Bandits, 1987
A Joan, Jane, Peter y Julie,
Christopher, Bill y Katy,
Joan, Beth y Bobi, Shannon,
Megan, Tim, Alex y Joan.
Cada vez que les llamaban de la leprosería para que fuesen a recoger un cadáver, Jack Delaney se sentía como si tuviese, de pronto, gripe o algo así. Leo Mullen, su jefe, se decidió finalmente a advertírselo:
– ¿Te das cuenta? Llaman, generalmente una de las hermanas, y un rato después pones voz de quejica y dices: «Oh, tío, no sé qué me pasa, estoy un poco chungo.»
– ¿Chungo? No he usado la palabra chungo en mi vida. ¿Cuándo fue la última vez? Quiero decir, la última vez que llamaron. Espera un momento. ¿Cuántas veces habrán llamado desde que estoy aquí? ¿Dos?
Leo Mullen apartó su mirada del cuerpo que yacía en la mesa de preparación.
– ¿Quieres que te lo diga exactamente? Es la cuarta vez que te he pedido que vayas en los casi tres últimos años.
Leo llevaba guantes de látex y un delantal de plástico desechable por encima de su conjunto de camisa, corbata y chaleco.
Jack Delaney estaba de pie junto a la doble puerta de entrada a la habitación embaldosada, a unos dos metros de la cabecera de la mesa de porcelana -ligeramente inclinada hacia un fregadero- sobre la cual Leo preparaba un cadáver. Parecía un hombre pequeño, calvo, pero con mucho pelo en el cuerpo. El pobre individuo, que yacía con sus pies dirigidos el uno hacia el otro, tenía una etiqueta enganchada en el dedo gordo del izquierdo. Cuando entraba allí, Jack nunca miraba directamente al cadáver. Echaba sólo rápidos vistazos para protegerse de los que pudieran afectarle, los muertos en accidente, imágenes que podían quedar grabadas en su mente para siempre. Aquél no parecía de ésos. Jack miró. «Oh, mierda.» Apartó la mirada. Aquel tipo debía de haber muerto en un accidente de coche. No era calvo, sino que había perdido todo el pelo de la frente, se le habían formado entradas de repente, por culpa del parabrisas de un coche. Jack se pasó una mano por su propia cabellera. La apartó antes de que Leo se diera cuenta y le dijese que tenía que cortarse el pelo. Se quedó mirando a Leo, que estaba insuflando Dis-Spray, un desinfectante, por todos los agujeros del fulano, la nariz, la boca, las orejas, todos sus negros agujeros.
– Creo recordar -dijo Leo- que las tres veces que han llamado, hasta hoy, te ha atacado algún tipo de bacilo durante veinticuatro horas. Eso es todo lo que digo. ¿Tengo razón o no?
– Ya he estado en Carville. Cuando trabajaba para Rivés, subíamos allí una o dos veces al año para afinar el órgano. Uno de ellos, generalmente Uncle Brother, se ponía al teclado a tocar unas notas. Y me subía a la plataforma de los tubos, por aquella escalera que se tambaleaba, y hacía los ajustes en las mangas. Era yo quien tenía oído.
Parecía como si Leo estuviese afinando el órgano del tipo de la mesa de preparación, levantando sus partes íntimas para poder desinfectarlo a fondo, mientras Jack miraba y pensaba que seguramente algún día aquel hombre estuvo orgulloso de su paquete. Un fulano pequeño, pero potente.
– ¿Acaso he dicho que estuviera enfermo, o que no me encontrase demasiado bien? -preguntó Jack.
– No. Todavía no. Acaban de llamar. -Cogió una manguera que estaba conectada al fregadero y abrió el grifo-. Aguántame esto, ¿quieres?
– No puedo -le contestó Jack-. No tengo licencia.
– No te denunciaré. Venga, sólo tienes que enjuagar la mesa. Pásale la manguera desde la incisión.
Jack se inclinó para coger la manguera sin mirar el cadáver.
– Hay otras muchas cosas que preferiría hacer antes que manosear el cadáver de un muerto de lepra.
