Andrea Camilleri - El Primer Caso De Montalbano

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Reflejo de tres épocas muy diferentes en la vida del comisario Salvo Montalbano, los relatos que componen esta nueva entrega del famoso personaje creado por Andrea Camilleri -uno de los autores más leídos de Italia en los últimos años- ofrecen una cara desconocida de Montalbano que deleitará a los iniciados y sorprenderá a aquellos lectores que se acerquen por primera vez al irresistible universo del seductor sabueso siciliano. Si el primer relato nos presenta un caso insólito en el que la interpretación de la Cábala resulta decisiva para esclarecer la muerte violenta de una serie de animales de todo tipo y tamaño, el tercero, un extraño secuestro exprés que no termina de convencer a Montalbano, nos plantea la nueva realidad de la mafia, moderna y actualizada, que se enfrenta a unos policías obligados a salir a fumar a la calle para cumplir con la ley antitabaco. Y entre ambos, el relato que da título al libro, un viaje al pasado para conocer al joven subcomisario Montalbano mientras espera con ansiedad un próximo ascenso. Harto de un paisaje de montaña acartonado, Salvo sueña con una casita a la orilla del mar, con el olor del salitre al amanecer y el rumor de las olas que rompen… Cuando su sueño se hace realidad, el flamante comisario se lanza a la carretera, loco de alegría, deseoso de llegar a Vigàta y conocer a sus nuevos compañeros. Y como presagio de lo que será su dilatada carrera, ya desde el primer caso se le plantea el dilema entre seguir sus corazonadas o atenerse estrictamente a las normas que marca la ley.

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Montalbano extendió los brazos.

– No podemos esperar a que le pegue un tiro a un hombre para intervenir. Porque la próxima vez, de eso estoy más que seguro, matará a alguien -insistió Mimì, y Montalbano volvió a extender los brazos-. No entiendo cómo puedes estar tan tranquilo -repuso en tono provocador.

– Porque no estoy tan obsesionado como tú -contestó el comisario, más fresco que una lechuga.

– ¿Puedes explicarte mejor?

– En primer lugar, ¿quién te dice a ti que estoy tranquilo? En segundo, ¿quieres decirme qué coño podemos hacer? ¿Construimos un arca como Noé, metemos dentro todos los animales y esperamos a que el hombre venga a matar uno de ellos? Y en tercero, no está escrito, no está dicho en ningún sitio, que la próxima vez vaya a disparar contra un hombre. Él sólo matará a un cristiano al final del mensaje. Hasta ahora ha escrito la primera palabra, que es ecco, es decir, «aquí está», «aquí tenéis». La frase evidentemente no está terminada. E ignoramos su longitud, cuántas palabras necesitará. Os aconsejo que os arméis de paciencia.

El lunes 20 de octubre, Montalbano, Augello y Fazio se encontraron en la comisaría a las tantas de la madrugada sin que previamente se hubieran puesto de acuerdo. Al verlos a tan temprana hora, a Catarella por poco le da un ataque.

– Ay, ¿qué ha sido? Ay, ¿qué ha pasado? Ay, ¿qué ha ocurrido?

Obtuvo tres respuestas distintas, tres mentiras. Montalbano dijo que no había pegado ojo a causa de una fuerte acidez de estómago. Augello contó que había acompañado al tren a un amigo suyo que había ido a verlo; Fazio, que se había visto obligado a salir pronto para comprarle aspirinas a su mujer, que tenía un poco de fiebre. Pero de común acuerdo enviaron a Catarella por tres cafés solos al bar de la esquina, que ya estaba abierto.

Tras tomarse el café en silencio, Montalbano encendió un cigarrillo. Augello esperó a que diera la primera calada y después procedió a tomarse su venganza particular.

– ¡Oh, oh, oh! -exclamó, agitando el dedo índice en gesto de advertencia-. ¿Y qué vas a decirle al señor ministro si se deja caer por aquí y te ve?

Soltando maldiciones, Montalbano abandonó la estancia y se puso a fumar en la puerta de la comisaría. A la tercera calada oyó sonar el teléfono. Volvió a entrar a la velocidad de una pelota disparada.

Y se encontraron los tres simultáneamente, Montalbano, Fazio y Augello, empeñados en trasponer aquel auténtico agujero que era la entrada de la centralita, la cual a su vez no era más que un simple hueco algo mayor que un armario para escobas. Se inició una especie de lucha a empellones. Sorprendido por aquella irrupción, Catarella creyó erróneamente que los tres la habían tomado con él. Dejó caer el auricular que estaba levantando, se puso en pie de un brinco con los ojos desorbitados, pegó la espalda a la pared y, levantando las manos, gritó:

– ¡Me rindo!

Montalbano recogió bruscamente el auricular.

– Habla el…

Lo interrumpió una estridente voz femenina medio histérica.

– ¡Oiga! ¡Oiga! ¿Quién habla?

