Andrea Camilleri - La Paciencia de la araña

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En esta octava entrega de la serie, Salvo Montalbano se encuentra postrado en cama, convaleciente de las heridas recibidas en su último caso. El comisario se siente confuso, el peso de los años lo abruma y una melancolía desgarradora lo lleva a cuestionarse cuál es el sentido último de la justicia y la «ley», a la cual él ha dedicado toda su carrera. En tal estado se encuentra Montalbano cuando se le informa del secuestro de la joven Susanna Mistretta, y si bien las pesquisas son asunto del comisario Minutolo, algo le hace saltar de la cama. Quizá sea la necesidad de probarse a sí mismo que aún conserva toda su capacidad de reacción, o tal vez las insólitas circunstancias del secuestro, dado que la familia de la joven había perdido toda su fortuna años atrás de forma repentina y misteriosa. Al final, ambos motivos resultan cruciales, pues ese nuevo distanciamiento, ese escepticismo, es lo que llevará al comisario a considerar aspectos de la investigación que cualquier otro pasaría por alto. En ese contexto tan nuevo como difícil de asimilar, la resolución del caso pondrá a prueba sus verdaderos valores, sus miedos y sus creencias. La paciencia de la araña es una insólita novela negra sin derramamiento de sangre y sin castigo para los culpables. La trágica destrucción de una vida, condenada a consumirse lentamente en el terrible dolor del desengaño y la traición, inspirará una venganza sutilmente perpetrada, como una gran telaraña de la cual resulta imposible escapar. Y a pesar de que la tristeza parece no querer abandonar a Montalbano, el breve y violento aguacero que cierra esta historia quizá sea un símbolo de esperanza de nuevos tiempos, más claros y luminosos.

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– ¿Está enamorada de otro?

– Peor.

– ¿Cómo peor?

– No hay nin… ningún otro. Es un voto, bueno, una decisión que tomó mientras estaba prisionera.

– ¿Es religiosa?

– No. Es una promesa que se hizo a sí misma… si la soltaban a tiempo de ver a su madre viva. Se marcha dentro de un mes como máximo, aunque me hablaba como si ya se hubiera ido y estuviera lejos.

– ¿Te ha dicho adonde piensa ir?

– A África… Re… nuncia a seguir estudiando, a casarse, a tener hijos, re… nuncia a todo.

– Pero ¿qué piensa hacer?

– Quiere ser útil. Me lo ha dicho con estas palabras: «Por fin voy a ser útil.» Se va con una organización de voluntariado. ¿Y sabe que había presentado la solicitud hace dos meses sin decirme nada? Estaba conmigo y entretanto pensaba dejarme para siempre. Pero ¿qué le ha dado?

O sea que no había ningún hombre. Todo volvía a encajar. Más que antes.

– ¿Crees que puede cambiar de idea?

– No, comisario. Si usted hubiera oído su voz… Además, la conozco muy bien, cuando toma una de… decisión… Pero, por el amor de Dios, ¿qué significa todo esto, comisario? ¿Qué significa?

La última pregunta fue un grito. Ahora Montalbano ya sabía muy bien lo que significaba, pero no podía contárselo a Francesco. Habría sido demasiado complicado y, sobre todo, increíble. Pero para él todo se había vuelto más sencillo. La balanza, que había permanecido largo tiempo en equilibrio, se había inclinado definitivamente hacia un lado. Lo que acababa de decirle Francesco confirmaba el acierto del paso que estaba a punto de dar.

Sin embargo, antes que nada tenía que informar a Livia. Apoyó la mano sobre el teléfono, pero no lo descolgó. Se preguntó si lo que iba a hacer significaba de alguna manera que al llegar al final, o casi, de su carrera, renegaba, a los ojos de sus superiores y de la ley, de los principios que durante años y años había acatado. Pero esos principios, ¿los había respetado siempre? ¿Acaso Livia no lo había acusado una vez de actuar como un dios menor que se complacía en alterar los hechos o en disponerlos de un modo distinto? Livia se equivocaba, él no era un dios, de ninguna manera. Era sólo un hombre que tenía un criterio personal sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal. Y viceversa. Y por eso se preguntaba si era mejor obrar de acuerdo con la justicia, la que figuraba escrita en los libros, o con la propia conciencia.

No, Livia no lo entendería, y hasta puede que lo condujera a la conclusión contraria a la que quería llegar.

Mejor escribirle. Tomó una hoja de papel y un bolígrafo y empezó.

«Livia, amor mío»

No consiguió seguir adelante. Rompió la hoja y tomó otra.

«Livia, adorada»

Volvió a bloquearse. Tomó una tercera hoja.

«Livia»

El bolígrafo se negó a ir más allá.

No, no era eso. Se lo diría todo de palabra cuando se vieran de nuevo, mirándola a los ojos.

