– Roy ha llamado dos veces -dijo ella-. Hoy han ido a cinco bancos y han salido de cada uno con un saco.
Cullen hizo un ruido que parecía un gemido.
Jack lo oyó, sin dejar de mirar a Lucy mientras se acercaban a las escaleras del patio. Vio que estaba tensa, aguantando; lo de las manos en los bolsillos era simple pose.
– ¿Dónde están ahora?
– Han regresado al hotel. Ha vuelto a llamar hace unos minutos. Dice que han metido el coche en el garaje del Royal Sonesta, enfrente…
– ¿El nuevo?
– Sí, ya lo tienen. Un Mercedes de color crema. El 560 SEL, el más potente.
– Supongo que se lo pueden permitir.
– Roy dice que han subido los sacos a la 501, han pedido champaña y no han vuelto a salir. Volverá a llamar dentro de una hora. Ha dicho que «para informar».
– ¿Dónde está él?
– Allí. Tiene una habitación en el hotel, en el mismo piso que el coronel. ¿Cómo la habrá conseguido?
– No lo sé -dijo Jack-. A lo mejor ha tenido suerte. Nunca se sabe con qué va a salir Roy. Por eso está con nosotros y le queremos tanto.
Lucy no cambió la expresión de su rostro ni dijo cosa alguna. Finalmente dio la vuelta, y la siguieron hacia el interior de la casa.
Dagoberto Godoy y Crispín Reyna tomaron champaña con sus gambas y hablaron entre sí en castellano, ignorando al hombre de la CIA, Wally Scales. Estaban comentando las películas familiares de Ferdinand Marcos que aparecían en las noticias de televisión.
En aquella película en concreto, de una fiesta, su mujer, Imelda, le cantaba «Feelings» mientras el dictador masticaba un trozo de pizza.
– Ni siquiera deja de comer -dijo Dagoberto- mientras la vaca canta. He oído que ha dejado miles de vestidos y de pares de zapatos…
– Robó miles de millones de dólares, o más -comentó Crispín.
– Escucha -dijo el coronel-. Tenía tantos pares de zapatos que podía llevar uno distinto cada día durante ocho años sin repetirlo jamás. Tenía quinientos sujetadores, casi todos negros, para levantarse esos enormes pechos. Mira -dijo entonces-, ése es Bong Bong, el hijo de Marcos, el que canta ahora. Creo que es maricón.
– El que canta es George Hamilton -le dijo Crispín.
– No, ése no. El otro, el de la cara pintada, el maricón.
– El jodido de Marcos tenía cojones, para ser tan canijo.
– Sabía cómo vivir -añadió Dagoberto-. He oído que tenía más mujeres que Somoza. Bueno, claro, casado con esa vaca… Mírala.
– Sí, y ahora tienen que conectarle los riñones a una máquina -dijo Crispín.
– A veces se acaba pagando. Nadie puede decir lo que le va a pasar. Pero hasta el final… Tío, sabía vivir.
Dagoberto tomó un trago de champaña con una gamba en la boca, luego miró hacia el otro lado de la habitación, y dijo:
– Por favor, Wally, come algo con nosotros, que es nuestra última noche.
Wally Scales se quedó mirando el televisor. Se volvió, meneando la cabeza, se ajustó las gafas y se acercó a la mesa de servicio. Cogió una gamba del plato que había sobre una bandeja llena de hielo picado.
– Probablemente podríamos haberle salvado el culo a Ferdinand, pero se le acabó el tiempo. Hasta el presidente tuvo que admitirlo y pasar el trago. Pero el jodido espabilado sabía vivir, ¿eh?
– Eso le decía a Crispín -explicó el coronel-. Sí, está bien que te diviertas si tu gente no se está muriendo de hambre. Pero llevarse todo lo que él se llevó, todo el dinero, y meterlo en este país, eso es una vergüenza. -Cogió una botella de champaña de la cubitera que tenía junto a la silla y le sirvió una copa a Wally Scales-. Si miro esta mesa, pienso: «Sí, yo también me lo estoy pasando bien.» Ah, pero es distinto. Podría ser mi última comida de este tipo. Dentro de pocos días estaré en las montañas, comiendo cosas enlatadas y luchando por la libertad. -Levantó la copa-. Quién sabe, tal vez ésta sea la última copa de champaña que beba en mi vida.
