Revisó primero la sala de presentación, porque en la de selección de ataúdes… mierda, era demasiado fácil esconderse allí. Nunca le había gustado aquella habitación, con todos aquellos ataúdes forrados de crepé esperando a la gente.
Abrió la puerta de la sala de preparación, entró de un salto haciendo un extraño ruido de succión y:
– ¡Oh, mierda! -dijo al ver a Helene allí, de pie, con una expresión de clara sorpresa en su cara. Helene en tejanos y con una camiseta con el brillo de la luz reflejado en su cabello al salir de la oscuridad.
– Eh, Jack, ¿pasa algo? -dijo ella.
– ¿Qué haces aquí?
– Me toca trabajar este fin de semana, hasta el lunes.
– Andas detrás de algo, estoy seguro. ¡Por Dios!
– Ya no ando enganchada a las drogas, Jack. Estoy limpia.
– Venga… ¿qué estás haciendo aquí?
– ¿Y a ti qué te parece, histérico? Trabajo aquí. El lunes tendrás que llevarte todo lo tuyo, porque me voy a mudar.
– ¿Te ha contratado Leo?
– Ya sabes que buscaba a alguien desde que tú le dejaste. He maquillado al tipo ése, y le ha encantado. Me refiero a Leo. Me ha llevado a casa para que recogiera un par de cosas, hemos vuelto, y me ha preguntado si consideraría la posibilidad de trabajar aquí, y yo le he dicho que claro que sí, que estaba dispuesta a empezar inmediatamente.
– Anoche ni siquiera querías entrar.
– Sí, bueno, ya lo he superado. Sabes, en el fondo tal vez creía que estaba asustada. Pero en cuanto te acostumbras… Cuando vi que te ibas pensé: «A ver cómo está lo del viejo Jack.» ¿Quieres beber algo? Pasemos a mi apartamento. No es nada del otro mundo, pero lo voy a arreglar. También haré algo con el despacho de Leo. En el piso de arriba parece como si todo estuviera condenado. Leo dice que en un año o así podremos empezar también con el piso de abajo, vender esos muebles asquerosos. Es simpático, ¿no? Jovial.
– Es todo un tío. ¿Cuánto te paga?
– Me temo que eso no te incumbe. De hecho, me ha preguntado cuánto necesitaba.
– ¿Leo?
– Le he contestado que ya le diría algo. También me encargaré del maquillaje y del cabello, no sólo de conducir.
– Helene, éste no es un lugar para una chica como tú.
– ¿Y cómo soy yo, Jack?
– Espera que entre uno de los malos, alguien que haya muerto en un terrible accidente. O que tengas que ir al depósito de cadáveres a recoger a algún ahogado que hayan sacado del río, descompuesto, comido por los peces…
– Jack, te vas a marear. ¿Quieres beber algo o no?
– Quiero ducharme y cambiarme.
– Espero que eso mejore tu humor, Dios mío.
Helene le siguió al apartamento.
Al entrar en el dormitorio, dejó su copa sobre la mesa, se apoyó en él y le miró mientras se quitaba la ropa.
– Tienes dos botellas y media de vodka en el congelador, pero no tienes cerveza.
– Suele ocurrir.
– Todavía tienes un cuerpo bonito, Jack.
– ¿Qué significa «todavía»?
– No estás precisamente joven, muchacho.
– Estoy encantado de haber venido.
– Cuando te hayas duchado, ¿querrás que seamos amigos?
Lo preguntó con un tono que le resultaba familiar, con aquella disposición en sus ojos, mientras le miraba. Tiró su camisa sobre la cama y se acercó a ella.
– Ya lo somos.
– ¿Buenos amigos?
– Creo que somos algo mejor que buenos amigos.
– ¿Sabes cuánto tiempo hace que no hacemos el amor?
– Mucho.
– Dos mil doscientos quince días… más o menos.
– Desde luego, estoy dispuesto.
Cerca de él, ella dijo:
– Claro que lo estás. Te he echado mucho de menos, Jack -añadió-. ¡Chico, cuánto te he echado de menos!