Tras adoptar esa decisión, se sintió descansado, sereno y liberado. «Un momento -se dijo-. Estos tres adjetivos, "descansado", "sereno", "liberado", no son tuyos, estás citando.» Sí, pero ¿a quién? Trató de pensar, sujetándose la cabeza con las manos. Después, recurriendo a su memoria fotográfica, se lanzó sin dudar. Se dirigió a la librería, cogió El consejo de Egipto de Leonardo Sciascia y lo hojeó. Allí estaba, en la página 122 de la primera edición de 1966, la que había leído a los dieciséis años y siempre tenía a mano para releer de vez en cuando.

Era la extraordinaria página en que el abate Vella decide revelarle a monseñor Airoldi un hecho que trastornará su existencia, es decir, que el códice árabe era una impostura, un documento falso que él mismo había escrito. Pero antes de ir a ver a monseñor Airoldi, el abad Vella se da un baño y toma un café. Él también, Montalbano, se encontraba en un momento decisivo de su vida.

Sonriendo, se desnudó y se metió en la ducha. Se puso ropa limpia y, dada la ocasión, eligió una corbata seria. Después preparó un café y lo bebió con fruición. Y esa vez los tres adjetivos, descansado, sereno, liberado, le pertenecieron por entero. Sin embargo, le faltaba uno que no estaba en el libro de Sciascia: saciado.

– ¿Qué le sirvo, dottore?

– De todo.

Se rieron.

Entrantes de mar, sopa de pescado, pulpito hervido y aliñado con aceite y limón, cuatro salmonetes (dos fritos y dos asados) y dos copitas de licor de mandarina de un nivel alcohólico explosivo, motivo de orgullo de Enzo, el propietario de la trattoria.

– Veo que vuelve a estar en forma, dottore.

– Gracias. ¿Me haces un favor? Búscame en la guía los números del doctor Mistretta y me los escribes en un papel.

Mientras Enzo lo hacía, él se bebió una tercera copita. El dueño de la trattoria regresó y le entregó el papelito.

– En el pueblo se comenta una cosa sobre el doctor.

– ¿Qué?

– Que esta mañana ha ido al notario para tramitar la donación de su chalet. Se irá a vivir con su hermano el geólogo, ahora que se ha quedado viudo.

– ¿Se sabe a quién regala el chalet?

– Pues parece que a un orfanato de Montelusa.

Desde el teléfono de la trattoria llamó primero al despacho y después a la casa del doctor Mistretta, pero éste no respondió. Seguramente estaría en el velatorio de su cuñada. Y no menos seguramente sólo estaría la familia, sin policías ni periodistas. Marcó el número. El teléfono sonó largo rato antes de que respondieran.

– Casa Mistretta.

– Soy Montalbano. ¿Es usted, doctor?

– Sí.

– Tengo que hablar con usted.

– Mire, mañana por la tarde podríamos…

– No.

– ¿Quiere verme ahora? -La voz del hombre sonó perpleja.

– Sí.

Antes de volver a hablar, el médico dejó transcurrir un tiempo.

– Muy bien, por más que su insistencia me parezca inoportuna. ¿Sabe que mañana se celebra el funeral?

– Sí.

– ¿Será muy larga la cosa?

– No sabría decirle.

– ¿Dónde quiere que nos veamos?

– Estaré allí dentro de veinte minutos como máximo.

Al salir de la trattoria observó que el tiempo estaba cambiando. Unas nubes cargadas de lluvia se acercaban desde el mar.

17

Visto desde fuera, el chalet estaba completamente a oscuras, una masa negra recortada contra un cielo negro de noche y nubes. El doctor Mistretta esperaba al comisario en la verja. Montalbano entró con el coche, y aguardó a que el médico cerrara. Una débil luz se filtraba a través de las rendijas de una persiana bajada. Era la de la habitación de la difunta, donde el marido y la hija velaban. Una de las dos puertas cristaleras del salón estaba abierta, pero la luz que salía por ella al jardín era muy pálida, pues la lámpara del techo estaba apagada.

– Pase.

– Prefiero quedarme fuera. Si se pone a llover, entraremos -dijo el comisario.

Como la otra vez, se sentaron en los bancos de madera. Montalbano sacó los cigarrillos.

– ¿Quiere?

– No, gracias. He decidido no volver a fumar.

Por lo visto, a raíz del secuestro, tanto el tío como la sobrina habían hecho votos.

– ¿Qué es eso tan urgente que tiene que decirme?

– ¿Dónde están su hermano y Susanna?

– En la habitación de mi cuñada.

Quién sabe si habrían abierto la ventana para ventilar la estancia, o si aún se respiraba aquel espantoso, insoportable y denso hedor a medicamentos y enfermedad.

– ¿Saben que estoy aquí?

– A Susanna se lo he dicho. A mi hermano no.

¿Cuántas cosas le habían ocultado y seguían ocultándole al pobre geólogo?

– Bueno, ¿qué quería decirme?

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