal, y a primera vista le pareció igual que las anteriores. Pero de la nota no había ni rastro. Mientras la buscaba por los alrededores (tal vez la brisa de primera hora de la mañana se la había llevado), la señora De Dominici se asomó a una ventana.
– ¿Lo ha matado? -chilló.
– Sí -contestó Fazio.
Y entonces se desencadenó la ira divina, el infierno, la vorágine.
– ¡Aaaaaaahhhhh! -gritó ella, desapareciendo del hueco de la ventana.
A pesar de la distancia, Fazio oyó el golpe del cuerpo que se desplomaba. Echó a correr, entró en la casa, subió por una escalera de madera y entró en la única habitación elevada, que era el dormitorio. La mujer se había desmayado bajo la ventana. ¿Qué hacer? Se arrodilló a su lado y le dio unas leves bofetadas.
– ¡Señora! ¡Señora!
Nada, ninguna reacción. Entonces Fazio bajó a la cocina, llenó un vaso con agua de una jarra, subió de nuevo, empapó su pañuelo y lo pasó varias veces por la cara de la mujer sin dejar de llamarla:
– ¡Señora! ¡Señora!
Al final y cuando Dios quiso, ella abrió los ojos y lo miró.
– ¿Lo han detenido?
– ¿A quién?
– A mi marido.
– ¿Por qué?
– Pero ¿cómo? ¿No ha matado a Armando?
– No, señora.
– Pues entonces, ¿por qué me ha dicho que sí?
– ¡Yo creía que me preguntaba por el burro!
– ¿Qué burro?
Mientras se adentraba en una compleja explicación del equívoco, desde la ventana vio llegar a Galluzzo con De Dominici y Losurdo. Para evitar que ambos la emprendieran a tortazos entre sí, Galluzzo los había esposado y los obligaba a caminar a cinco pasos de distancia el uno del otro. Fazio se olvidó de la señora, que por lo demás parecía haberse recuperado la mar de bien, y se reunió con el trío.
Con la ayuda de los dos campesinos y Galluzzo consiguió desplazar el cuerpo del asno. Debajo había un trocito de papel cuadriculado: «Todavía me estoy contrayendo.»
Fazio se presentó en la comisaría para informar de la nueva hazaña del verdugo de animales, pero no tuvieron tiempo de estudiar a fondo la cuestión y reflexionar sobre ella.
– ¡Ah, dottori, dottori ! -dijo Catarella, irrumpiendo en la estancia-. ¡Qué he hecho! ¿Se ha olvidado?
– ¿De qué?
– ¡La rinión con el señor jefe superior! ¡Ahora mismo acaban de tilifoniar de Montelusa que lo esperan!
– ¡Coño! -exclamó Montalbano, saliendo como una exhalación. Al punto volvió a asomar la cabeza-: Examinad vosotros el asunto entretanto.
– Gracias, eres muy generoso -replicó Mimì.
Fazio se sentó.
– Si tenemos que hablar de ello… -dijo de mala gana; todos sabían que Augello no le caía demasiado bien.
– Bueno -empezó Mimì-, nuestro anónimo exterminador de animales…
Antes de que terminara la frase, Catarella se presentó de nuevo.
– Hay uno al tilífono que quiere hablar con el dottori. Pero como el dottori está ausente, ¿si lo paso a usted en persona?
– Personalmente -dijo Mimì.
– ¿Hablo con el comisario Montalbano? -preguntó una voz desconocida y claramente irritada.
– No; soy Augello, el subcomisario. Dígame.
– Soy un vecino del contable Portera.
– ¿Y qué?
– En este mismo momento el contable Portera está disparando nuevamente de nuevo contra su mujer. Y ahora yo me pregunto y digo: ¿cuándo tendrán ustedes a bien acabar con este coñazo?
– Voy enseguida.
La señora Romilda Fasulo de Portera era una mujer de sesenta y tantos años, bajita, con las piernas tan torcidas como un sacacorchos y un ojo que miraba a Oriente y otro a Occidente; sin embargo, su marido estaba convencido de que era una beldad incomparable y tenía un elevado número de hombres locamente enamorados de ella, a los cuales concedía de vez en cuando sus favores.
Por consiguiente, con un promedio de una vez cada quince días, al término de una ritual discusión cuyos ecos se oían incluso en las calles adyacentes, el contable sacaba el revólver que solía llevar en el bolsillo de la chaqueta y disparaba tres o cuatro veces contra su consorte; fallaba siempre irremisiblemente. La señora Romilda ni se inmutaba, seguía tan tranquila con sus tareas, y mientras retumbaban los disparos se limitaba a decir:
– Cualquier día de éstos me matas en serio, Giugiù.
Una vez Montalbano había intentado que él entrara en razón, pero no hubo manera.
– ¡Comisario, mi mujer es la reencarnación exacta de aquella grandísima puta de Mesalina!
– Pero, señor Portera, reflexione con calma. Aunque su señora fuera la reencarnación de Mesalina, ¿quiere usted explicarme cuándo encuentra la ocasión y el tiempo para ponerle los cuernos? Tengo entendido que nunca sale sola de casa, que usted no la suelta ni a sol ni a sombra y siempre la acompaña a misa, a hacer la compra… Además, usted mismo sale únicamente cinco minutos para ir a comprar el periódico y regresa enseguida. Entonces, dígame cuándo y cómo se reúne ella con sus amantes.
– Ay, señor comisario de mi alma, cuando a una mujer se le mete en la cabeza hacer algo, lo hace, puede creerme.
En cambio Augello, que estaba nervioso por la cuestión del asno asesinado, no tuvo el menor miramiento esa vez. Desarmó al contable (por cuya cabeza no había pasado la idea de oponer resistencia), le requisó el arma y procedió a esposarlo a la cabecera de la cama.
– Volveré esta tarde para soltarlo.
– ¿Y si tengo que ir al servicio? ¡Me he tomado un diurético!
– Pídale a su mujer que lo ayude, y si la señora no lo ayuda tal como yo le aconsejaré que haga, no tendrá más remedio que mearse encima.
El jefe superior Bonetti-Alderighi estaba de mal humor y no se tomaba la menor molestia en ocultarlo.
– Le advierto, Montalbano, que ayer mantuve una reunión acerca del mismo asunto con sus compañeros de las demás comisarías. He preferido convocarlo a usted en solitario y dedicarle la mañana.
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