Se afeitó bajo la ducha caliente, se lavó el pelo, cerró el grifo y salió al lavabo, al espejo lleno de vapor. Aún les quedaba una hora, por lo menos. Al sacar la toalla del toallero abrió la puerta, esperando ver a Helene en la cama, aguardándole con alguna afectada pose seductora, tal como la recordaba de aquella misma mañana -sólo de aquella misma mañana, cuando hacía sus ejercicios gimnásticos y sus pechos luchaban por mantenerse levantados…-. No estaba en la habitación.
Mientras se frotaba el pelo con la cara tapada por la toalla oyó su voz. Luego volvió a oírla. «Jack.» Se quitó la toalla de la cabeza y se sorprendió de su expresión, sus ojos, en los que no había la menor traza de seducción.
– Hay alguien abajo.
– ¿Estás segura?
– He oído que se rompía un cristal.
Franklin se había decidido por el camino: no entres en ningún sitio como entraste en aquel cuarto de baño. Ni anuncies tu llegada. Entra rápido y apunta al tipo con tu pistola antes de que se entere de lo que está pasando.
Pero no le salió como quería. Había pensado que la puerta estaría abierta para que la gente pudiera entrar a ver a los muertos; alguna mujer que echara de menos a su marido al acostarse, claro, y quisiera volver a estar con él. Pero la puerta estaba cerrada. De modo que tuvo que romper uno de los pequeños cristales con la empuñadura de su pistola y luego darse prisa, porque había hecho mucho ruido, para coger al tipo antes que se diera cuenta de lo que pasaba y sacara su propia arma.
En aquel momento, Franklin estaba en la escalera.
Llegó al rellano, donde la escalera daba la vuelta, miró hacia lo alto y vio a un tipo arriba de todo, con la camisa desabrochada, bajo la luz del techo. Su cabello parecía mojado. Franklin le apuntó con la pistola porque tenía algo en las manos que brillaba bajo la luz, algo que parecía una pieza de metal. El tipo lo bajó lentamente, viendo que no podía usarlo, lo tiró al suelo sin que nadie se lo pidiera y se quedó con las manos a los costados, sin levantarlas.
– Se supone que has de unir las manos detrás de la cabeza -dijo Franklin.
Pero el tipo no lo hizo. Se cogió la camisa desabrochada, en la parte de arriba de la escalera, y dijo:
– Mira, no llevo nada. Soy tu prisionero, ¿vale? Pero no voy a poner las manos detrás de la cabeza, ni me voy a poner en cuclillas, ni ninguna de esas mierdas. ¿Quieres mis zapatos? No los llevo puestos, pero si ésa es la costumbre te daré un par. Venga.
El tipo se alejaba y Franklin tuvo que subir las escaleras corriendo para alcanzarlo. El tío andaba por el pasillo diciendo:
– ¿Te crees que todavía estás en esa jodida guerra? Tendré que ponerte al día, Franklin, si es que puedo saber de dónde has salido.
Entraron en la habitación del tipo, donde habían hablado por primera vez cinco días antes. Pero en esta ocasión había una mujer pelirroja, con los ojos muy abiertos, la misma mujer que estaba con el coronel la noche anterior en el hotel. El tipo dijo:
– Franklin, ésta es Helene. Creo que ya os conocéis. Siéntate, Franklin. Beberemos algo y aclararemos unas cuantas cosas.
El tipo abrió la nevera, pero luego se volvió hacia él, diciendo:
– Eh, Franklin, pero antes tienes que guardar esa pistola, ¿vale?
– Lo llamaron cena pro luchadores de la libertad, o algo así. Fue en Miami, en un gran hotel. Había gente en todas las mesas de la sala y yo estaba en una mesa larga que había al principio -dijo Franklin-. Primero nos dieron una cena que costaba quinientos dólares por persona. Creo que era pollo. Bastante bueno. Luego oímos los discursos. Un tipo soltó el rollo, dijo mi nombre a todo el mundo y explicó que era un indio misquito que luchaba por la libertad de mi pueblo, y todo el mundo aplaudió. Luego regalaron esculturas de águilas a gente que había dado mucho dinero. Luego, algunas personas, otras, vinieron a hablar conmigo. Uno de ellos, un indio de Estados Unidos, me dijo que no me lo creyese, que todo lo que me decían era pura mierda. Vino gente rica a darme la mano. ¿Sabes lo que me decían? «Buen chico.» ¿Que querría decir eso?
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