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Elmore Leonard: Bandidos

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Elmore Leonard Bandidos

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En Nueva Orleans, una fundación de ayuda a la `contra` nicaragüense guarda todo el dinero recaudado con la bendición de Reagan entre los magnates y empresarios norteamericanos. El coronel Dagoberto Godoy y su siniestro guardaespaldas, Franklin de Dios, son los encargados de recoger el dinero y de organizar el embarque clandestino, de las armas destinadas a la guerrilla antisandinista. La CIA sigue con atención los acontecimientos, pero nadie puede sospechar que se ha formado entre tanto un singular grupo de bandidos dispuestos a dar un golpe magistral. Aunque parezca una locura, Lucy Nichols, que había sido monja en una leprosería de Nicaragua, Jack Delaney, ex presidiario, y Roy Hicks, que fue expulsado de la policía acusado de soborno, tienen un plan infalible para hacerse con el botín.

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– Tal vez. Maureen dijo: «Jack, esto va a ciento cincuenta dólares la onza. ¿Lo has comprobado? Dime la verdad.» Fue cuando ya había dejado lo de Uncle Brother y Emile.

– Cuando ya te habían echado.

– Y todo el mundo pensaba que yo iba carretera adelante vendiendo café. Un amigo mío lo hacía, representaba a La Louisianne. Le decía adiós a Maureen el domingo por la noche y no volvía a verla hasta el viernes. Y yo ya había regresado a Nueva Orleans o a Bay cuando el tío de Nashville le preguntaba a los vigilantes del hotel: «Pero ¿cómo ha podido entrar alguien en la habitación si la cadena estaba puesta cuando nos hemos despertado?»

– ¿Y cómo lo habías hecho?

Jack oyó el entrechocar de los cubiertos de plata -Henry, el camarero, estaba poniendo una mesa-, y durante la pausa se dio cuenta de que nunca le había explicado detalles a Leo. Ni tampoco había contado a nadie cómo había conocido a Buddy Jeannette. Bueno, Buddy estaba muerto. No pasaba nada por explicar lo de aquella noche. Pero ¿no estaría hablando demasiado? Le dijo a Leo:

– Lo que quería decir es que siempre sentí que Maureen sospechaba que me dedicaba a otras cosas. Yo no sabía ni una mierda sobre café, aparte de que se bebe. Pero sé que nunca dijo nada.

– No como otra chica a la que podríamos mencionar y de la que de hecho estamos hablando.

– Lo que pasa, Leo, es que llevas algo entre ceja y ceja.

– Jack, siempre has estado un poco loco, pero nunca has sido idiota. Los jesuitas te enseñaron a pensar hasta cierto punto, a poner las cosas en su sitio. Lo que nunca entenderé es cómo pudiste dejar que esa pelirroja te tuviera agarrado por tus partes…

– No era eso.

– … cuando tenías a una chica maravillosa como Maureen muriéndose de ganas de casarse contigo. Una chica que lo tiene todo: belleza, inteligencia, una buena educación católica, e incluso cocina mejor que tu madre y que Raejeanne.

– Te vi trabajar para tu padre y para el suyo, Leo -dijo Jack-. Vi que si me casaba con ella me convertiría en un yerno de Mullen e Hijos, y no me hacía falta una educación jesuítica para darme cuenta de que me habría quedado enganchado, condenado. Habría sido como estar en prisión.

– A Maureen no le habría importado cómo te ganaras la vida. Estaba loca por ti.

– Maureen necesita seguridad y que todo vaya bien. Por eso se ha casado con un médico, ese gilipollas con corbata y bigotito. Pero eso ya es otra cosa -siguió Jack-. ¿Quieres saber por qué no me casé con Maureen? No es porque fuera tan dulce y buena, qué va, eso lo habría podido cambiar, habría podido obligarla a distanciarse y darse cuenta de la diferencia entre la mierda y la verdadera vida. ¿Quieres saber la auténtica razón? Ya que te estoy contando mis más sagrados secretos…

»Quieres decir que ya estás como un piano -puntualizó Jack- y que no puedes ni acordarte.

Jack miró a su alrededor y luego se inclinó sobre la mesa.

– Tenía la sensación de que Maureen, una vez casada e instalada, tendría tendencia a engordar. Intuía que podía cambiar su actitud vital, pero no su metabolismo.

Leo se quedó mirándole.

– ¿Hablas en serio?

– Lo digo a sabiendas de que mi hermana, Raejeanne, no es un peso ligero. Cuando se metía conmigo le decía: «Raejeanne, ¿sabes lo que pareces? Un sofá con zapatillas de deporte.»

– No era muy galante por tu parte.

– No. Y no pretendo ofenderte, como si fuera algo terrible. Sólo que intuía que Maureen iba a ganar peso.

