– ¿Nadie oyó el disparo?
– Nadie; debió de utilizar un silenciador. Y debía de llevar también una linterna muy potente porque Adragna me dijo que por la zona de las jaulas está muy oscuro.
– Pero ¿cómo demonios lo hizo?
– Dottore, hay que tener en cuenta que ese tío dispara bien. Como no podía usar un rifle de caza mayor, pues el estruendo habría despertado a todo el pueblo, se encaramó por los barrotes de la jaula hasta casi la altura de los elefantes y disparó contra el animal prácticamente a medio metro de distancia.
– ¿Y cómo lo han sabido?
– Adragna ha descubierto el barro de la suela de los zapatos. Parece que encendió la linterna, apuntó al ojo del elefante más cercano y apretó el gatillo.
– Debe de disparar muy bien, pero menudo morro tiene -comentó Mimì. Y añadió-: Ahora ya sólo le falta la o de Dio.
Montalbano lo miró, preocupado.
– ¿Queréis que os diga una cosa? Creo que sólo disponemos de tiempo hasta el domingo por la noche para impedir un homicidio.
El hombre llevaba tres horas leyendo sin apartar los ojos del libro cuyas páginas pasaba con delicadeza y temblor.
Unido está Él a la Potencia tal como una llama unida está a sus colores; sus fuerzas emanan de su Unidad tal como de la oscura pupila brota la luz de la mirada.
Emanan la una de la otra como el perfume de un perfume y la luz de una luz.
En lo Emanado existe toda la Potencia del Emanador, pero el Emanador no sufre por esta causa menoscabo alguno.
Al llegar a ese punto, el hombre ya no consiguió seguir leyendo. Tenía los ojos llenos de lágrimas. De alegría. Más aún, de júbilo. Un júbilo sobrehumano. Consultó el reloj: las tres de la madrugada. Se abandonó a un llanto convulso, dominado por la emoción. Temblaba como si tuviese fiebre. Se levantó sin que apenas lo sostuvieran las piernas, se acercó a la ventana y la abrió. Soplaba un viento helado. Respiró hondo y lanzó un grito. Un grito tan prolongado que sonó como un aullido. Inmediatamente después notó como si le hubieran cercenado de golpe las piernas. Ya no pudo mantenerse en pie, cayó de hinojos con la pechera de la camisa empapada de lágrimas.
Faltaban sólo siete días para la Aparición.
Montalbano consultó su reloj: las tres de la madrugada. ¿Qué sentido tenía permanecer acostado sin lograr conciliar el sueño? Se levantó, se dirigió a la cocina y preparó café.
Tres preguntas seguían rondándole:
¿Por qué razón aquel sujeto actuaba siempre en lunes, a primera hora de la madrugada, al comienzo del nuevo día?
¿Por qué tenía tanto empeño en comunicar a todo el mundo que en él se estaba produciendo un proceso de contracción? ¿Qué coño se estaba contrayendo?
¿Qué significaba para el loco el verbo «contraerse»? ¿Tenía el sentido de encogerse, empequeñecerse, tal como decía Mimì Augello, o un sentido convencional y explicable tan sólo con aquello que pasaba por la mente enferma del desconocido?
Montalbano creía que para comprender la intención última del loco y saber adónde quería ir a parar, era indispensable interpretar debidamente aquel verbo.
¿Había una respuesta posible? No la había.
* * *
A primera hora de la mañana siguiente, martes, se presentó en el despacho con los ojos enrojecidos a causa de la falta de sueño y con un humor ya malo de por sí, pero elevado al cubo por el viento y el frío.
– Prestad atención -les dijo a Augello y Fazio-. He estado pensando mucho acerca de toda esta historia. Prácticamente toda la noche. El fanático, porque a estas alturas ya no cabe la menor duda de eso, de nada sirve ocultarlo, es con toda certeza alguien que ha nacido y se ha criado en Vigàta.
– ¿Por qué? -preguntó Augello.
– Reflexiona, Mimì. En primer lugar, sabe perfectamente quiénes son los propietarios de ciertos animales y sus apellidos. Esos datos figuran en los registros municipales o se saben por conocimiento directo.
