– ¿Crees que Franklin le cuenta cosas? -preguntó Crispín.
– Creo que Wally se lo ha inventado -contestó el coronel- para que pensemos que la CIA nos controla. Tendría que haberle dicho que eso era insultarnos. Tendría que haberme ofendido, quizás incluso haber montado en cólera.
– Olvídalo -dijo Crispín-. Hoy, en el periódico, un hombre que escribía sobre la ayuda a los contras hacía esta pregunta: ¿irá el dinero a los patriotas anticomunistas, o a cuentas privadas en Miami? Yo creo que es mejor que no protestemos, que les demos algo en que pensar.
– Mañana le diré que me he sentido insultado.
– Mañana sólo tienes que decirle a Wally una cosa: «¡Me han robado!» Con sentimiento. Practícalo: «¡El muy hijo de puta se ha llevado el dinero!» Así.
Dagoberto estaba pensando, mirando hacia la ventana que destacaba bajo la luz del atardecer en un balcón del Hotel Royal Sonesta, al otro lado de la calle.
– Mañana, Nacio cogerá un billete en el aeropuerto, a nombre de Franklin de Dios. -Estaba pensando en voz alta-. A las nueve y diez de la mañana, embarcará en el vuelo a Atlanta. Luego, cambiará el billete por otro para Miami.
– Nacio no se parece en nada a Franklin.
– Tanto da. Nos llamará desde Atlanta, cuando esté seguro de que sale el avión hacia Miami. Justo antes.
– Mientras te fíes de él…
– Nacio estuvo en la Guardia Nacional, fue mi ayudante hasta 1979, y entonces se vino aquí. No hace preguntas… Está bien. Franklin irá mañana al aeropuerto, a la misma hora, a devolver el coche.
– ¿Reconocería a Nacio si lo viera? -preguntó Crispín.
– No hay ninguna posibilidad de que se conozcan. Nacio es de Managua. Bueno, Franklin vuelve al hotel en taxi y nosotros nos vamos con el Mercedes nuevo. Sí. Sí -dijo Dagoberto-, antes de que Franklin se vaya al aeropuerto podría llamar a Wally y decirle que ha sido un insulto.
– Si no te olvidas de eso, es que estás loco -dijo Crispín. Estaba tranquilo, con la pierna estirada sobre el brazo del sillón-. Escucha, lo único que tienes que decirle es que Franklin estaba vigilando el dinero en la habitación mientras nosotros desayunábamos abajo. Cuando hemos vuelto, se había ido con el dinero. Y con el coche, el Chrysler.
– No le digo que Franklin lo ha devuelto a la compañía de alquiler en el aeropuerto.
– ¡Madre de Dios! -dijo Crispín-. El aeropuerto, ni lo menciones. Le dices que se ha llevado el dinero y el Chrysler, el amigo fiel del hombre de la CIA, ¡maravilloso!, y que nos vamos a buscarle.
– Wally me preguntará adónde.
– No lo sabes. Estás histérico, tío, excitado. Entonces sí que montas en cólera. Le dices a Wally que le volverás a llamar.
– ¿Y qué pasa si avisa a la policía?
– Que busquen, qué más da. Luego, cuando le vuelvas a llamar, ya sabremos que tu hombre, Nacio, habrá abandonado Atlanta, ¿eh? Le dices a Wally que has llamado a varias líneas aéreas, pero que nadie te puede dar información sobre Franklin de Dios, así que exiges que investigue él y le dices que le volverás a llamar.
– Por tercera vez.
– Sí, estás muy ansioso.
– ¿Desde dónde le llamo?
– Desde donde estemos, no sé. Ya habremos salido de aquí. Supongo que estaremos en el estado de Misisipí.
– ¿Le llamo cuando hayamos matado al indio?
– Por supuesto, después.
– De acuerdo, llamo a Wally por tercera vez…
– Y te dirá que Franklin se ha ido a Miami.
– ¿Y si todavía no lo sabe?
– Lo sabrá, no te preocupes. Le dices que nos vamos inmediatamente hacia allí y cuelgas el teléfono. ¿Sencillo, no? Eso es todo lo que tienes que hacer.
– Sí, pero no te adelantes. Hemos matado al indio… ¿qué hacemos con el cadáver?
– Eso es nuevo para ti, ¿eh? -dijo Crispín-. Cuando lo hacéis vosotros, dejáis los cadáveres tirados por ahí, ¿no?
– Quiero saber dónde lo meteremos.
