Andrea Camilleri - Ardores De Agosto

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Un calor asfixiante arrasa Sicilia como una llamarada; durante el día el aire se vuelve irrespirable, las piedras queman y ni siquiera un baño en el mar ofrece algo más que alivio momentáneo. Con la ciudad sumida en un letargo incandescente, Salvo aguarda la llegada de Livia, que viene con unos amigos a pasar las vacaciones en una solitaria casita frente a la playa. Pero el idílico plan se tuerce cuando, oculto en los sótanos de la casa, aparece un baúl con un cadáver dentro.
El macabro hallazgo desata los instintos investigadores del comisario, que muy pronto se ve envuelto en una maraña criminal de múltiples facetas que involucra a políticos, banqueros y empresarios, todos bajo la omnipresente tutela de la mafia. Y como si la canícula no fuera suficiente para causar estragos en el comportamiento de los personajes, la presencia casi mágica de una bellísima veinteañera hace flaquear la proverbial lucidez del propio Montalbano, hasta el punto de tentarlo a dar ese paso trascendental que había evitado hasta el momento.
Décima aventura de Salvo Montalbano, en la que el inimitable comisario sigue haciendo gala de ese vitalismo socarrón y melancólico mientras se asoma a los abismos más profundos del ánima humana.

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– Ya basta con esa historia de la edad. Y no creas que me apeteces como podría apetecerme un cucurucho de helado. Por cierto, ¿tienes?

– ¿Helado? Sí.

Lo sacó del congelador, pero no consiguió cortarlo de lo duro que estaba.

– Nata y chocolate. ¿Te vale? -preguntó Montalbano, sentándose como antes.

Y como antes, ella lo tomó del brazo y apoyó la cabeza en su hombro.

Bastaron cinco minutos para que el helado se pudiera servir. Y Adriana se lo comió en silencio sin cambiar de posición.

Después, al retirarle el plato que tenía delante, Montalbano reparó en que la joven estaba llorando. Sintió que se le encogía el corazón. Trató de hacerle apartar la cabeza de su hombro para mirarla a la cara, pero ella opuso resistencia.

– Hay otra cosa que debes tener en cuenta, Adriana. Que hace años que estoy con una mujer a la que amo. Y que siempre he intentado serle fiel a Livia, que no está…

– Disponible -dijo ella, levantando la cabeza y mirándolo a los ojos.

Debía de ocurrir lo mismo en los castillos sitiados de las guerras de antaño. Resistían mucho tiempo soportando el hambre y la sed, rechazaban a los que se encaramaban por las murallas arrojándoles aceite hirviendo, y parecían inexpugnables. Pero después, un solo golpe de catapulta lanzado con muy buena puntería derribaba de repente la puerta de hierro, y los sitiadores irrumpían en la fortaleza sin tropezar con la menor resistencia.

No disponible, la palabra clave utilizada por Adriana. ¿Qué habría percibido la muchacha en esa palabra cuando él la pronunció? ¿Su rabia? ¿Sus celos? ¿Su debilidad? ¿Su soledad?

Montalbano la abrazó y la besó. Los labios de la joven sabían a nata y chocolate.

Y fue como hundirse en los grandes ardores de agosto.

Después Adriana dijo:

– Vamos dentro.

Se levantaron abrazados, y justo en ese momento alguien llamó a la puerta.

– ¿Quién puede ser? -preguntó Adriana.

– Es… Fazio. Le había dicho que viniera. Lo había olvidado.

Sin una palabra, la joven fue a encerrarse en el cuarto de baño.

* * *

Nada más salir a la galería, al ver las dos copas y los dos platitos manchados de helado, Fazio preguntó:

– ¿Hay otra persona?

– Sí. Adriana.

– Ah. ¿Y ahora se irá?

– No.

– Ah.

– ¿Quieres una copa de vino?

– No, señor, gracias.

– ¿Un poco de helado?

– No, señor, gracias.

Ciertamente, la presencia de la chica lo incomodaba.

19

Llevaban casi una hora sentados en la galería. Pero la noche ya muy avanzada no aportaba ningún frescor. Es más, parecía que el bochorno fuera cada vez más intenso, como si en el cielo, en lugar de un gajo de luna, brillara un sol de justicia.

Cuando terminó de hablar, Montalbano miró con expresión inquisitiva a Fazio.

– ¿A ti qué te parece?

– Usía querría convocar a Spitaleri a la comisaría, someterlo a un interrogatorio de esos que duran un día y una noche, y cuando ya esté hecho una piltrafa, ponerle delante de repente a la señorita Adriana, a la que él jamás ha visto. ¿Es así?

– Más o menos.

– ¿Y usía cree que ése, al verse de pronto cara a cara con la hermana gemela de la chica a la que mató, se derrumbará y confesará?

