Elmore Leonard - Bandidos

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En Nueva Orleans, una fundación de ayuda a la `contra` nicaragüense guarda todo el dinero recaudado con la bendición de Reagan entre los magnates y empresarios norteamericanos. El coronel Dagoberto Godoy y su siniestro guardaespaldas, Franklin de Dios, son los encargados de recoger el dinero y de organizar el embarque clandestino, de las armas destinadas a la guerrilla antisandinista. La CIA sigue con atención los acontecimientos, pero nadie puede sospechar que se ha formado entre tanto un singular grupo de bandidos dispuestos a dar un golpe magistral. Aunque parezca una locura, Lucy Nichols, que había sido monja en una leprosería de Nicaragua, Jack Delaney, ex presidiario, y Roy Hicks, que fue expulsado de la policía acusado de soborno, tienen un plan infalible para hacerse con el botín.

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Podían haber pescado al indio negro cogiendo las llaves del coche, pero no le iban a disparar por eso.

El ruido podría haber venido de fuera del hotel. Roy aceptó esa posibilidad, pero no lo creyó. Se dio cuenta de que algunos de los comensales también miraban hacia arriba, porque miraba él. Necesitaba un lugar más adecuado para vigilar. Podía subir a la habitación que habían reservado, la 509, y quedarse allí con la puerta abierta. Mierda, pero necesitaría una llave.

Franklin vio a la sirvienta al otro lado del pasillo mientras esperaba el ascensor. No se acercó a la galería para mirar hacia abajo y comprobar si alguien estaba mirando; no oyó ruidos ni voces. Llegó el ascensor, bajó en él hasta el vestíbulo y salió. Vio a un hombre y una mujer con sus maletas en el suelo, hablando con el conserje. Se dirigió a la puerta de cristal para mirar hacia el patio. En las mesas, todo el mundo parecía estar ocupado con el desayuno. Miró hacia el mostrador de recepción, se dio la vuelta y siguió moviéndose al ver a un tipo que esperaba al conserje, que estaba hablando por teléfono. El tipo tenía las manos apoyadas en el mostrador de recepción. Era el individuo que había estado con Jack Delaney. El fulano duro de pelo oscuro que debía de ser de la policía, seguro, por su forma de hablar. Franklin se apresuró y no miró hacia atrás, esperando que el tipo no le viera. No quería que le siguiera hasta el garaje. Con ése podía tener problemas, y no quería dispararle a nadie más. Aunque, si tenía que hacerlo, lo haría.

Estaban esperando en el coche de Lucy, mirando ambos hacia el cuadrado de luz más allá de la rampa. Ella dijo:

– Puede ser que ya lo haya dicho un par de veces, pero no veo adónde puede llevarnos esto.

– Es para tener contento a Roy -dijo Jack-. Se despierta gruñendo, pero tiene instinto de policía. No siempre las cosas son lo que parecen. O al revés.

– Nadie que estuviera en sus cabales dejaría dos millones dentro de un coche en un garaje público. Aunque el coche estuviera cerrado.

– Ya se lo he dicho.

– Entonces tendremos que devolverles las llaves.

– No nos preocuparemos de eso. Las podemos tirar en el vestíbulo. Siempre he creído que tenía paciencia, pero no la tengo.

– Yo también pensaba que la tenías.

– En cuanto empecemos, probablemente, tendré que ir al baño. Una vez estaba en una habitación de un hotel, con el tipo y su mujer durmiendo, y de repente tuve que ir. Ni siquiera había cogido nada todavía. Me fui corriendo abajo. Y eso fue todo, allí se me acabó la noche. -Se tocó la chaqueta-. ¿Sabes que he hecho? He dejado la pistola debajo del asiento. Será mejor que la coja.

Lucy le vio abrir la puerta.

– De momento no la necesitarás, ¿no? -Desvió la vista hacia la entrada del garaje, hacia el cuadrado de luz-. Jack, ahí está.

Franklin entró por la calzada del garaje, pasó delante de la primera fila de coches, delante de la segunda… Vio el viejo coche de Jack Delaney, con la puerta abierta, al fondo de la siguiente fila, y el coche azul de la mujer aparcado a su lado. Luego apareció Jack Delaney; se levantó junto a su coche, miró hacia él y levantó el brazo. Franklin no le devolvió el saludo. Giró en la fila donde estaba el Mercedes nuevo de color crema y caminó hacia él, sin mirar a Jack Delaney, pero sabiendo que no le daría tiempo a entrar en el coche y largarse. Jack Delaney se pondría delante del coche. No quería atropellado, pero lo prefería antes que dispararle. Volvió a mirar hacia atrás y vio que sería difícil incluso si lo intentaba. Jack Delaney se acercaba con una pistola en la mano.

