Andrea Camilleri - La Paciencia de la araña

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En esta octava entrega de la serie, Salvo Montalbano se encuentra postrado en cama, convaleciente de las heridas recibidas en su último caso. El comisario se siente confuso, el peso de los años lo abruma y una melancolía desgarradora lo lleva a cuestionarse cuál es el sentido último de la justicia y la «ley», a la cual él ha dedicado toda su carrera. En tal estado se encuentra Montalbano cuando se le informa del secuestro de la joven Susanna Mistretta, y si bien las pesquisas son asunto del comisario Minutolo, algo le hace saltar de la cama. Quizá sea la necesidad de probarse a sí mismo que aún conserva toda su capacidad de reacción, o tal vez las insólitas circunstancias del secuestro, dado que la familia de la joven había perdido toda su fortuna años atrás de forma repentina y misteriosa. Al final, ambos motivos resultan cruciales, pues ese nuevo distanciamiento, ese escepticismo, es lo que llevará al comisario a considerar aspectos de la investigación que cualquier otro pasaría por alto. En ese contexto tan nuevo como difícil de asimilar, la resolución del caso pondrá a prueba sus verdaderos valores, sus miedos y sus creencias. La paciencia de la araña es una insólita novela negra sin derramamiento de sangre y sin castigo para los culpables. La trágica destrucción de una vida, condenada a consumirse lentamente en el terrible dolor del desengaño y la traición, inspirará una venganza sutilmente perpetrada, como una gran telaraña de la cual resulta imposible escapar. Y a pesar de que la tristeza parece no querer abandonar a Montalbano, el breve y violento aguacero que cierra esta historia quizá sea un símbolo de esperanza de nuevos tiempos, más claros y luminosos.

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– Sí, pero…

– ¡Qué alegría! Yo soy Michele Zarco. -Pronunció su nombre y apellido con el tono de alguien que es universalmente conocido. Y puesto que el comisario siguió mirándolo sin decir ni pío, aclaró-: Soy el primo de Catarella.

Michele Zarco, aparejador y teniente de alcalde de Brancato, fue su salvación. En primer lugar lo llevó a su casa para comer sin cumplidos, es decir, lo que hubiera, nada especial, tal como dijo. La señora Angila Zarco, rubia hasta la extenuación y parca en palabras, sirvió unos nada despreciables canelones en salsa, seguidos de conejo agridulce de la víspera, plato harto difícil de preparar, pues todo se basa en la exacta proporción entre vinagre y miel y en la adecuada amalgama entre los trozos de conejo y la caponata (fritura de berenjenas, apio, alcaparras y tomates), dentro de la cual tiene que cocer la carne. La señora Zarco lo había hecho muy bien y, para acabar de redondearlo, le había espolvoreado una picadura de almendras tostadas. Además, es bien sabido que el conejo agridulce recién hecho es una cosa, pero si se come al día siguiente es algo muy distinto, pues gana mucho en sabor y aroma. En resumen, Montalbano se chupó los dedos.

En segundo lugar, el teniente de alcalde Zarco le propuso una visita a Brancato de Arriba, aunque sólo fuera para digerir la comida. Como es natural, utilizaron el coche de Zarco. Tras haber recorrido una carretera llena de curvas y más curvas que semejaba la radiografía de un intestino, se detuvieron en el centro de un grupo de casas que habría hecho las delicias de un escenógrafo del cine expresionista. No había ni una sola derecha; todas se inclinaban a un lado o a otro, componiendo ángulos tales que la torre de Pisa a su lado habría parecido perfectamente vertical. Las tres o cuatro que había en la ladera de la colina se proyectaban horizontalmente hacia fuera; a lo mejor tenían ventosas escondidas en los cimientos. Dos ancianos iban conversando en voz alta, pues caminaban con el cuerpo doblado, el uno a la derecha y el otro a la izquierda, tal vez condicionados por la distinta inclinación de las casas en que vivían.

– ¿Volvemos a casa a tomar un café? Mi mujer lo hace muy bueno -propuso el aparejador Zarco cuando vio que Montalbano también empezaba a caminar torcido, contagiado por el ambiente.

Cuando la señora Angila les abrió la puerta, al comisario se le antojó estar viendo el retrato de una mujer dibujado por un niño: casi albina y con trenzas, tenía los pómulos arrebolados y parecía alterada.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó su marido.

– Acaban de decir en la televisión que la chica ha sido liberada, pero que el rescate no se ha pagado.

– ¿Cómo? -preguntó el aparejador, mirando a Montalbano, que se encogió de hombros y extendió los brazos dando a entender que no sabía nada.

– Sí, señor -añadió la mujer-. Han dicho que la policía ha encontrado la bolsa del ingeniero, pero que dentro había papel de diario. Entonces el periodista se ha preguntado cómo es posible que hayan soltado a la chica y por qué. En cualquier caso está claro que el muy asqueroso de su tío ha estado a punto de dejar que la mataran.