– Enfermedad de Hansen -puntualizó Leo-. De eso no se muere, mueren por otras cosas.
– Si no recuerdo mal, la última vez que nos llamaron de Carville hiciste que recogiera el cadáver una compañía de transportes.
– Porque tenía ya tres cuerpos aquí, dos de ellos en esta misma habitación, y tú quejándote de lo chungo que te encontrabas.
– ¡Y una mierda! Tienes tan pocas ganas como yo de tocar a un leproso muerto.
Jack Delaney podía hablar así a su jefe porque eran bastante amigos, porque era su cuñado -estaba casado con su hermana Raejeanne- y porque la madre de Jack vivía con ellos parte del año, los cuatro o cinco meses que pasaban al otro lado del lago, en Bay St. Louis, en Misisipí.
Leo era el último representante de Mullen e Hijos, Funeraria. Era el nieto cincuentón del fundador, había trabajado para su padre y para un tío, y ahora era el dueño, el final de la rama familiar. Dentro de diez años vendería el negocio y se retiraría a la bahía, a tender redes para capturar cangrejos y leer novelas históricas. Hasta entonces parecería triste, ofrecería palabras de consuelo, dirigiría rosarios si hiciera falta y nunca se escaparía a tomarse una copa en el piso de arriba mientras no se hubiesen retirado los familiares. Hubo clientes que creyeron que era el tío de Jack. En una ocasión, en el Mandina, Jack le había dicho a Leo:
– Nunca tendrías que haberte dedicado al negocio de las pompas fúnebres.
– Y tú que lo digas -había contestado Leo.
Jack Delaney tenía ya cuarenta años, pero parecía más joven. Su madre decía siempre que era su chico bueno, o su niño guapo. Nunca mencionaba Angola, la penitenciaría del estado de Louisiana donde su niño había cumplido treinta y cinco meses de condena, trabajando en los campos de algodón y soja y rastrillando la maleza. Jack le había dicho a su mami que había traído con él lodo del Misisipí al salir. Su mami tenía siete fotos suyas enmarcadas, algunas de cuando hizo de modelo para la Maison Blanche. Tenía también una foto de Raejeanne, la orla del día de su graduación en la Dominican. A las chicas les encantaba el cabello alborotado de Jack, su enjuta constitución y su sonrisa de buen chico. Exclamaban «¡Oh guau!» cuando les contaba que había sido modelo, principalmente de ropa deportiva. Y decían «Oh, Dios mío», si les contaba que había estado en la cárcel. Arrugaban la nariz, pensando qué habría hecho aquel tipo tan mono para que lo enviaran a la cárcel. Él les decía que era una historia muy larga, pero que, bueno, en otro tiempo había sido ladrón de joyas. Ellas se empeñaban en conocer la historia y él les refería en voz baja las situaciones más escabrosas, pues había aprendido que a algunas chicas les excitaban los ex presidiarios decentes.
Cuando estuvo en la prisión de seguridad media de Angola, quien más hizo por él fue Leo. Habló con las personas adecuadas de Baton Rouge y les explicó que su cuñado era un poco salvaje, inmaduro. Claro, se creía el número uno, el sueño de todas las mujeres. Leo les explicó que Jack era inteligente, pero que durante la infancia le había faltado la disciplina necesaria, pues su padre había muerto en Honduras, cuando trabajaba para la United Fruit y Jack estaba en noveno curso, con los jesuitas. Había sido el tipo de niño que lleva dentro al diablo. Por ejemplo, se iba a Manchac, cazaba serpientes y las soltaba en las piscinas de los clubes. Pero no de las venenosas. Leo dijo a aquellas personas de Baton Rouge que le daría a Jack un trabajo que brindaba advertencias diarias acerca de la realidad de la vida y sobre sus consecuencias, lo que le pondría en el buen camino. Eso después de que Jack pasara algún tiempo de rehabilitación, tres años menos un mes, en vez de los entre cinco y veinticinco que señalaba la sentencia.
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