Elmore Leonard - Bandidos

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En Nueva Orleans, una fundación de ayuda a la `contra` nicaragüense guarda todo el dinero recaudado con la bendición de Reagan entre los magnates y empresarios norteamericanos. El coronel Dagoberto Godoy y su siniestro guardaespaldas, Franklin de Dios, son los encargados de recoger el dinero y de organizar el embarque clandestino, de las armas destinadas a la guerrilla antisandinista. La CIA sigue con atención los acontecimientos, pero nadie puede sospechar que se ha formado entre tanto un singular grupo de bandidos dispuestos a dar un golpe magistral. Aunque parezca una locura, Lucy Nichols, que había sido monja en una leprosería de Nicaragua, Jack Delaney, ex presidiario, y Roy Hicks, que fue expulsado de la policía acusado de soborno, tienen un plan infalible para hacerse con el botín.

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El tipo sólo llevaba una pequeña bolsa de vuelo.

Jack pensó salir del coche, llamarle y decirle adiós con un gesto. Rápido, justo cuando fuera a entrar en el autobús. O también podía llevar a Franklin hasta la terminal, desearle un buen viaje… aunque eso ya lo había hecho. «No -pensó-, déjalo en paz.»

Y luego pensó: «Pero ¿qué hace?»

Porque Franklin estaba saliendo del aparcamiento en dirección a él. Franklin con su traje negro, cargado con su bolsa marrón de vuelo, se acercó a la carretera, llegó al coche, se inclinó para asomar la cabeza por la ventanilla, con sus pómulos sobresalientes y su cabello alisado. ¡Por Dios, sonriendo!

– ¿Qué tal? ¿Vas a volver?

Jack tuvo que asentir.

– Tal vez podrías llevarme.

– No sé si el barco va a Honduras o a Costa Rica -dijo Franklin-. No se lo he oído a Wally Scales, ni a ese otro tipo. ¿Cómo se llama? Ese que vive en la ciudad de donde sale el barco.

– ¿Alvin Cromwell?

– Sí, por supuesto lo sabías. Sí, Alvin. Podría ir a Costa Rica. Nuestro líder, Brooklyn Rivera, está allí. Me apetece verlo, pero prefiero ir directamente a Honduras.

– ¿Por qué, Franklin?

– Para poder volver a Nicaragua con mis amigos y ver a la gente que conocemos allí.

– De visita, ¿eh?

– Viven en un campo de concentración en la provincia de Jinotega, un sitio llamado Kusu de Bocay.

– Jinotega…

– A lo mejor los podemos sacar de allí… Ayudarles para que tengan casas nuevas y arroz y judías para comer.

Estaban en la autopista del aeropuerto, de vuelta hacia Nueva Orleans. Jack dijo:

– ¿Te acuerdas de aquella mujer de Carville, la que iba conmigo en el coche? Se llama Lucy Nichols.

– Sí, he oído mencionar ese nombre al coronel Godoy.

– Trabajó en un hospital de leprosos cerca de Jinotega, la ciudad.

– La ciudad de Jinotega, creo que está lejos de Kusu de Bocay.

– El coronel fue al hospital, mató a los leprosos y lo incendió.

– Lo creo.

– Lucy quiere reconstruir el hospital.

– Sí, eso es bueno.

– Es una buena mujer.

Franklin no dijo nada y condujeron en silencio durante algo más de un kilómetro. Jack iba pensativo.

– Yo estaba seguro de que ibas a coger el avión. Pero sólo has ido a devolver el coche, ¿eh?

– Me han llamado y me han dicho que lo devuelva. Está bien, tengo tiempo.

– Pero ahora tienes que ir a Gulfport.

Franklin no dijo nada y Jack pensó, en lo que hacía a su encuentro con Wally Scales, que mantendría cerrada la boca si el tipo no hacía ninguna pregunta directa.

– ¿Sabes cómo ir hasta allí?

– Sí, lo sé.

Vaya, cómo costaba.

– ¿Vas a coger un coche de línea?

– No, un coche de línea no.

– Pero vas a coger el barco.

– Sí, claro. Para irme a casa.

– Pero el coronel Godoy y Crispín, ahora ya estarás convencido, no van a coger el barco.

– Sí, lo sé. Es lo que tú y Wally Scales me habíais dicho.

Jack tuvo que pensar. Si se suponía que sabía tantas cosas, debía tener cuidado con lo que preguntaba. Llegaron a la avenida Tulane y siguieron hasta la calle Rampart.

– Bueno, me alegra que todo te esté saliendo bien, Franklin.

– Sí, creo que sí.

– Yo pensaba que te ibas.

– Enseguida.

– Te he seguido hasta el aeropuerto.

– Ya lo sé. Ha sido muy amable por tu parte.

