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Elmore Leonard: Bandidos

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Elmore Leonard Bandidos

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En Nueva Orleans, una fundación de ayuda a la `contra` nicaragüense guarda todo el dinero recaudado con la bendición de Reagan entre los magnates y empresarios norteamericanos. El coronel Dagoberto Godoy y su siniestro guardaespaldas, Franklin de Dios, son los encargados de recoger el dinero y de organizar el embarque clandestino, de las armas destinadas a la guerrilla antisandinista. La CIA sigue con atención los acontecimientos, pero nadie puede sospechar que se ha formado entre tanto un singular grupo de bandidos dispuestos a dar un golpe magistral. Aunque parezca una locura, Lucy Nichols, que había sido monja en una leprosería de Nicaragua, Jack Delaney, ex presidiario, y Roy Hicks, que fue expulsado de la policía acusado de soborno, tienen un plan infalible para hacerse con el botín.

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La mujer se acercó con una mirada tranquila y le dio la mano. Él dijo:

– ¿Hermana? Soy Jack Delaney. De Mullen.

Y le sorprendió encontrar callos en su mano, porque no encajaban con su apariencia. Aunque su rostro sí que encajaba. Su cara le impresionó. La nariz esbelta, delicada; el cabello oscuro, cepillado hacia atrás, aunque se le alborotaba en la frente, y la profundidad de los ojos azules, mirándole. De cerca parecía más baja, lo cual le sorprendió. «Sólo un metro sesenta -pensó-, sin tacones.» Ella dijo:

– Soy Lucy Nichols. Estoy lista, si quiere.

Los vagabundos del exterior le dijeron que no se fuese con él.

– No entre en ese coche, hermana. Es un viaje sin retorno. ¡Eh, hermana, qué guapa está!

Les sonrió, se puso una mano en la cadera y movió los hombros como si fuera modelo. «No está mal, ¿eh? ¿Le gusta?» Ella se paró para mirar el coche fúnebre y luego a Jack, y dijo:

– ¿Sabe una cosa? Siempre he deseado probar un coche así.

Tocó la bocina al salir y los vagabundos que quedaban bajo el sol en la calle Camp saludaron.

– ¿Puede dominarlo?

– Es estupendo. Yo solía conducir un camión de tonelada y media que tenía las ballestas rotas. El mes pasado, cuando tuvimos que huir a toda prisa, me las arreglé para comprar un Volkswagen en León y conducir hasta Cozumel. ¡Vaya viaje!

Jack tuvo que pensar un minuto. Pero no le sirvió de nada.

– ¿Desde dónde condujo?

– Desde León, en Nicaragua, hasta Guatemala, a través de Honduras. Vestíamos lo que podía pasar por hábitos y nuestros documentos indicaban que íbamos a la escuela de idiomas Maryknoll, en Huehuetenango. Luego, tuvimos que falsificar más papeles para entrar en México. Después ya fue más fácil: desde Cozumel hasta Nueva Orleans, y de allí a Carville. Podíamos haber cogido un avión de Managua a México, pero en aquellos días parecía arriesgado acudir al aeropuerto. Teníamos la sensación de que no debíamos quedarnos quietos. Mi única preocupación era sacar a Amelita de allí rápidamente y proseguir la terapia. Es la que vamos a recoger, ¿sabe?

– ¡Oh! -dijo Jack.

La que iban a recoger. Una forma poco delicada de referirse a la muerta. Pero ése era el nombre que Leo había apuntado. Amelita Sosa. Se preguntó si la hermana Lucy creía que sabía más sobre ella de lo que en realidad sabía. ¿Qué debía de hacer por aquellos pagos? Se preguntó qué había hecho con el Volkswagen, si quizá lo había vendido. Era como irrumpir en una conversación mediada. No quería parecer idiota. Dijo:

– Dé la vuelta a Lee Circle para entrar en la interestatal. Cójala hasta la salida de Saint Gabriel. Si se cansa, avíseme.

– No sabe cuánto aprecio lo que está haciendo -dijo ella.

Se quedó callado. ¿Qué estaba haciendo? Su trabajo. Luego pensó que tal vez Leo les hubiera dicho que no les cobraría. Le costaba imaginarlo. Luego se puso a mirar por la ventanilla, intentando encontrar temas que tuvieran algo que ver con las monjas.

– Durante toda la escuela primaria, tuve monjas.

– ¿Ah, sí?

– En Incarnate Word. Luego fui a los jesuitas. -Oyéndose a sí mismo, le sonaba como si todavía estuviera allí-. Estuve en Tulane un año, pero no sabía qué escoger, quiero decir, qué me convenía más. Así que lo dejé.

– Yo también. Estuve un año en Newcomb.

– ¿De veras?

Jack se sintió un poco mejor.

