Andrea Camilleri - El Primer Caso De Montalbano

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El Primer Caso De Montalbano: краткое содержание, описание и аннотация

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Reflejo de tres épocas muy diferentes en la vida del comisario Salvo Montalbano, los relatos que componen esta nueva entrega del famoso personaje creado por Andrea Camilleri -uno de los autores más leídos de Italia en los últimos años- ofrecen una cara desconocida de Montalbano que deleitará a los iniciados y sorprenderá a aquellos lectores que se acerquen por primera vez al irresistible universo del seductor sabueso siciliano. Si el primer relato nos presenta un caso insólito en el que la interpretación de la Cábala resulta decisiva para esclarecer la muerte violenta de una serie de animales de todo tipo y tamaño, el tercero, un extraño secuestro exprés que no termina de convencer a Montalbano, nos plantea la nueva realidad de la mafia, moderna y actualizada, que se enfrenta a unos policías obligados a salir a fumar a la calle para cumplir con la ley antitabaco. Y entre ambos, el relato que da título al libro, un viaje al pasado para conocer al joven subcomisario Montalbano mientras espera con ansiedad un próximo ascenso. Harto de un paisaje de montaña acartonado, Salvo sueña con una casita a la orilla del mar, con el olor del salitre al amanecer y el rumor de las olas que rompen… Cuando su sueño se hace realidad, el flamante comisario se lanza a la carretera, loco de alegría, deseoso de llegar a Vigàta y conocer a sus nuevos compañeros. Y como presagio de lo que será su dilatada carrera, ya desde el primer caso se le plantea el dilema entre seguir sus corazonadas o atenerse estrictamente a las normas que marca la ley.

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Mientras Montalbano daba vueltas en la cama sin conseguir conciliar el sueño, después de una cena de tamaño casi industrial a base de sardinas rellenas con pan rallado, anchoas, cebollas, pasas y piñones, el hombre, en su espaciosa biblioteca enteramente tapizada con estanterías repletas de libros, en la cual la única y mortecina luz procedía de una lámpara de sobremesa, levantó los ojos del libro antiguo lujosamente encuadernado que estaba leyendo, lo cerró, se quitó las gafas y se reclinó en el sillón de madera. Permaneció unos minutos así, frotándose de vez en cuando los ojos, que le ardían. Después, lanzando un profundo suspiro, abrió el cajón derecho del escritorio. En su interior, entre papeles, gomas de borrar, llaves, viejos sellos y fotografías, estaba la pistola. La tomó y extrajo el cargador vacío. Buscó con la mano más al fondo, localizó la caja de balas y la abrió. Quedaban ocho. Sonrió; bastaban y sobraban para lo que se proponía. Introdujo sólo una en el cargador, tal como siempre hacía, dejó la caja en su sitio y cerró el cajón. Se guardó la pistola en el bolsillo derecho de la deformada chaqueta. Palpó el bolsillo izquierdo: la linterna estaba en su sitio. Consultó el reloj; ya eran las doce de la noche. Para llegar al lugar establecido seguramente necesitaría una hora, lo cual significaba que podría actuar a la hora apropiada. Volvió a ponerse las gafas, arrancó un pequeño rectángulo de papel de un cuaderno cuadriculado, escribió algo con un bolígrafo y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta. A continuación se levantó, fue a coger la guía telefónica y buscó la página que le interesaba. Tenía que estar absolutamente seguro de que la dirección era correcta. Después extendió el mapa topográfico que tenía sobre el escritorio y estudió el recorrido que haría desde su casa. No; quizá le llevara algo más de una hora. Mejor. Se acercó a la ventana y la abrió. Una fría ráfaga de viento lo azotó en pleno rostro, y él retrocedió. No era cuestión de salir sólo con el traje. Cuando subió al coche, llevaba un grueso impermeable y un sombrero negro.

Puso en marcha el motor, pero después de unos rugidos se caló. Lo intentó otra vez, en vano. Empezó a sudar. Si el coche se había averiado definitivamente, todo lo previsto se iría al garete. ¿Y entonces? ¿Se saltaba por las buenas la advertencia de aquel lunes? No; sería un gesto de deslealtad, y él no podía, por su manera de ser, cometer ninguna deslealtad. No quedaba más remedio que dejarlo para más adelante y empezar de nuevo por el principio. Pero ¿y si los plazos expiraban? ¿Conseguiría llevar a cabo la excepcional hazaña de contraerse? Estaba perdido. Probó de nuevo, desesperado, y el motor, después de unos accesos de tos, decidió ponerse en marcha.

3

Mimì Augello acertó y se equivocó. Acertó en cuanto al tamaño de la, digamos, nueva víctima, pero se equivocó en que no se trató de una oveja.

La mañana del lunes 13 de octubre, Fazio se presentó en la comisaría con la novedad, que por otra parte en absoluto era una novedad, de que habían matado una cabra. El consabido disparo en la cabeza, la consabida bala, la consabida nota. «Me sigo contrayendo.»

