– ¿Y tú?
– ¿Que si alguna vez he disparado a alguien? Tuve que hacerlo dos veces, y ambos están muertos. Pero ¿tienes idea de lo que va a pasar mañana?
– No más que tú -contestó Lucy-. Sólo sé que lo vamos a conseguir.
– Si te tienes que tirar delante de su coche… -dijo Roy-. A ver, descríbemelo. Salen de su habitación mañana, van al garaje, se meten en el coche, supongamos, y se largan. ¿Y luego qué?
– Tienen dos coches -dijo Lucy-. Supongo que abandonarán el Chrysler.
– Supongamos que lo hacen.
– Se meten en el coche, se largan y nosotros les seguimos.
– ¿Qué pasa con el dinero, si no está en la habitación?
– Dijiste que ayer habían ido a cinco bancos y que volvieron directamente al hotel. Si sacaron el dinero tiene que estar en su habitación o en el coche.
– Si lo sacaron -dijo Roy-. Has estado pensando, ¿no? Pero yo les vigilé. Salieron de cada banco con una saca llena. Se notaba.
– O salieron con algo dentro de las sacas -dijo Lucy-, pero no necesariamente el dinero. ¿Y si lo de hoy fuera sólo un ensayo, para ver si es seguro? Si no pasa nada, mañana sacan el dinero y se ponen en camino.
– Eso suena muy bien. Has hecho algo más que rezar tus oraciones, ¿eh? De acuerdo, y entonces ¿qué? Estamos llegando a lo bueno. Les seguimos…
– Y esperamos una oportunidad.
– ¿Cómo la reconoceremos cuando llegue?
– En algún momento tendrán que detenerse.
– De acuerdo, paran en alguna zona de descanso para hacer pipí. O en una gasolinera. Nos pegamos a ellos. Nos ven. Lo siguiente que ves es que el indio negro sale del coche con su pistola. Sabemos que es su pistolero, ¿no? Entonces, ¿vas a dejar que el indio negro te dispare, o vas a esperar a que lo haga yo, sabiendo que si esperas demasiado la palmas? ¿O te vas a encontrar en la típica situación de disparo o no disparo, necesitando reflexionar? ¿Es una pistola lo que lleva en la mano? ¡Bang! No, era una linterna, pero hay un hombre muerto. Ésas son algunas de las preguntas que te has de hacer a ti misma.
Roy caminó hacia el armario, se echó unas monedas en la mano y cogió su monedero.
– ¿Vamos a ir hasta Miami en persecución de nuestro sueño? Porque, en ese caso, tendré que llevarme el traje de baño y algo de ropa de repuesto. ¿Y tú?
– Te gusta la idea -dijo Lucy.
Roy cogió una chaqueta de popelín que había en el respaldo de la silla.
– ¿Qué idea? Eso es lo único que me mantiene en este asunto, que como ni siquiera tenemos un plan, no podemos pensar que no saldrá bien, ni fijarnos en los inconvenientes. Nos vamos dejando llevar, eso es todo. Todavía estamos jugando. Uf, tía, ¿no es emocionante? Esto es algo serio. Hasta tenemos armas de verdad, cargadas con balas de verdad. -Se puso la chaqueta-. Me voy hasta la esquina a tomar algo, recoger unas cuantas cosas que podemos necesitar y ver cómo va Cullen… Ah, y déjame las llaves de tu coche. Me sentaré en él a vigilar el suyo, ya que hoy tengo que hacerlo todo yo. Mientras tanto, tú y Delaney decidid si sois capaces de mirarle a la cara al hombre y dispararle.
– Yo ya lo he decidido.
– Bueno, pues entonces piensa en él disparándote a ti. Si es que vale la pena. Para mí, no -dijo Roy-. Te diré una cosa: si en un momento dado me da por pensar que no tengo nada que ganar en este asunto, me largo. Desde luego, no estoy dispuesto a morir por un montón de leprosos a los que ni siquiera conozco.
Estaban en el apartamento de Darla, situado encima de una tienda de antigüedades de Conti.
– ¿Sabes lo que te costaría eso? -preguntó ella-. ¡Toda la noche y todo el día! Nunca lo he hecho.
– No me importa -le contestó Cullen-. Tú di cuánto. Eres la cosa más mona que he visto en mi vida.