– Quería despedirme de ti. Y a lo mejor, tomar una taza de café. Eh, ¿te encuentras bien, después de todo el vodka que bebimos ayer?

– Sí, bien.

Jack giró por Rampart hacia Conti, la entrada al Quarter, hacia el río.

– Ya casi hemos llegado. ¿Dónde te dejo?

– Donde quieras. Tengo que volver al hotel.

«Oh, mierda.» Jack esperó un momento.

– No estoy seguro que eso sea una buena idea, Franklin. -Y luego empezó a pensar que, de hecho, podía ser una idea excelente-. ¿Para qué quieres volver a verlos?

– Tengo que decirles que lo dejo, y despedirme.

– No les digas que te vas en el barco… Yo de ti no lo mencionaría.

– No, les diré que lo dejo y me despediré.

– A lo mejor están durmiendo.

– No, me han llamado. Crispín.

– Se han quedado toda la noche -dijo Jack-. Han hecho subir a unas mujeres para una fiesta.

– Ah, ¿lo sabías?

– Eh, Franklin, sé hasta lo que todavía no han hecho -Franklin le miraba, sonriendo. Llevaba un diente de oro-. Te lo dije como un favor especial, aunque no debería haberlo hecho. Pero está bien, somos amigos, ¿no?

– Sí, amigos.

– Escucha, cuando subas a la habitación estarán recogiendo. Supongo. O tal vez estén vomitando en el lavabo después de su gran noche, ¿eh? -Eso le valió una sonrisa-. Escucha, mientras estés allí, si ellos no te miran, podrías hacerme un favor a cambio.

– Ya ha vuelto -dijo Lucy, y se quedó viendo entrar en el garaje el Scirocco de Jack por la entrada de la calle Conti, circular por delante de la hilera de coches donde estaba aparcado el de Lucy y detenerse.

Desde detrás de ella, Roy dijo:

– ¿Quién es ese que va con él? Joder, se ha traído al tipo de vuelta.

Lucy vio que Franklin salía del Scirocco y se iba andando hacia la salida de la calle Bienville con su bolsa de viaje. Luego salió Jack y se quedó junto al coche, con la puerta abierta.

– Anoche tuvieron una larga conversación.

– ¿Quién?

– Jack y Franklin.

– ¿Sobre qué?

Jack le estaba diciendo algo a Franklin. Lucy vio que Franklin miraba hacia atrás y saludaba con la mano. Luego salió a la calle por la rampa y Jack se quedó mirándolos, por encima de su propio coche.

– ¿Sobre qué tuvieron una larga conversación?

Vio que Jack cerraba la puerta de su coche y se acercaba a ellos rodeándolo por detrás, sin prisa y con una expresión que era buena señal, animado, casi ansioso. Mientras tanto, Roy, muy cerca de ella, gritó:

– ¿Quieres venir de una vez, por el amor de Dios?

Jack miró a Roy, pero no estaba dispuesto a que le presionaran. Lucy se volvió hacia él cuando se inclinó y asomó la cabeza por la ventanilla, junto a ella.

– Es posible que lo tengamos hecho -dijo, y luego miró a Roy-. Si vas al hotel, quédate en el patio. Cuando baje Franklin, vigila al coronel. Si sale volando de la habitación, deténlo. Suéltale un poco de mierda oficial durante unos minutos. Si es que sale. A lo mejor no.

– ¿Puedo preguntarte por qué tengo que hacer eso, Jack?

– Porque eres nuestro héroe, Roy, y el coronel no lo sabe.

– ¿Y tú qué vas a hacer, si es que haces algo?

– Echarle un vistazo a su coche. Franklin ha ido a ver si puede traernos las llaves.

26

Franklin salió del ascensor, con su bolsa de viaje, se encaró hacia la 501, inmediatamente a la izquierda, y llamó a la puerta. Esperó, volvió a llamar, esperó y volvió a llamar. No se oía ningún ruido dentro. Pero estaban allí, o tal vez abajo, en el comedor, o en algún otro sitio, porque el coche seguía en el garaje. Se volvió y vio a una negra delgada vestida con un uniforme de la limpieza que le colgaba, sin forma, con las manos apoyadas en una carretilla llena de toallas y sábanas, un cubo de plástico y varias botellas de detergente. Franklin le dijo:

– Déjame que te pregunte, madre, ¿les has visto salir por aquí?

La mujer se quedó ladeada, mirándole como si en realidad no le estuviera mirando, con la cabeza sólo un poco girada.

– Trabajo para ellos -explicó Franklin-. Pero lo voy a dejar y quiero decírselo.

La mujer se apartó de la carretilla para mirarle directamente. Tenía en la mejilla algo que Franklin pensó que sería rapé o tabaco.

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