– Ya lo veremos. En Misisipí, en algún bosque.
– No quiero sangre en el coche.
– Si se mancha, te compras otro.
– Hombre, me ha costado sesenta mil dólares.
Crispín alzó su copa y bebió champán, dejando que pasara un momento de silencio.
– ¿Qué es lo que te preocupa por matar a ése?
– El indio me tiene sin cuidado. No significa nada para mí.
– Entonces, ¿qué te preocupa?
– Soy un soldado. Esto no es como luchar en la guerra.
– Bueno, dentro de poco ya no serás un soldado -dijo Crispín, y sonrió-. Puedes considerar esto como un aprendizaje de nuevos negocios.
Dagoberto guardó silencio durante un rato.
– Necesitaremos una pala.
– ¿Para qué?
– Para enterrar al indio.
– Sólo enterraremos las manos y la cabeza. Para eso no hace falta una pala.
– Necesitamos un hacha.
– La conseguiremos.
– O un machete.
– Será más fácil conseguir el hacha.
– Ese jodido indio, mira que irse de la boca.
– Has dicho que creías que Wally se lo había inventado.
– En parte. Pero sé que ese jodido indio se ha ido de la boca. Es una vergüenza que no podamos fiarnos de nadie, ¿no?
Wally Scales salió del hotel y cruzó la calle Bienville para llegar hasta Franklin de Dios, que estaba junto al Chrysler negro, con su traje negro, con el cuello abotonado pero sin corbata; el chófer indio, salido de las tierras salvajes de Río Coco, vía Miami, para llegar a una calle de barrio francés. «Vaya, vaya -pensó Wally Scales-, y no hay manera de saber qué ronda por su cabeza.»
– ¿Por qué no nos tomamos una copa de despedida, amigo?
– Tengo que estar aquí.
– Es posible que tengan compañía, pero dudo que salgan hoy, con tanta pasta ahí dentro.
– Me han dicho que tengo que quedarme aquí fuera.
– Y usar la puerta de atrás, ¿eh? Y sacudirte el polvo de los pies.
– ¿Qué?
– Nada, hablaba por hablar. ¿Te has de quedar aquí toda la noche?
– Me han dicho que vigile, eso es todo.
– ¿Para qué?
– No lo sé.
– No he notado que estuviesen preocupados por nada. ¿Y tú?
– Sólo se ven a sí mismos.
Ahí, por un segundo, el indio se mostró abierto.
– ¿Me quieres decir algo, Franklin?
Wally Scales percibió cierta duda en el indio, antes de que éste negara con la cabeza.
– ¿Nada extraño o inusual? ¿Adónde has ido hoy? -preguntó.
– He seguido el coche de la mujer.
– ¿Sí? ¿Adónde ha ido, a algún sitio especial?
– Por ahí.
– Puedes decirme lo que quieras, amigo, cualquier cosa que te preocupe. -Wally Scales le dio tiempo para que se descargara, pero no lo consiguió. Siguió hablando en tono cálido, de confesión-. Supongo que fuiste tú quien tuvo que cargarse a ese hombre. Al del lavabo.
Franklin no dijo nada.
– Siento que tuvieras que hacerlo. Ya debes de saber que era un tipo muy peligroso. Hubiera intentado robaros el dinero. De eso estoy seguro, y hubiera matado a quien se interpusiera en su camino. De hecho, sabemos que estuvo en Managua… Bueno, tanto da.
»En fin, ¿estáis preparados? ¿Listos para el viaje en el barco bananero?
– Sí, creo que ya es hora de volver a casa y ver a la familia.
– ¿Y volver a tu guerra?
Franklin movió los hombros, como encogiéndolos, de nuevo encerrado en sí mismo.
– Si quieres quedarte, puedo arreglarlo.
– Quiero ir a casa.
– Si eso es lo que quieres, Franklin, lo tendrás. Tendrás a los malditos murciélagos golpeando en tu ventana, malaria, hepatitis, diarrea (la venganza de Somoza, el hijo de puta) e insectos. Todos los insectos que el hombre conoce y algunos más. Nunca en mi vida he visto tantos insectos. Parecen bestias salvajes más que bichos. Pasé dos años allí abajo y no volveré nunca. Ni por un sueldo ni a punta de pistola. Cuando oigo a esos dos luchadores por la libertad decir que podría ser su última comida de trescientos dólares, se me rompe el corazón. El coronel, hablando con la boca llena…
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