– Antes de eso estuve un año en un convento, el del Sagrado Corazón.

– Ah, yo conocía algunas chicas que también estuvieron allí, pero debió de ser antes que usted. Bueno, había una… ¿no conocerá, por casualidad, a Maureen Mullen?

– Creo que no.

– Salió en, veamos… en el setenta.

La hermana Lucy no dijo en qué año había salido ella.

Calculó que debía de tener algo menos de treinta años. Era más joven que Maureen.

– Estuve a punto de casarme con esa Maureen Mullen.

– ¿Ah, sí?

– Bueno, no sé. Todo el mundo lo esperaba, en nuestras familias. Supongo que me sentí presionado, o que no me preocupaba el futuro. Así que me escapé.

Ella le miró y sonrió. Luego volvió a mirar hacia la carretera y dijo:

– A mí casi me pasó lo mismo, estuve en una situación parecida. Me desperté en mi propia fiesta de prometida.

– ¿De veras?

– Mi familia y la de él estaban a punto de fijar la fecha de nuestra boda.

– ¿Y se sintió presionada?

– Desde luego. Pensé: «Un momento. Yo no quiero esto de casarme y asociarme a un montón de clubes.» Supongo que, a mi manera, también me escapé. De repente todo quedó desmontado.

Jack apoyó un brazo en el respaldo del asiento y la miró de reojo. Tenía una nariz magnífica. Joder, y uno de esos labios superiores que invitan a morder. Su nariz no era tan fina y delicada como la de Helene, pero era preciosa. Le gustaba su cabello oscuro. El pelo rojo también le gustaba mucho, pero no desordenado como lo llevaba ahora Helene.

– ¿Y qué fue de ese hombre con quien no se casó?

– Conoció a otra. Es un neurólogo bastante conocido.

– ¿De veras? Maureen se casó con un urólogo.

Aquella hermana Lucy no parecía en absoluto una monja; parecía rica. Llevaba una blusa fina a rayas blancas y beige, como una camiseta, debajo de la chaqueta de lino. Llevaba, pensó Jack, unos trescientos dólares en ropa. Le hubiera gustado preguntarle por qué se había hecho monja.

Curiosamente, cuando pensaba eso, ella le miró y dijo:

– ¿Cómo es que se dedica al negocio de la funeraria?

– En realidad no me dedico a eso. Sólo ayudo a mi cuñado de vez en cuando. Es el marido de mi hermana.

– ¿Y qué otra cosa preferiría hacer?

Jack se puso más tieso.

– Eso es difícil de contestar. No he hecho demasiadas cosas que me parezcan interesantes, y la mataría de aburrimiento. -Esperó, preguntándose si debía explicárselo, y luego se decidió sin saber la razón-. Salvo una profesión en la que me metí cuando me escapé del matrimonio. Desde luego, eso no tenía nada de aburrido.

Ella mantuvo la mirada puesta en la carretera.

– ¿Qué era?

– Ladrón de joyas.

Entonces sí que le miró. Jack estaba preparado, con su expresión resignada, de debilidad, con una sonrisa bonita.

– ¿Forzaba las puertas de las casas?

– Habitaciones de hotel. Pero nunca forcé ninguna. Usaba una llave.

Hubo un momento de silencio en el coche fúnebre mientras ella pasaba a un camión a ciento diez kilómetros por hora.

– Ladrón de joyas… ¿Quiere decir que sólo robaba joyas?

Otras chicas, con los ojos en blanco, no habían preguntado eso. Se estremecían y le preguntaban si tenía miedo y si alguna vez alguien se había despertado y le había pescado. Contestó:

– Cogía dinero si me tentaba, si estaba allí esperándome.

Y siempre lo estaba.

– ¿Sólo robaba a los ricos?

– No se obtiene ningún beneficio de robar a los pobres. ¿Qué me iba a llevar, sus cartillas de racionamiento?

Ella dijo, sin mirarle:

– Usted nunca ha estado en Centroamérica. Allí sólo se roba a los pobres. Y se les asesina.

Eso le detuvo, hasta que pensó en decir:

– ¿Cuánto tiempo ha estado allí?

– Casi nueve años, sin contar un par de viajes que hice a Estados Unidos, a Carville, para preparar seminarios. No hay otro lugar como ése. Si su propósito en la vida es cuidar leprosos, y eso es lo que hacen las Hermanas de San Francisco, entonces uno tiene que ir a Carville cada varios años, para mantenerse enterado de las posibles novedades.

– ¿Las Hermanas de San Francisco?

– Hay un montón de órdenes que se acogen bajo su nombre, por el carisma que tenía ese hombre. Quizás estuviera un poco loco también, pero no importa. Esta orden es la de las Hermanas de San Francisco del Estigma.

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