– Entonces, mejor que te tomes unas cuantas -dijo Wally Scales-. Alegra tu última noche. Eh, pero no te olvides de pagar la cuenta cuando te vayas. -Miró hacia los cinco sacos que había encima del sofá, tres de ellos llenos, dos vacíos, doblados-. ¿Cuánto has dicho que habías conseguido, dos millones y medio?
– No, Wally, dos millones ciento sesenta y cuatro mil -dijo Dagoberto-. Bastante quizá para comprar un helicóptero, a no ser que lo podamos conseguir a mitad de precio. Ya sabes que estamos ofreciendo un millón de dólares al piloto sandinista que nos traiga un Mi-24.
– Y tú sabes por qué no ha picado nadie, ¿verdad? Saben que les pegaríais un tiro.
– No, Wally, nunca haríamos eso.
– Yo sé dónde podríais conseguir algún M-16 por medio millón menos. En el ejército filipino tienen toda clase de sistemas de armas y mierdas de ésas. -Se acabó el champaña y volvió a mirar los sacos-. ¿Crees que es seguro dejarlo aquí por la noche?
– Lo vigilaremos con nuestras vidas -dijo Dagoberto. Levantó la botella de champaña, ofreciéndole más.
– No, basta -dijo Wally Scales dejando su copa sobre la mesa-, tengo que irme, pero me llamarás mañana desde Gulfport, ¿verdad? Antes de subir al barco. Me llamas por la línea privada y luego te comes el papel donde te he apuntado el número. -Wally Scales vio que el coronel ponía una expresión de idiota y siguió-: Es broma, Bertie; un poco de humor negro. Todo el mundo sabe lo que estamos haciendo. Podría añadir que algunos de los nicaragüenses residentes aquí están cabreados porque no les has llamado. -Dagoberto inclinó la cabeza hacia Crispín.
– Utilizo a aquellos en quienes confío. Claro, conozco a algunos, pero la gente puede cambiar de idea. Crispín es leal, y conozco a su familia.
– ¿Confías en Franklin?
– Sí, claro. Hace lo que le dicen.
– Bueno, él no se siente muy seguro con respecto a vosotros por vuestra forma de actuar.
– ¿Qué? ¿Te lo ha dicho él?
– Dice que sólo habláis de Miami, de lo grande que es, de lo lleno que está de felpudos rubios.
– ¿Eso ha dicho Franklin?
– Os diré un par de cosas, chicos. Primera, que tenéis una persona que os vigila, un chico en el que yo puse mucho interés y que me quiere como a un hermano blanco. ¿Entendéis lo que significa eso? El chico es constante, come lo que le den y nunca protesta. Segunda, que creo que tendríais que daros cuenta de lo solo que se siente Franklin. Creo que el único motivo por el que os la tiene jurada es que no le habláis bastante. ¿Entiendes? Invítale a subir y ofrécele unas copas, por el amor de Dios, si el dinero no es tuyo. ¿Qué opinas?
Dagoberto se encogió de hombros:
– Claro, ¿por qué no?
Wally Scales empezó a darse la vuelta, miró hacia el televisor y se detuvo.
– ¿Sabéis lo que me parece más interesante de ese número de las Filipinas? Me refiero a cómo echaron a Marcos. Lo pensaba ayer mientras leía lo de Jerry Boylan, ese tipo al que asesinaron en el lavabo. Hace tiempo, cuando su gente, los del IRA, se rebelaron contra los británicos, en 1916 (el Levantamiento, como lo llaman ellos), asaltaron y tomaron la oficina de Correos de Dublín. Pero cuando los filipinos se levantaron contra Marcos, ¿qué tomaron? La jodida emisora de televisión. Los tiempos han cambiado, señores; vivimos en la era de la inteligencia electrónica instantánea. Si la cámara de vídeo no te coge, te cogerá la computadora.
En aquel momento, el coronel nicaragüense y el nicaragüense cubano de Miami hablaban otra vez en castellano y seguían bebiendo champaña, y comiendo gambas. Dagoberto se quedó mirando el televisor. Por un momento, pensó que seguían dando películas familiares de los Marcos, pero era la serie «La rueda de la fortuna».
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