– Bueno, gracias. Normalmente, durante el día descanso. Me arreglo el cabello y las uñas…
– Eres una damita ociosa.
– ¿Estás de broma? Me dejo el culo trabajando allí. Mañana tengo que ir a las seis.
– Me quedaré hasta entonces. Podemos hacer que nos traigan comida china, o lo que tú quieras.
– Me dijo Roy que acabas de salir de la cárcel, o algo así.
– Sí, pero preferiría no hablar de eso, para no arruinar esta maravillosa noche.
– Quiero decir que de dónde vas a sacar tanto dinero.
– He trabajado. He trabajado en los campos por un centavo la hora. Trabajé en la tienda de recambios de automóvil, y me subieron a siete centavos. Luego, por el mismo sueldo, trabajé en la imprenta. Me compré un par de cosas que necesitaba, de vez en cuando algo para la casa, y ahorré cuanto pude. En veintisiete años, cariño, se puede reunir algo.
– Bueno, pues te fue bien, ¿no?
– Ponte otra vez las medias negras.
– Creía que te gustaba desnuda.
– Sólo las medias y las ligas, nada más.
– ¿Crees que funcionará?
– Esta mañana me he despertado empalmado a las seis treinta y cuatro. Y sigue así.
– Eso espero, jolín.
– Sí, funcionará. Eh, si viene alguien, no abras la puerta.
– No vendrá nadie.
– Podría ser, nunca se sabe. Y tampoco contestes al teléfono.
– Bueno, a veces recibo llamadas, no soy una ermitaña.
– Claro que no. Uf, tía, mira. Ven y cuéntame cómo es que eres tan mona, ¿cómo, eh?
– Soy así, supongo.
Tal como Lucy se había imaginado hasta aquella noche, veía escenas de acción que tenían lugar en alguna carretera rural.
No hay ninguna casa a la vista, sólo pastizales, pinares, y hierbajos en la cuneta en que se han detenido los dos coches. El Mercedes azul, cruzado delante del Mercedes crema, con el aire aún lleno de polvo bajo la luz del sol. Ella está de pie en la carretera, algo apartada de los demás, y hace salir al indio y al de Miami apuntándoles, todo mediante gestos, sin palabras. Entonces, los dos desaparecen de la escena. Se los llevan a un lado, los desarman, les obligan a tumbarse en la cuneta -eso, o lo que haya que hacer-. Pero ella se ve a sí misma a solas con el coronel, que acaba de salir del coche. Ella espera mientras él aparece con cautela, mirando a su alrededor, extrañado -no puede creer lo que está ocurriendo-, hasta que la ve en la carretera, sola, mirándole. Ella lleva la chaqueta de lino encima de una camisa de algodón, pantalones, gafas de sol, la pistola de su padre en la mano, a un lado. O la pistola en la pistolera. No, en la mano, pero sin apuntarle. Sus miradas se encuentran. El coronel la mira y frunce el ceño. No la reconoce, porque no se imagina que ella pueda estar allí. Sólo una vez se han encontrado cara a cara, en el hospital Sagrada Familia, cuando ella llevaba uniforme y una cofia blanca sobre el cabello. Él frunce aún más el ceño al mirarla y dice: «¿Quién eres?» O, si no, frunce aún más el ceño al mirarla y dice: «Dime quién eres… por favor.» Hay un momento de silencio en la escena, el polvo ya se ha posado en el suelo. Ella le mira inexpresivamente, se quita las gafas de sol y, en su día de la venganza, dice tranquilamente: «La monja de los leprosos.»
La pistolera fue lo primero que desapareció.
Luego la carretera rural, convenientemente despoblada.
La pistolera volvió a aparecer dentro de su bolso y la carretera se convirtió en una autopista interestatal con tráfico en ambos sentidos, coches, caravanas, camiones… Y luego el lugar donde todo iba a ocurrir, un área de servicio, o el aparcamiento de algún McDonald’s… Empezó a ver infinitas variaciones de lugares reales. La parte importante, la de mirar al coronel de la contra a solas durante el tiempo suficiente para que se diera cuenta de que era ella quien le hacía eso y por qué se lo hacía, todavía era posible. Se las arreglaría para que ocurriera así, porque esa confrontación era más importante para ella que todo lo demás.
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