Andrea Camilleri - El Primer Caso De Montalbano

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El Primer Caso De Montalbano: краткое содержание, описание и аннотация

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Reflejo de tres épocas muy diferentes en la vida del comisario Salvo Montalbano, los relatos que componen esta nueva entrega del famoso personaje creado por Andrea Camilleri -uno de los autores más leídos de Italia en los últimos años- ofrecen una cara desconocida de Montalbano que deleitará a los iniciados y sorprenderá a aquellos lectores que se acerquen por primera vez al irresistible universo del seductor sabueso siciliano. Si el primer relato nos presenta un caso insólito en el que la interpretación de la Cábala resulta decisiva para esclarecer la muerte violenta de una serie de animales de todo tipo y tamaño, el tercero, un extraño secuestro exprés que no termina de convencer a Montalbano, nos plantea la nueva realidad de la mafia, moderna y actualizada, que se enfrenta a unos policías obligados a salir a fumar a la calle para cumplir con la ley antitabaco. Y entre ambos, el relato que da título al libro, un viaje al pasado para conocer al joven subcomisario Montalbano mientras espera con ansiedad un próximo ascenso. Harto de un paisaje de montaña acartonado, Salvo sueña con una casita a la orilla del mar, con el olor del salitre al amanecer y el rumor de las olas que rompen… Cuando su sueño se hace realidad, el flamante comisario se lanza a la carretera, loco de alegría, deseoso de llegar a Vigàta y conocer a sus nuevos compañeros. Y como presagio de lo que será su dilatada carrera, ya desde el primer caso se le plantea el dilema entre seguir sus corazonadas o atenerse estrictamente a las normas que marca la ley.

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Sacó de otro bolsillo la nota que ya llevaba escrita y la colocó debajo del pez tiroteado.

El autobús de las cuatro se hizo esperar un buen rato y llegó con diez minutos de retraso. Cuando se puso en marcha, entre los adormilados pasajeros se encontraba también el hombre que acababa de asesinar un mújol.

Dottore, ¿conoce usted el restaurante La Sirenetta, el que hay por la parte del monumento a Luigi Pirandello? -preguntó Fazio aquella mañana del lunes 22 de septiembre, cuando entraba en el despacho de Montalbano.

El comisario estaba de buen humor. La víspera habían tenido frío y lluvia, pero por la mañana había salido un sol todavía agosteño, atemperado por una refrescante brisa. Incluso Fazio daba la impresión de no tener pensamientos muy sombríos.

– Pues claro que lo conozco. Pero no hay por qué presumir de conocerlo. Fui una vez con Livia, simplemente para probar, y me bastó y sobró. Mucho ruido y pocas nueces. Camareros elegantes, servicio aceptable, incluso impecable, cubertería de lujo y cuenta de infarto, pero si vamos al grano, a la sustancia, te diré que sirven unos platos que parecen preparados por un cocinero en coma irreversible.

– Yo jamás he comido allí.

– Y muy bien que has hecho. Pero ¿por qué lo mencionas?

– Porque esta mañana a primera hora el señor Ennicello, el propietario, que además es pariente lejano de mi mujer, me ha llamado aquí para contarme una historia tan rara que ha despertado mi curiosidad. Y he ido al lugar. ¿Sabe que en ese restaurante hay un estanque lleno de peces que…?

– Lo sé, lo sé. Sigue. ¿Qué ha ocurrido?

– Que anoche alguien entró en el restaurante tras forzar el cerrojo, sacó un pez del estanque y le pegó un tiro en la cabeza.

Montalbano lo miró, sorprendido.

– ¡¿Que alguien le disparó a un pez?!

– Sí, señor. Y después, debajo del cadáver… no, del difunto… bueno, de lo que sea, dejó una nota en una cuartilla cuadriculada.

– ¿Y qué ponía?

– Ahí está el busilis. Entre la lluvia, el agua y la sangre del pez, la tinta se disolvió. Y la nota estaba tan empapada que cuando la cogí, medio se desintegró.

– Pero ¿quieres explicarme por qué alguien querría divertirse haciendo esas sandeces, corriendo el riesgo de que lo detengan?

– Con el debido respeto, señor, jerárquicamente es usted quien tendría que explicármelo a mí.

– ¿Estáis seguros de que le pegó un tiro?

– Y tan seguros, incluso encontré la bala en el suelo. La he traído.

Buscó en el bolsillo de la chaqueta, la sacó y se la tendió al comisario, que la examinó.

– No es necesario enviarla a la policía científica -dijo Montalbano-; nos tomarían por imbéciles. Es una siete sesenta y cinco. -La arrojó al interior de un cajón del escritorio.

– Exactamente. En mi opinión, dottore, ha sido un aviso. Será que nuestro amigo Ennicello se ha saltado algún plazo del impuesto.

Montalbano lo miró con escepticismo.