– No he oído una idiotez igual en toda mi vida -dijo Leo.

– Nuestros gustos son distintos, Leo, eso es lo que estoy intentando explicarte -dijo Jack-. Nuestros gustos y disgustos, lo que nos divierte, lo que hace que se te iluminen los ojos… ¿Quieres que te diga lo que me atrajo de Helene? ¿La primera vez que la vi? ¿Lo primero que observé en ella?

– Me muero de ganas de saberlo.

– Su nariz.

Leo le miró.

– Aquella nariz clásica, que podrías calificar de aristocrática. La nariz más perfecta que he visto en mi vida, Leo.

– ¿Te oyes a ti mismo? -preguntó Leo. Y luego siguió, en un tono de voz lo suficientemente alto como para que lo oyesen Henry y Mario, que miraban desde la barra-: ¿Te vas a quedar ahí sentado diciéndome que fuiste a la cárcel por la nariz de esa tía?

– No sabes de qué estoy hablando, ¿verdad?

Aun estando medio borracho, hablando demasiado, no le importaba mencionar aquella fina línea de pecas, o tratar de describir aquel contoneo impertinente, aquella belleza frágil, sus ojos castaños…

O las desnudas piernas falda arriba. Piernas largas y esbeltas, con un empeine cuya delicada línea realzaba cuando dejaba que el zapato le colgase de un dedo, cruzadas las piernas de la joven dama sentada sobre el taburete de la barra del salón Sazerac, en el hotel Roosevelt. O en el Monteleone, el Pontchartrain, el Peabody de Memphis o el Baltimore de Atlanta. No era sólo la nariz. Pero ¿para qué intentar explicarle todo aquello a un hombre que arreglaba cadáveres, leía novelas que ocurrían en tiempos pasados y no le entristecía abandonar a alguna chica en el bar de un hotel?

Leo habría dicho lo que igualmente dijo:

– Nunca te harás mayor, ¿verdad?

3

Los vagabundos que estaban delante de la Sagrada Familia, parpadeando bajo la luz del sol y tapándose los ojos, decían:

– Eh, si es el de la funeraria. ¿Quién ha muerto? No será por mí, ¿no? Yo todavía no me he muerto. Lárgate con esa cosa, joder. Ven dentro de un tiempo. Eh, colega, vuelve cuando la hayamos palmado. Éste está casi muerto. Toma, llévatelo.

Jack les dijo que no tocaran el coche. «Apartaos, ¿vale?» Caminó entre ellos con su traje azul marino, su camisa blanca, su corbata a rayas y sus gafas de sol, moviendo la cabeza, con una pequeña sonrisa, teniendo cuidado de respirar por la boca. Uno de los vagabundos dijo que la sopa iba a ser buena. La mayoría parecían alcohólicos sin remedio. Estaban en lo más profundo de ninguna parte, un día de primavera, abatidos, pero podían hacer comentarios, e incluso intentaban agarrarlo.

– Eh, señor, déme un dólar. Vigilaré que nadie se mee en su coche de muertos.

Cuando entró en el edificio de la misión, sólo un par de ellos seguían pegados a él.

Había otros vagabundos inclinados, hombro con hombro, sobre dos filas de mesas que daban a un mostrador, donde dos señoras rollizas, de pelo cano, que llevaban gafas y delantales blancos, iban sirviendo las comidas. Jack se dirigió a un negro pequeño que llevaba un babero y un abrigo intemporal, demasiado grande para él:

– ¿Quién es la hermana Lucy?

El hombre salía de la fila. Miró hacia atrás por encima del hombro y luego se dio la vuelta y señaló a la fila que se acercaba al mostrador.

– Está ahí mismo. ¿La ve?

– ¿Seguro?

El hombre mostró una sonrisa casi desdentada al ver cómo la miraba Jack.

– Es como para creer en Jesús, ¿eh? Y además cocina bien. Venga un domingo a probar las judías y el arroz.

Jack vio el perfil de una mujer que llevaba el pelo oscuro recogido por detrás de las orejas. Se quitó las gafas de sol. Vio que llevaba una chaqueta beige de doble cuerpo, muy elegante, de lino o de algodón fino, y que se movía entre aquella fila de desgraciados, que incluso los tocaba. Él había posado con chicas en tejanos, pero en este caso se trataba de una monja que llevaba unos ceñidos pantalones Calvin y un bolso colgado del hombro que tenía unas piernas largas y esbeltas que parecían aún más largas a causa del calzado plano. En medio de aquella habitación, en un centro donde se repartía sopa para los pobres… ¡fíjate! Tocándolos, tocando sus brazos cubiertos de harapos, tomando sus manos, hablando con ellos…

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