– Reflexiona tú -replicó ofendido Mimì Augello-. ¿Qué se necesita para saber que en el restaurante había un estanque con peces? ¿O que en una granja de cría de pollos hay pollos?
– Ah, ¿sí? ¿Y tú sabías que el señor Ottone tenía una cabra y De Dominici, un asno?
Augello no contestó.
– ¿Puedo seguir? -dijo Montalbano-. Repito: es alguien de Vigàta y probablemente no muy joven.
– ¿Por qué? -preguntó Mimì.
– Porque conoce a jubilados, gente mayor…
– Bueno…
Montalbano no quiso discutir y añadió:
– Y es una persona culta. Su caligrafía es la propia de alguien acostumbrado a escribir.
– Un momento -terció Fazio-, tan mayor no puede ser. No es fácil que alguien de cierta edad se ponga a romper cerrojos, recorrer la campiña de noche, encaramarse a una jaula…
– Por de pronto es un fanático, de eso no cabe la menor duda.
– Sí, Salvo, pero la pregunta de Fazio era… -terció Augello.
– He comprendido muy bien la pregunta. Y la estoy contestando. El fanatismo lleva a cometer actos impensables, te confiere una fuerza que no imaginabas tener, un valor que ni soñabas. Y, además, no está claro que actúe él personalmente. Puede enviar a alguien provisto de una pistola y una nota. Un adepto.
– ¡¿Qué?! -dijo Fazio.
– Adepto quiere decir seguidor, no es una palabrota. Ahora vamos a hacer una cosa. Tú, Mimì, te vas al registro civil y pides la lista de todos aquellos cuyo apellido empieza con la letra O . No serán cien mil.
– Cien mil no, pero muchos sí. Yo, por ejemplo, conozco a Mario Oneto y a Stefano Orlando -replicó.
– Yo conozco a tres -dijo Fazio-. Onesti, Onofri, Orrico.
– Sin contar -insistió Mimì- con que Stefano Orlando tiene diez hijos, cinco varones y cinco chicas. Y que tres de los chicos están casados y tienen hijos a su vez.
– Me importan un carajo los abuelos, los hijos y los nietos, ¿entendido? -estalló el comisario-. Quiero la lista completa para mañana por la mañana, incluidos los recién nacidos.
– ¿Y después qué vas a hacer con ella?
– Si antes del domingo por la mañana no hemos resuelto el asunto, los reunimos a todos en un lugar y montamos guardia.
– Reunámoslos a todos en el campo de deportes, tal como hacía el general Pinochet -dijo irónicamente Augello.
– Mimì, me dejas verdaderamente de piedra. De que eras un cabrón no tenía la menor duda, pero jamás habría imaginado que pudieras alcanzar cotas tan altas. Mi más sincera felicitación. «Para cosas más grandes he nacido», tal como dice san Agustín. Y ahora no me toques más los cojones.
Augello se levantó y se retiró.
– ¿Y yo qué hago? -preguntó Fazio.
– Te vas a pasear por el pueblo. Trata de averiguar si los asesinatos de los animales han trascendido y, en caso afirmativo, qué piensa la gente al respecto. Ah, y otra cosa: coloca a uno de los nuestros detrás de Ottone, el de la cabra. Tiene la desgracia de que su apellido empieza por O . No quisiera que el fanático regresara y se lo cargara, incluso antes del lunes; de esa manera se ahorraría el tiempo y el esfuerzo de buscar.
Regresó a Marinella casi a las diez de la noche. No le apetecía comer, se notaba la boca del estómago contraída. Estaba preocupado, pero, sobre todo, descontento de sí mismo. Cierto que había logrado descubrir la conexión entre los hechos y había podido (tal vez) prever la siguiente jugada del fanático, pero todo ello no le serviría de nada si no conseguía averiguar la idea obsesiva, la pretensión que había anidado en el putrefacto cerebro del desconocido y que lo impulsaba a actuar.
Y no es que estuviera convencido de que en la base de todos los delitos hubiese necesariamente un móvil determinado y racional. A ese respecto, una vez había leído un librito de Max Aub, Crímenes ejemplares, que, una vez superado el solaz, le había resultado más útil que un tratado de psicología. Pero no era menos cierto que cuanto más sabes acerca de la persona que buscas, más probabilidades tienes de encontrarla.
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