– Eso espero.

Fazio torció la boca en una mueca.

– ¿No te convence?

Dottore , ese tipo es más listo que el hambre. En cuanto usía lo mande llamar a la comisaría, se pondrá en guardia, se blindará, porque de usted se espera cualquier cosa. Sí, es posible que al ver a la señorita se pegue un susto de muerte, pero no lo manifestará.

– ¿O sea, que tú crees que el factor sorpresa del encuentro sería inútil?

– No, señor; el encuentro puede ser útil, pero considero un error que se produzca en la comisaría.

Adriana, que hasta entonces había guardado silencio, habló.

– Estoy de acuerdo con Fazio. El lugar es lo que no encaja.

– ¿Y cuál sería el más adecuado a tu juicio?

– El otro día caí de pronto en que, después de la regularización urbanística, en el chalet se instalarán otras personas. Y no me pareció justo. Que en el salón donde degollaron a Rina la gente pueda estar, ¿cómo diría?, cantando, bromeando…

Emitió una especie de sollozo. Instintivamente, Montalbano apoyó una mano en la suya. Fazio se dio cuenta, pero no mostró sorpresa. Adriana se recuperó.

– He decidido hablar con papá.

– ¿Qué quieres hacer?

– Quiero proponerle la venta de nuestra casa de Pizzo y la compra del chalet. De esta manera nadie vivirá en el apartamento ilegal y éste quedará libre en memoria de mi hermana.

– ¿Y adónde quieres ir a parar con eso?

– Acabas de hablar del contrato exclusivo con Spitaleri para la reforma del chalet. Bueno, pues mañana voy a la agencia y le digo al señor… ¿Cómo se llama?

– Callara.

– Le digo a Callara que queremos comprar el chalet, antes incluso de que se conceda la regularización. De todos los trámites y gastos de la legalización nos encargaremos nosotros, correrán de nuestra cuenta. Le explicaré nuestros motivos y que estamos dispuestos a pagar bien. Lo convenceré, estoy segura. Luego le pido que me entregue las llaves del apartamento de arriba y que me recomiende a alguien para la reforma del apartamento ilegal. Al llegar a este punto, Callara no tendrá más remedio que facilitarme el nombre de Spitaleri. Le pido que me dé su número de teléfono y…

– Espera un momento. ¿Y si Callara quiere acompañarte?

– No lo hará si no le digo exactamente cuándo voy a ir. No puede estar dos días a mi disposición. Además, creo que juega a nuestro favor el hecho de que nosotros tengamos una casa a pocos metros del chalet.

– ¿Y después?

– Después llamo a Spitaleri y lo convoco en Pizzo. Si consigo que se reúna conmigo abajo, en el salón donde mató a Rina, y él me ve allí por primera vez…

– ¡Pero tú no puedes permanecer a solas con Spitaleri!

– No estaré sola si tú te escondes detrás de los marcos de ventana…

– ¿Y usted cómo sabe que en el salón hay unos marcos? -preguntó rápidamente Fazio, que no dejaba de ser un buen policía ni aun estando en una casa amiga.

– Se lo dije yo -cortó Montalbano.

Se hizo el silencio.

– Tomando todas las precauciones -dijo al cabo el comisario-, la cosa quizá sea factible…

Dottore , ¿puedo hablar con entera libertad? -preguntó Fazio.

– Pues claro.

– La propuesta, con todo mi respeto hacia la señorita, no me gusta.

– ¿Por qué? -preguntó Adriana.

– Es muy peligrosa, señorita. Spitaleri se mueve siempre con una navaja en el bolsillo y es un hombre capaz de cualquier cosa.

– Pero si Salvo también está allí, creo que…

Fazio tampoco se sorprendió de aquel «Salvo».

– Sigue sin gustarme. No es justo que la pongamos en peligro.

Pasaron media hora más discutiendo. Al final, quien tomó la decisión fue Montalbano.

– Haremos lo que propone Adriana. Para más seguridad, tú estarás también en las inmediaciones, Fazio, puede que con otro de los nuestros.

– Como quiera usía -se rindió el agente.

Luego se levantó, se despidió de Adriana y se encaminó hacia la puerta seguido por Montalbano. Pero antes de salir, miró a los ojos al comisario.

Dottore , piénselo bien antes de decir definitivamente que sí.

– Siéntate -le dijo Adriana a Montalbano cuando lo vio regresar.

– Estoy un poco cansado.

Algo había cambiado y ella lo comprendió.

En su lecho solitario, con la sábana empapada de sudor, Montalbano pasó una noche infame, sintiéndose a ratos un cabrón y a ratos exactamente igual que san Luis Gonzaga o san Alfonso María de Ligorio; bueno, uno de ésos.

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