Andrea Camilleri - La Paciencia de la araña

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En esta octava entrega de la serie, Salvo Montalbano se encuentra postrado en cama, convaleciente de las heridas recibidas en su último caso. El comisario se siente confuso, el peso de los años lo abruma y una melancolía desgarradora lo lleva a cuestionarse cuál es el sentido último de la justicia y la «ley», a la cual él ha dedicado toda su carrera. En tal estado se encuentra Montalbano cuando se le informa del secuestro de la joven Susanna Mistretta, y si bien las pesquisas son asunto del comisario Minutolo, algo le hace saltar de la cama. Quizá sea la necesidad de probarse a sí mismo que aún conserva toda su capacidad de reacción, o tal vez las insólitas circunstancias del secuestro, dado que la familia de la joven había perdido toda su fortuna años atrás de forma repentina y misteriosa. Al final, ambos motivos resultan cruciales, pues ese nuevo distanciamiento, ese escepticismo, es lo que llevará al comisario a considerar aspectos de la investigación que cualquier otro pasaría por alto. En ese contexto tan nuevo como difícil de asimilar, la resolución del caso pondrá a prueba sus verdaderos valores, sus miedos y sus creencias. La paciencia de la araña es una insólita novela negra sin derramamiento de sangre y sin castigo para los culpables. La trágica destrucción de una vida, condenada a consumirse lentamente en el terrible dolor del desengaño y la traición, inspirará una venganza sutilmente perpetrada, como una gran telaraña de la cual resulta imposible escapar. Y a pesar de que la tristeza parece no querer abandonar a Montalbano, el breve y violento aguacero que cierra esta historia quizá sea un símbolo de esperanza de nuevos tiempos, más claros y luminosos.

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– ¿Entonces?

– Hay un problema.

– ¿Cuál?

– Que el ingeniero no recurrió a los bancos.

– Ah, ¿no? Pues ¿a quién?

– Mi cliente se ha comprometido a no facilitar el nombre de quienes generosamente se prestaron a socorrerlo en un momento tan delicado. Resumiendo, no existen documentos escritos.

¿De qué sucia y repugnante cloaca provendría la mano que le había dado el dinero a Peruzzo?

– En ese caso me da la impresión de que la situación es desesperada.

– A mí también, comisario. Hasta el punto de que estoy preguntándome si mi asesoramiento sigue siendo útil al ingeniero.

O sea que hasta las ratas se preparaban para abandonar el barco.

La rueda de prensa empezó a las cinco y media en punto. Detrás de una mesa estaban sentados Minutolo, el juez, el jefe superior de policía y Lattes. La sala de la jefatura se encontraba abarrotada de periodistas, fotógrafos y cámaras de televisión. Nicolò Zito y Pippo Ragonese también estaban presentes, a la debida distancia el uno del otro. El primero en tomar la palabra fue el jefe superior de policía Bonetti-Alderighi, el cual consideró oportuno empezar por el principio, es decir, desde el momento en que se produjo el secuestro. Aclaró que aquella primera parte del relato se basaba en las declaraciones de la chica. Susanna Mistretta regresaba a casa en su ciclomotor por el camino habitual, cuando, en el cruce con el sendero de San Gerlando, a pocos metros de su casa, un vehículo se situó a su lado y la obligó a meterse en el sendero. Apenas había tenido tiempo de detenerse, todavía alterada y confundida por lo ocurrido, cuando bajaron del automóvil dos hombres con el rostro cubierto por pasamontañas. Uno de ellos la levantó en vilo y la arrojó al interior del coche.

Susanna estaba demasiado aturdida para reaccionar. El hombre le quitó el casco, le tapó la boca con una bola de algodón, la amordazó, le ató las manos a la espalda y la obligó a tumbarse a sus pies.

De una manera confusa, la chica oyó, antes de perder el sentido, que el hombre subía al coche, se sentaba al volante y se ponía en marcha. Era evidente que el segundo, aunque ésta era una hipótesis de los investigadores, se había encargado de retirar el ciclomotor de la carretera.

Susanna despertó en medio de una oscuridad absoluta. Seguía con la mordaza, pero le habían desatado las muñecas. Moviéndose en la oscuridad se dio cuenta de que se encontraba en el interior de una especie de estanque de cemento de más de tres metros de profundidad y de que en el suelo había un viejo colchón. Así pasó la noche, desesperada, no tanto por su situación personal cuanto por el recuerdo de su madre moribunda. Después se quedó dormida, hasta que alguien encendió una luz. Una lámpara de las que usan los mecánicos para iluminar los motores. Dos hombres encapuchados la observaban. Uno de ellos sacó una grabadora de bolsillo y el otro bajó utilizando una escala de mano. El de la grabadora dijo algo, el otro le quitó la mordaza a Susanna, que pidió socorro a gritos, y volvieron a amordazarla. Al poco rato regresaron. Uno bajó por la escalerilla, le quitó la mordaza y subió de nuevo. El otro le hizo una instantánea. No la amordazaron más. Para darle la comida, siempre enlatada, empleaban la escalera de mano, que echaban cada vez. En un rincón de la piscina había un balde. A partir de entonces le dejaron la luz constantemente encendida.