– ¡Franklin, espera!

El tipo llevaba la bolsa de viaje en una mano y estaba abriendo el coche con la otra. Cuando Jack llegó junto él, ya lo había abierto y estaba entrando.

– Espera un momento, ¿quieres?

Franklin dudó y finalmente salió, dejando la bolsa sobre el asiento y levantando las manos a la altura de los hombros.

Jack cerró la puerta.

– Franklin, ¿qué estás haciendo?

– Me iba.

– ¿Con ellos? ¿Después de lo que te he contado?

– No, con ellos no. Tengo que coger el barco.

– ¿Le vas a robar el coche al tipo? ¿Qué harás con él?

– Lo dejaré por ahí… no sé.

– Un momento… ¿Qué les has dicho?

– Les he dicho que lo dejaba y me he despedido.

– ¿Sí? ¿Y qué han dicho?

– Nada.

– Franklin, por Dios…

Lucy se estaba acercando. Jack oyó el sonido de sus sandalias sobre el cemento, andando deprisa. Miró hacia atrás.

– Franklin se va a llevar su coche. ¿Podrías creerlo?

– No nos conocemos -dijo Lucy, mirando a Franklin al pasar junto a Jack, entre el Mercedes y el coche que había aparcado a su lado, extendiendo la mano para saludarle. Él bajó lentamente las manos, y Lucy le tomó una entre las suyas.

– He oído hablar mucho de ti, Franklin. Yo tenía un amigo que era misquito. Le hicimos un tratamiento en el hospital Sagrada Familia. ¿Lo conoces? El hospital de leprosos. Se quedó mucho tiempo con nosotros. Se llama Armstrong Diego. ¿Le conoces?

Jack vio que Franklin negaba con la cabeza. El tío parecía un tanto asustado o sorprendido.

– Le mataron los hombres del coronel Dagoberto Godoy -dijo Lucy-, al igual que a otros pacientes, con sus machetes.

– No nos quedemos hablando aquí -intervino Jack-. Franklin, ¿qué hace el coronel?

– Nada.

– ¿Qué quieres decir?

– Están tumbados, eso es todo.

– De acuerdo, Franklin, el dinero, ¿está en el coche?… Te lo llevas todo, ¿verdad? -Franklin parecía más resignado que molesto. Jack le vio asentir dos veces. Así era. Le hacías una pregunta, y te respondía-. ¿Sí? -Y le vio asentir de nuevo-. Tengo que creerte, Franklin, eres un tipo muy frío. -Jack sacó la Beretta y la alzó a la altura de su cara de indio criollo-. Ahora, danos las llaves. Pásaselas a Lucy.

Los ojos de Franklin no se apartaron del cañón de la pistola. Le dio las llaves a Lucy sin mirarla, dejando que ella se las quitase de la mano. Jack tampoco la miró, concentrado en los ojos del hombre, en su expresión solemne, hasta que vio a Lucy por detrás de Franklin, en la parte trasera del coche. Lucy estaba mirando el llavero, tratando de encontrar la llave que abría el maletero.

– Si lo abre… -dijo Franklin.

– ¿Qué?

– Morirá.

– Lo mismo que tú si te mueves -contestó Jack.

Se oyó la voz de Lucy:

– Tiene un montón de llaves.

– No morirá por mí -insistió Franklin-, pero morirá.

Se miraron a los ojos. Jack intentó mantener quieta la pistola.

– Lo digo en serio. No te muevas.

Pero Franklin ya se estaba dando la vuelta, y tuvo que gritarle:

– ¡Franklin, maldita sea!

Le apuntó la automática a la espalda y miró a Lucy, que, inclinada, alzó la vista y se levantó al ver llegar a Franklin. Éste le dijo algo y la tomó del brazo. Jack vio los ojos de Lucy, sorprendidos. Se acercó al maletero. Ella le estaba dando las llaves, mirando a Jack, que llegó a la parte trasera justo a tiempo de ver cómo Franklin metía la llave en la cerradura.

– Jack, no le toques -dijo ella.

Franklin, de rodillas, apoyó la palma de su mano en el extremo curvado de la tapa del maletero, hizo girar la llave con la otra mano y dejó que la tapa se abriera gradualmente unos pocos centímetros.

– Podría estar preparado para explotar -explicó Lucy, casi suspirando.

– ¿Cómo lo sabe?

– Cree que lo está -dijo Lucy-. Ya lo han hecho otras veces. Había un cura de Jinotega que abrió su maletero y voló en pedazos.

– Iba a dejar que lo abrieras tú.

– Sí, pero no me ha dejado.

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