Vieron que Franklin levantaba la tapa del maletero lentamente, aguantándola, dejándola subir un poco más, notando la tensión del mecanismo. Cuando la abertura fue de unos veinte centímetros, metió el brazo hasta el hombro, su cara quedó apretada contra el metal de color crema, y empezó a tantear sin ver, trabajando con los dedos. Luego empezó a estirarse, poniéndose de pie, y levantó la tapa con el hombro al levantarse. Se volvió para enseñarles lo que tenía en la mano, una granada con un trozo de percha estirado y atado a la anilla.
– Mk-dos -dijo Franklin-. Las llaman «pifias». -Miró a Jack, le ofreció la granada y sonrió-. ¿No la quieres? Bueno.
Se la metió en el bolsillo.
– Eres bromista, ¿eh, Franklin? -dijo Jack.
No sabía qué más decir, con aquel tipo delante con una granada en su bolsillo; aquel individuo podía haber dejado que Lucy volara. Eso es lo que ella le estaba diciendo:
– ¿Por qué me has detenido?
Franklin, manteniendo un resto de su sonrisa, agitó la cabeza, mientras Jack seguía mirándole. El tipo tampoco sabía qué decir. Se volvió hacia el maletero abierto para levantar del todo la tapa. Lucy miró y llamó a Jack. Éste se acercó y vio dos maletas de aluminio dentro del maletero.
Roy salió del ascensor y se quedó en el rellano, mirando hacia la 501. Miró con atención, pero la maldita puerta no le decía absolutamente nada. Así que se metió por el pasillo que daba al otro lado del patio, llegó a la 509 y oyó sonar el teléfono. Entonces le costó hacer girar la maldita llave. Dentro, el teléfono seguía sonando. Roy golpeó la puerta con el dorso de la mano, le dio patadas, estiró el pomo hacia sí al hacer girar la llave y la puerta cedió y se abrió. La dejó sin cerrar, se acercó a la mesilla de noche y cogió el teléfono.
– ¿Quién es?
Se oyó la voz de Cullen:
– ¿Roy? Soy yo. Todavía estáis ahí, ¿eh?
– Creo que sí -contesto Roy-. Déjame que lo mire… Sí, todavía estamos aquí.
Apartó el teléfono de la mesilla, hasta donde se lo permitió el cable, para poder mirar por la puerta hacia el ascensor.
– ¿Todavía no ha pasado nada?
– Qué va, estamos aquí, pelando la pava, Cully. Supongo que lo mismo que tú, ¿no, Cully? ¿Cómo está la encantadora Darla?
– Mejor que nunca.
– Lávate bien después, ¿me oyes?
– Estaba pensando -dijo Cullen- que tendría que preguntarle a un médico si le parece…
Roy vio aparecer a la sirvienta al otro lado del pasillo, con su carretilla cargada de toallas.
– … que a lo mejor, si me meto en alguna actividad que me ponga muy nervioso, de esas que te ponen el culo pequeño, ¿sabes?, si a lo mejor… nunca se sabe lo que puede pasar.
La sirvienta se arrastraba hacia el ascensor, como si fuera una serpiente. Volvió la cabeza, mirando hacia la 501. Se quedó parada, esperando.
– ¿Entiendes lo que quiero decir, Roy? Estoy seguro de que el médico me diría que no tengo que hacerlo, a mi edad. Sobre todo, teniendo en cuenta que ya no soy el que era. Claro, pero tampoco quiero abandonaros… ¿Roy?
– Si has de morir, Cully, también podrías hacerlo aquí.
Colgó el teléfono, sin dejar de mirar a la sirvienta, lo dejó al pie de la cama y salió de la habitación.
Una de las maletas de aluminio estaba en el suelo, junto al bar del salón de la casa de la madre de Lucy. Jack tocó el pulido metal. Cogió su bebida, el tercer vodka desde que había llegado con Lucy. Los dos primeros se los había tomado mientras Lucy contaba el dinero y ambos discutían, de pie, hasta llegar a un acuerdo. En aquel momento estaba solo en la habitación. Muy probablemente por última vez.
Había dejado su coche en el garaje, para Roy. Luego, se dijo a sí mismo que era un mal momento para arrepentirse; pero se dio cuenta de que no importaba. Roy llegaría pronto, tanto si cogía el coche como si venía en tranvía.