– Habla el…

– ¡Vengan rápido! ¡Muevan el trasero y vengan enseguida!

– ¿Por casualidad, señora, le han matado algún animal?

La pregunta desconcertó a la mujer.

– ¿Cómo? ¿De qué me habla? ¿Qué pasa, borracho ya de buena mañana?

– Disculpe. Facilíteme sus señas de identidad.

– Pero ¿cómo habla éste?

– Nombre, apellido y domicilio.

Al término de la accidentada conversación telefónica, se pudo establecer que la señora Agata de Dominici, domiciliada en el término de Cannatello, «justo al ladito de la fuentecita», estaba muerta de miedo porque su marido Ciccio había salido de casa armado con un fusil para ir a pegarle un tiro a un tal Armando Losurdo.

– Puede creerme: si lo dice, lo hace.

– Pero ¿por qué quiere pegarle un tiro?

– ¡Y yo qué sé! ¿Acaso mi marido me cuenta a mí sus razones?

– Ve a echar un vistazo -le ordenó Montalbano a Fazio.

Éste salió murmurando por lo bajo y ordenó a su vez a Galluzzo, que acababa de llegar a la comisaría, que lo acompañara.

En cuanto los vio, la señora Ágata de Dominici, una cincuentona extremadamente delgada que semejaba la personificación de la miseria, decidió romper a llorar contra el ancho pecho de Galluzzo. Contó a los exhaustos representantes de la ley (el término de Cannatello se encontraba junto al despeñadero y habían tenido que andar tres cuartos de hora porque con el coche no se podía llegar hasta allí) que su marido había salido de casa a las cinco y media de la mañana para atender a las bestias, y había regresado a los diez minutos como si hubiera enloquecido, igualito que Orlando, el del teatro de marionetas, con los pelos de punta, soltando más reniegos que un turco enfurecido y golpeándose la cabeza contra la pared. Ella le preguntaba qué había ocurrido, pero él parecía haberse vuelto sordo y no daba ninguna respuesta. En determinado momento, se puso a dar voces, diciendo que esa vez no iba a perdonar a Armando, que le pegaría un tiro tan cierto como Dios es Cristo. Y efectivamente, cogió el fusil que había junto a la cabecera de la cama y se marchó.

– ¡Esta vez lo empapelan! ¡Ya no volverá a salir de la cárcel! ¡Se perderá para siempre!

– Señora, antes de hablar de cadena perpetua -terció Fazio, que tenía la idea de regresar cuanto antes a la comisaría-, díganos quién es ese Armando y dónde vive.

Resultó que Armando Losurdo poseía unas hectáreas de tierra parcialmente lindantes con las de De Dominici, y no pasaba día sin que ambos se pelearan; ahora uno cortaba las ramas de un árbol con la excusa de que invadían su campo, después el otro se apoderaba de una gallina que había entrado casualmente en sus tierras y se hacía un caldo con ella.

– Pero, usted, señora, ¿sabe lo que ha sucedido esta vez?

– ¡No lo sé! ¡No me lo ha dicho!

Fazio pidió que le explicara dónde vivía Armando Losurdo y se fue a pie seguido de Galluzzo, al que la señora Agata había permanecido abrazada, mojándole la chaqueta de lágrimas y mocos.

Cuando llegaron al lugar, se encontraron metidos de lleno en una escena de película del Lejano Oeste. Desde la única ventana de una rústica casucha, alguien disparaba con un revólver contra un campesino cincuentón, con toda seguridad Ciccio de Dominici, quien, apostado detrás de un murete, respondía con disparos de fusil.

Demasiado ocupado con el duelo, De Dominici no se percató de la presencia de Fazio, que se le echó encima por la espalda y consiguió, cuando el otro se dio la vuelta, soltarle una patada de no te menees en los huevos. Mientras el hombre trataba de recuperar el resuello, Fazio lo esposó.

Entretanto, Galluzzo gritaba:

– ¡Policía! ¡Armando Losurdo, no dispare!

– ¡No me fío! ¡Como no os larguéis, os pego también un tiro a vosotros!

– ¡Somos de la policía, cabrón!

– ¡Júralo sobre la cabeza de tu madre!

– Jura -le ordenó Fazio-, de lo contrario aquí se nos hace de noche.

– Pero ¿es que estamos locos?

– ¡Jura y no me vengas con mandangas!

– ¡Juro sobre la cabeza de mi madre que soy policía!

Mientras Losurdo salía de la casucha con las manos en alto, Fazio le preguntó a Galluzzo:

– Pero ¿tu madre no murió hace tres años?

– Sí.

– Pues entonces, ¿por qué te resistías tanto?

– No me parecía bien.

En cuando De Dominici vio aparecer a Losurdo, de una sacudida se libró de Fazio y, esposado como estaba, arremetió con la cabeza gacha como si fuera una especie de ariete contra su enemigo. Una zancadilla de Galluzzo lo derribó al suelo.

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