– Con la experiencia que tienes, ¿todavía dices esas chorradas? Si no hubiera pagado el impuesto, le habrían matado todos los peces y, para remachar la cosa, habrían quemado incluso el restaurante.

– Pues entonces, ¿qué puede ser?

– Todo y nada. A lo mejor una apuesta estúpida entre dos clientes, una bobada…

– ¿Y nosotros qué hacemos ahora? -preguntó Fazio tras una pausa.

– ¿Qué pez era?

– Un muletto tan grande como medio brazo mío.

– ¿Un muletto ? A ver si nos aclaramos, Fazio. El muletto, mientras no se demuestre lo contrario, ¿no es el mújol?

– Sí, señor dottore.

– ¿Y no es un pez marino?

– Hay también un mújol de agua dulce, pero no es tan sabroso como el de mar.

– No lo sabía.

– Pues claro, dottore. Usted desprecia el pescado de agua dulce. ¿Qué tengo que hacer con Ennicello?

– Muy sencillo. Vuelve al restaurante y di que te entreguen el muletto, que lo necesitas para profundizar en la investigación.

– ¿Y después?

– Te lo llevas a casa y pides que te lo guisen. Te lo aconsejo a la parrilla, pero el fuego no tiene que ser fuerte. Lo rellenas de romero y un poquito de ajo. Aderézalo con salmuera. Tendría que ser comible.

En los días sucesivos hubo en la comisaría la monótona rutina de siempre, exceptuando tres hechos un poco más serios que los demás.

El primero ocurrió cuando el contable Pancrazio Schepis, al regresar a su casa a una hora insólita, descubrió a su mujer, la señora Maria Matildina, tumbada enteramente desnuda en la cama, mientras el famoso Mago de Bagdad, en el mundo civil Salvatore Minnulicchia de Trapani, también desnudo, utilizaba «su sexo a modo de aspersorio», tal como hizo constar Galluzzo en su diligente informe. Superado el primer estupor, el contable sacó el revólver y efectuó cinco disparos contra el mago, al que por suerte alcanzó sólo en el muslo izquierdo.

El segundo, cuando la casa de la nonagenaria Lucia Balduino fue totalmente desvalijada por unos ladrones. Una fulminante investigación de Fazio estableció de manera inequívoca que el ladrón había sido sólo uno: el nieto de la señora Balduino, Filippuzzo Dimora, de dieciséis años, a quien la abuela había negado el dinero para comprarse un ciclomotor.

El tercero, cuando tres almacenes pertenecientes al primer teniente de alcalde Giangiacomo Bartolotta fueron incendiados durante la misma noche; el hecho fue considerado una clara advertencia contra ciertas iniciativas del primer teniente de alcalde, que pasaba por ser un decidido enemigo de la mafia. Bastaron doce horas para establecer que la gasolina utilizada para prender fuego a los almacenes la había adquirido el propio primer teniente de alcalde.

En resumen, entre una cosa y otra transcurrió una semana.

* * *

La noche era oscura y no se veía ni una estrella, el cielo cubierto por cargados nubarrones. El camino estaba bastante impracticable, con afiladas rocas que sobresalían y baches que parecían fosas. El viejo y maltrecho coche avanzaba dando brincos y sacudidas. Por si fuera poco, el hombre que iba al volante sólo encendía los faros de vez en cuando, apenas unos segundos, y después los apagaba. A aquella hora de la noche no era fácil que pasara un automóvil por aquel sendero, y por eso lo mejor era no despertar curiosidad. A ojo de buen cubero debía de faltarle muy poco para llegar. Encendió las luces largas y a unos veinte metros de distancia, a mano derecha, vio un rótulo escrito a mano y clavado en una estaca. Detuvo el coche, apagó el motor y bajó. El aire fresco y húmedo intensificaba la fragancia de la campiña. El hombre respiró hondo y echó a andar, con las manos en los bolsillos. A medio camino lo asaltó un pensamiento. Se paró. ¿Cuánto tiempo había tardado en llegar? ¿Y si fuera demasiado temprano? Había salido del pueblo pasadas las once y media, pero no había tráfico. Como no conseguía calcular cuánto rato había conducido, sacó la linterna del bolsillo y la encendió lo que dura un relámpago, suficiente para consultar su reloj de pulsera: las doce y diez. El nuevo día había empezado hacía diez minutos. Perfecto. Reanudó la marcha.

Esta vez no necesitó un silenciador para disparar. La detonación sólo la oyó algún perro lejano que se puso a ladrar sin mucha convicción, únicamente para demostrar que se ganaba el pan.

El lunes 29 de septiembre, Fazio se presentó en la comisaría hacia el mediodía con una bolsa de supermercado.

– ¿Has ido a hacer la compra?

– No, señor dottore. Traigo un pollo. Cómaselo usted, que yo ya me zampé el muletto la otra semana.

– A ver si te explicas mejor.

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