Habían abierto las dos maletas de aluminio dentro del maletero del coche nuevo del coronel. En ambas, un chaleco cubría las sacas de dinero; chalecos de un material grueso, de varias capas. A Franklin le pareció que eran los chalecos militares, a prueba de balas, que usaban algunos de la contra. Jack recordó que había tenido ganas de irse de allí. Tenía la sensación de estar esperando que apareciese el coronel. Deseaba saber qué hacían allí Franklin y Lucy hablando, y luego, cuando Franklin sacó una de las maletas y se la dio a ella, se dio cuenta de que habían hecho un trato. Era algo entre ellos dos y nadie más: la mitad para los misquitos y la otra mitad para los leprosos. Jack se preguntó si tenía sentido. Después de aquello, seguía preguntándose quiénes eran los buenos y quiénes los malos.
Antes de que Lucy apareciese en la puerta, Jack oyó sus pasos sobre la madera del suelo.
– Ha llegado Roy.
Ella se dio la vuelta, y Jack volvió a oír sus pasos, debilitándose progresivamente.
La casa estaba en silencio. Se quedó escuchando. Ella no volvió inmediatamente. Probablemente, al entrar Roy habría preguntado qué había pasado, y ella se lo estaría explicando. O tal vez mientras caminaban por el pasillo, Roy habría escuchado, se habría parado… Jack sirvió un whisky y se fue con él hacia la puerta. Para dárselo a Roy en cuanto entrase, para quitarle el genio -si aparecía con aquella mirada mortal en los ojos-. Era una de esas situaciones en las que Jack, si no sabía qué hacer, buscaba algo que le sirviese. Su pistola estaba sobre el bar. Si le amenazaba con ella, Roy lo encontraría gracioso. Había un candelabro de bronce en la mesa del teléfono que parecía interesante… Oyó sus pasos en el pasillo, y luego la voz de Roy:
– ¿Qué?
Sólo una palabra. No cabía la menor duda: Lucy se lo estaba contando… Venían hablando mientras se acercaban a la habitación. Jack intentó darle el whisky.
Roy lo apartó de un golpe.
– ¿Has dejado que ese indio negro se llevara la mitad de la pasta?
En sus ojos había aquella expresión mortal.
Jack dejó el vaso en la mesa del teléfono, con la mano y parte de la manga de su camisa mojadas.
– Ha sido al revés, Roy. Ha sido Franklin quien le ha dado la mitad a Lucy. La tenía él.
Roy se dirigió hacia la maleta que había en el suelo.
– ¿Que la tenía él? ¿Qué significa eso? También la tenían los tipos de la habitación, ¿y sabes lo que les ha hecho el negro? ¿Te lo ha dicho? Les disparó, tío. Dos veces, en el pecho.
– ¿Franklin? -preguntó Jack.
– Tu amiguito, con el cual tuviste una larga conversación, te iba a hacer un gran favor. Subir y coger las llaves. Efectivamente, cogió las llaves, y se los cargó. ¿Y tú le has dejado que se largue con un millón de pavos? Un jodido indio que nunca ha tenido ni para zapatos. Joder, Jack, ¿en qué pensabas?
– No nos ha dicho… -empezó Lucy.
Roy la miró.
– ¿Si lo hubieras sabido se lo hubieras dado todo? Me gustaría saber cómo pensáis. Se ha ido, ¿no? Joder, si hasta se ha llevado el coche del tipo, y vosotros os habéis quedado mirando. -Se volvió hacia la maleta y siguió hablando-. Entonces, ¿cuánto nos queda? Supongo que me vas a decir que ella se queda con la mitad… -Abrió la maleta y se quedó mirando los montones de billetes-. ¿Cuánto hay, un millón justo?
– Un millón cien mil -dijo Lucy. Fue a coger su bolso, que estaba en el sofá, y sacó un paquete de cigarrillos.
Roy miró a Jack, detrás de ella, y preguntó:
– ¿Nos lo vamos a partir tú y yo, o hacemos tres partes? Cullen que se joda, no ha hecho nada.
– Tal como han salido las cosas -dijo Jack-, tú y yo tampoco hemos hecho demasiado. Ya te lo he dicho: Franklin le ha dado el dinero a Lucy. Yo estaba allí. Lo he visto. No me lo ha dado a mí, ni ha dicho: «Toma, esto es para Roy.» Qué va, se lo ha dado a Lucy. Ella pensaba que nosotros teníamos que quedarnos algo, pero yo la he convencido de lo contrario. Que se lo lleve a Nicaragua porque, de todas formas, de eso se trataba.
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