Ya no era Antonio Peruzzo. Ya no era el ingeniero, sino el «muy asqueroso», la mierda innombrable, el detrito de las cloacas. Si el ingeniero había querido jugar con los secuestradores, había perdido la partida. Aunque la chica estuviese libre, él ya era prisionero para siempre del desprecio absoluto de la gente.

Decidió ir a Marinella para ver tranquilamente la rueda de prensa en la televisión. Al acercarse al paso elevado circuló con precaución por si quedaba algún rezagado. No había nadie, pero sí abundantes señales de la horda de policías, periodistas, fotógrafos y cámaras de televisión que había pasado por allí: latas de cocacola vacías, botellas de cerveza rotas, paquetes de tabaco estrujados. Un vertedero de basura. Habían roto incluso la losa que tapaba el pocito.

Mientras abría la puerta de la casa, cayó en la cuenta de que no había llamado a Livia para avisarla de que no regresaría a tiempo para el almuerzo. La discusión sería inevitable, y no tenía ninguna excusa. Pero la casa estaba desierta. Cuando entró en el dormitorio, vio la maleta de Livia a medio hacer y recordó de golpe que a la mañana siguiente ella volvía a Boccadasse; los días de vacaciones que había cogido para estar a su lado en el hospital y en su primera convalecencia habían terminado. Experimentó un repentino sobrecogimiento que lo pilló, como siempre, a traición. Menos mal que ella no estaba y podría desahogarse a sus anchas. Y lo hizo. Después se lavó la cara, se acomodó en la silla junto al teléfono y consultó la guía. Luna tenía dos números, el de su domicilio particular y el del despacho. Marcó este último.

– Despacho del abogado Luna -dijo una voz femenina.

– Soy el comisario Montalbano. ¿Está el abogado?

– Sí, pero se encuentra reunido. Probaré a ver si me contesta.

Ruidos varios, musiquilla grabada.

– Mi queridísimo amigo. En este instante no puedo hablar con usted. ¿Está en su despacho?

– No, en mi casa. ¿Quiere el número?

– Sí.

Montalbano se lo dio.

– Lo llamo dentro de diez minutos.

El comisario observó que, durante la breve conversación, Luna no lo había llamado en ningún momento por su nombre ni por su cargo. ¡A saber con qué clientes se encontraba reunido! ¿Se habrían asustado al oír la palabra «comisario»?

Transcurrió media hora antes de que el teléfono volviera a sonar.

– ¿Dottor Montalbano? Disculpe el retraso, pero estaba con unas personas y he pensado que sería mejor llamarlo desde un teléfono seguro.

– ¿Está insinuando que los de su despacho están pinchados?

– No estoy muy seguro, con los tiempos que corren… ¿Qué quería decirme?

– Nada que usted no sepa ya.

– ¿Se refiere al hallazgo de la bolsa con los recortes de periódico?

– En efecto. Como usted comprenderá, eso dificulta enormemente la tarea de restauración de la imagen del ingeniero que usted me había pedido.

Silencio, como si la línea se hubiera cortado.

– ¿Oiga? -dijo Montalbano.

– Estoy aquí. Comisario, contésteme con toda sinceridad: ¿cree usted que si yo hubiera sabido que en el interior de aquel pozo había una bolsa con recortes de periódico, se lo habría dicho a usted y al dottor Minutolo?

– No.

– Mire, nada más conocer la noticia, mi cliente me ha llamado. Estaba llorando. Es consciente de que ese descubrimiento significa atarle un bloque de cemento en los pies y arrojarlo al agua. Comisario, esa bolsa no es suya. El había metido el dinero en una maleta.

– ¿Puede demostrarlo?

– No.

– ¿Y cómo explica él que en el lugar se haya encontrado una bolsa?

– No se lo explica.

– ¿El había depositado el dinero en una maleta?

– Así es. Sesenta y dos fajos de cien billetes de quinientos, lo que suma tres millones cien mil euros, equivalentes a algo más de seis mil millones de las antiguas liras.

– ¿Y usted lo cree?

– Comisario, yo tengo que creer a mi cliente. Pero el problema no es que yo lo crea o no, sino que lo crea la gente.

– Hay una manera de probar si su cliente dice la verdad.

– ¿Sí? ¿Cuál?

– Muy fácil. Como usted mismo ha dicho, el ingeniero habrá tenido que reunir en muy poco tiempo el dinero para el rescate. Por consiguiente, deben existir documentos bancarios con sus correspondientes fechas que atestigüen su retirada. Bastará con que los dé a conocer públicamente para demostrar a todo el mundo su buena fe.

Profundo silencio.

– ¿Me ha oído, abogado?

– Sí. Es la misma solución que yo le he sugerido.

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