Ninguno de los presentes habló, nadie se atrevió a hacer un comentario ingenioso.

En el despacho del comisario flotaba un silencio denso y perplejo.

– ¡Lo está logrando, y de qué manera! -exclamó Montalbano por fin. Por otra parte, le correspondía hacerlo: el jefe era él.

– ¿Qué? -preguntó Augello.

– Que lo tomen en serio.

– Yo lo tomé en serio enseguida -dijo Mimì.

– Bravo, subcomisario Augello. Lo propondré para una solemne mención honorífica al señor jefe superior. ¿Satisfecho?

Mimì no contestó. Cuando el comisario estaba de tan mala uva, lo mejor era mantener la boca cerrada.

– Está intentando revelarnos otra cosa, aparte de mantenernos al corriente del estado de su contracción -añadió Montalbano tras una pausa. Hablaba a media voz porque más que nada estaba conversando consigo mismo.

– ¿De qué lo deduces?

– Reflexiona, Mimì, si no te cuesta demasiado. Si sólo quería comunicarnos que se estaba contrayendo, signifique lo que signifique para él el verbo contraerse, no necesitaba correr de un lugar a otro de Vigàta matando cada vez un animal distinto. ¿Por qué cambia de animal?

– Tal vez las letras iniciales de… -aventuró Augello.

– Ya lo he pensado. PPPC o MPPC, ¿qué serían para ti?

– Podrían ser las siglas de un grupo o un movimiento subversivo -apuntó tímidamente Fazio.

– Ah, ¿sí? Ponme un ejemplo.

– Pues no sé, dottore. Digo lo primero que me pasa por la cabeza. Por ejemplo, Partido Popular Proletario Comunista.

– ¿Y tú crees que existen todavía comunistas revolucionarios? ¡Anda ya! -replicó sin miramientos Montalbano.

Se hizo de nuevo el silencio. Augello encendió un cigarrillo, Fazio se miró la punta de los zapatos.

– Apaga el cigarrillo -ordenó el comisario.

– ¿Por qué? -preguntó sorprendido Mimì.

– Porque mientras tú te tumbabas a la bartola en Maguncia…

– Estaba en Hamburgo.

– Donde fuera. En resumen, mientras estabas ausente de este precioso país nuestro, un ministro despertó una mañana y se preocupó por nuestra salud. Si quieres seguir fumando, tendrás que salir a la calle.

Maldiciendo entre dientes, Mimì se levantó y abandonó la estancia.

– ¿Puedo retirarme? -preguntó Fazio.

– ¿Quién te lo impide?

Una vez a solas, Montalbano lanzó un profundo suspiro de satisfacción. Había desahogado el mal humor provocado por aquel imbécil que andaba por ahí cargándose animales.

* * *

Había transcurrido apenas una hora cuando por toda la comisaría tronó la voz de Montalbano.

– ¡Augello! ¡Fazio!

Se presentaron corriendo. Sólo con verle la cara, comprendieron que algún engranaje se había puesto en marcha en el celebro del comisario. En efecto, Montalbano estaba esbozando una especie de sonrisita.

– Fazio, ¿conoces el nombre del propietario de la cabra asesinada? Espera, si lo sabes, sólo asiente con la cabeza, no digas nada.

Fazio, sorprendido, lo hizo varias veces.

– ¿A que adivino con qué empieza su apellido? Empieza por O , ¿verdad?

– ¡Verdad! -exclamó Fazio, admirado.

Mimì Augello prorrumpió en un breve e irónico aplauso y preguntó:

– ¿Has terminado de hacer juegos de prestidigitación?

Montalbano no le respondió.

– Y ahora dime los apellidos de los dueños de los otros animales -dijo a Fazio.

– Ennicello, Contrera, Contino y Ottone; el amo de la cabra, el que acabamos de mencionar ahora mismo, se llama Stefano Ottone.

– ¡Ahí está! -gritó Mimì.

– ¿Ahí está qué? -preguntó Fazio.

– Es lo que escribe -repuso Augello.

– Dices bien, Mimì. Con las iniciales de los apellidos nos está escribiendo otro mensaje. Y nosotros nos equivocábamos al pensar que lo estaba componiendo con las iniciales de los animales asesinados.

– ¡Ahora me explico el porqué! -exclamo Fazio.

– Pues explícanoslo también a nosotros.

– En la casita del jubilado donde mataron el perro había también dos cabras. Y esta mañana me he preguntado por qué el hombre no había vuelto a la casa del señor Contino en lugar de desplazarse a veinte kilómetros de distancia para buscar otra cabra. Ahora lo entiendo. ¡Necesitaba un apellido que empezara por O !

– ¿Qué podemos hacer? -inquirió Augello, a medio camino entre el nerviosismo y la angustia.

Fazio miró también al comisario con los ojos de un perro que está aguardando que le echen un hueso.

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