Susanna no sufrió malos tratos en ningún momento, pero no tuvo la menor posibilidad de cuidar de su higiene personal. Y nunca oyó hablar entre sí a sus secuestradores, quienes jamás respondieron a sus preguntas ni le dirigieron la palabra. Ni siquiera cuando la sacaron de la piscina para ponerla en libertad. Susanna supo indicar a los investigadores el lugar donde la habían liberado. En efecto, allí encontraron la cuerda y el pañuelo con que la habían amordazado. En resumen, el jefe superior de policía dijo que la joven estaba bastante bien, teniendo en cuenta la terrible experiencia sufrida.

A continuación, Lattes señaló a un periodista, que se levantó y preguntó por qué no se podía entrevistar a la chica.

– Porque las investigaciones aún no han terminado -contestó el juez.

– Pero ¿el rescate se ha pagado o no? -preguntó Nicolò Zito.

– Eso forma parte del secreto del sumario -contestó una vez más el juez.

En ese momento se levantó Pippo Ragonese. Su boca de culo de gallina estaba apretadísima, hasta el punto de que las palabras le salían casi roídas:

– A est respect teng qu hacer no un prgunt sino una declarac…

– Más claro, más claro -dijo el coro griego de periodistas.

– Tengo que hacer una declaración, no una pregunta. Poco antes de venir aquí hemos recibido una llamada en nuestra redacción. He hablado yo en persona y he reconocido la voz del secuestrador que ya me había llamado. Ha declarado textualmente que el rescate no ha sido pagado, que quien tenía que pagar los ha engañado, pero que aun así han decidido soltar a la chica porque no se han sentido con ánimos para cargar con un cadáver en su conciencia.

Estalló un guirigay. Gente que se levantaba gesticulando, gente que salía corriendo, el juez que despotricaba contra Ragonese. El barullo era tal que no se entendía ni una sola palabra. Montalbano apagó el televisor y fue a sentarse a la galería.

Livia regresó una hora después y lo encontró contemplando el mar. No parecía en absoluto enfadada.

– ¿Adonde has ido?

– A despedirme de Beba y después me he pasado por Kolymbetra. Prométeme que cualquier día de éstos irás. ¿Y tú? Ni siquiera me has llamado para decirme que no venías a comer.

– Perdóname, Livia, pero es que…

– No te disculpes, no me apetece discutir contigo. Son las últimas horas que pasamos juntos y no tengo intención de estropearlas.

Dio unas cuantas vueltas por la casa y después hizo algo que hacía muy pocas veces. Se sentó sobre las rodillas del comisario y lo estrechó entre sus brazos. Permaneció un buen rato así, en silencio, y después le susurró al oído:

– ¿Vamos dentro?

Antes de ir al dormitorio, Montalbano desconectó el teléfono, por si acaso.

Tumbados y abrazados en la cama se les pasó la hora de la cena. Y también la de la tertulia de después.

– Me alegro de que el secuestro de Susanna se haya resuelto antes de mi partida -dijo Livia.

– Ya.

Durante unas horas se había olvidado de todo, y le agradeció instintivamente a Livia que se lo hubiera recordado. ¿Por qué? No supo explicárselo.

Comieron sin apenas decir nada. A ambos les dolía la separación.

Livia se levantó y fue a terminar de preparar la maleta. Montalbano la oyó preguntar desde el pasillo:

– Salvo, ¿has cogido tú el libro que estaba leyendo?

– No.

Era una novela de Simenon, La prometida del señor Hire.

Livia fue a sentarse a su lado en la galería.

– No lo encuentro. Me gustaría llevármelo para terminarlo.

Al comisario se le ocurrió dónde podía estar. Se levantó.

– ¿Adonde vas?

– Vuelvo enseguida.

El libro estaba donde él pensaba: en el dormitorio, entre la mesita de noche y la pata de la cama. Se agachó, lo recogió, lo depositó sobre la maleta ya cerrada y regresó a la galería.

– Ya lo he encontrado -dijo. E hizo ademán de volver a sentarse.

– ¿Dónde? -preguntó Livia.

Él se quedó paralizado, como fulminado por un rayo, con un pie ligeramente levantado y el cuerpo inclinado hacia delante. Como en un repentino ataque de cervicales. Estaba tan inmóvil que ella se asustó.

– Salvo, ¿qué te ocurre?

No podía hacer el menor movimiento, las piernas se le habían vuelto de plomo; sin embargo, el cerebro estaba en plena actividad, todos sus engranajes giraban con soltura, alegrándose de poder moverse finalmente en la dirección apropiada.

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