Elmore Leonard - Bandidos

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En Nueva Orleans, una fundación de ayuda a la `contra` nicaragüense guarda todo el dinero recaudado con la bendición de Reagan entre los magnates y empresarios norteamericanos. El coronel Dagoberto Godoy y su siniestro guardaespaldas, Franklin de Dios, son los encargados de recoger el dinero y de organizar el embarque clandestino, de las armas destinadas a la guerrilla antisandinista. La CIA sigue con atención los acontecimientos, pero nadie puede sospechar que se ha formado entre tanto un singular grupo de bandidos dispuestos a dar un golpe magistral. Aunque parezca una locura, Lucy Nichols, que había sido monja en una leprosería de Nicaragua, Jack Delaney, ex presidiario, y Roy Hicks, que fue expulsado de la policía acusado de soborno, tienen un plan infalible para hacerse con el botín.

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– Igual. Nunca cambia.

– Al menos no necesitáis seguro de responsabilidad civil -dijo Harby.

– No, nunca se queja nadie -dijo Jack.

Allí siempre decía cosas que no decía en ningún otro sitio. Maureen le miraba y lo sabía. Si una vez no le hubiera sacado la mano de entre la ropa y hubieran hecho el amor… No se la podía imaginar haciendo el amor con Harby Soulé.

Harby estaba diciendo que trabajaba dos meses al año para pagar a la dichosa compañía de seguros. Cullen le preguntó a qué se dedicaba. Harby contestó que era urólogo. Cullen frunció el ceño y Raejeanne explicó que cuidaba vejigas. Cullen preguntó si eso era verdad. Dijo que tenía una pregunta pero que sería mejor que se la ahorrase.

Si hubieran hecho el amor… estarían sentados ahí en aquel mismo momento, sólo que no estaría Harby, ni Cullen, y no habría ningún indio criollo llamado Franklin de Dios dando vueltas, ni nicaragüenses… Igualmente podría haber conocido a Lucy Nichols.

– ¿Has oído hablar alguna vez de las monjas franciscanas?

– No estoy segura -dijo Maureen-. ¿Por qué?

– He conocido a una. Cuidan leprosos.

– Oh -dijo Maureen, asintiendo.

– ¿Te puedes imaginar a ti misma haciendo eso?

– Lo dudo. ¿Dónde la has conocido?

– En Carville. ¿Has estado allí?

Notó que la estaba presionando, y no sabía bien por qué.

– Nunca he tenido ganas de ir.

– Es increíble. Parece más un campus universitario que un hospital.

– Harby, tú si que has ido, ¿no?

– ¿Adónde?

– A Carville.

– No, no he ido nunca. Pero algunos de mis colegas sí. ¿Por qué?

«Colegas -pensó Jack-, Harby Soulé, el urólogo, tiene colegas…»

– Porque lo preguntaba Jack.

– Bueno, si quiere ir -dijo Harby-, no puedo imaginar por qué, pero podría conseguirlo.

Sonó el teléfono dentro de la casa. Raejeanne se levantó y abandonó el porche.

– Creo que Jack ya ha ido -dijo Maureen-. ¿Fuiste a recoger un cadáver?

– Sí, el domingo pasado -dijo Jack.

Y hubiera querido añadir: «Pero estaba viva. O sea, hay un nicaragüense que quiere matarla, por eso la metimos en el coche fúnebre, y nos paró otro nicaragüense que en realidad es cubano y un indio misquito que luego mató a un tipo en Ralph & Kacoo, seguro que lo habéis leído, porque se cree que está aquí para luchar en la guerra para la cual esos tipos están buscando dinero y nosotros queremos robárselo…» Por Dios, intentar explicarles eso, aunque sólo fuera la primera parte…

– No recuerdo que el barco se hundiera -dijo su madre-. ¡Era tan bonito! Solíais recorrer la bahía, ¿verdad?, Maureen y tú.

Raejeanne apareció en la puerta.

– Era Leo. Dice que empecemos, que no podrá venir hasta más tarde. Mamá, ¿quieres ayudarme en la cocina?

Maureen hizo un esfuerzo para levantarse.

– Dime en qué puedo ayudarte.

Jack vio que tomaba a su madre del brazo y las tres mujeres se fueron a cocinar.

– Raejeanne, ¿qué ha dicho Leo?

Ella se dio la vuelta para mirarle.

– Te lo acabo de decir. Creo que ha ingresado un cadáver.

– Ya tenía uno esta mañana.

– Bueno, supongo que habrá llegado otro. Odio decirlo, pero así lo espero. Necesitamos cortinas nuevas urgentemente. -Empezó a darse la vuelta, pero volvió a mirarle-. Eh, ¿y cómo es que tú no estás ayudándole?

– Es mi día libre.

Al irse, ella comentó:

– Pobre Leo, solito con su muerto mientras nosotros nos divertimos.

Jack se levantó. Sentía ganas urgentes de irse y miró a Cullen. Éste, con los codos sobre las rodillas, estaba inclinado hacia Harby Soulé.

– Ya no se ve mucho la cordee, ¿verdad?

– ¿La qué? -preguntó Harby.

– La cordee. Es cuando la polla se curva hacia arriba, cuando se hace como un nudo. Dicen que sólo hay una manera de soltarla. Un tío me dijo una vez que la había tenido. Decía que lo que había que hacer, la mejor manera, era poner la polla en el marco de una ventana, cerrar los ojos, y cerrarla de golpe. El tipo decía que duele la hostia, pero que es la única manera de soltarla cuando tienes la cordee.

– Nunca lo había oído -dijo Harby.

– No, de hecho, ya no se habla de eso. El fulano que me lo contó… Era cuando estábamos en el ejército, en la Segunda Guerra Mundial. Pero en Angola no conocía a nadie que lo tuviera y allí había un montón de gente. Supongo que ahora lo arreglan con medicamentos. Tienen medicamentos para casi todo, seguro que tienen alguno para la cordee. Me pregunto si… no, no puede ser. Me preguntaba si las mujeres podían tenerla. Usted también trata mujeres, ¿no?

– Bueno, claro, por supuesto.

– Tío, debe de ver muchos conejos, ¿eh? Si le digo que no he visto un triángulo de pelo en veintisiete años, no se lo creerá. Yo estoy listo, sólo que… Supongo que habrá oído eso de «el que no la usa la pierde».

Jack se imaginaba a Harby como un hombre recién embalsamado al que se hubieran olvidado cerrarle los ojos y pegarle la boca.

Cullen le estaba diciendo que iba a volver a actuar después de tantos años, que un amigo se lo estaba preparando; pero que ahora tenía problemas con su próstata y que se preguntaba si antes de que se pusieran a comer el doctor podría darle un repaso…

Al entrar en la casa con su vaso, Jack oyó que Cullen decía «… para que el viejo dedo se levante», pero no oyó lo que Harby pensaba de eso. En aquel momento, Jack estaba en el pasillo que corría por el centro de la casa. Se detuvo al ver salir a Maureen de una habitación. Ella alzó la vista, al mismo tiempo que cerraba de golpe su bolso. Todo estaba en penumbra y en silencio.

– ¿Cómo te va, Maureen?

– Bien.

Alzó la cabeza y echó los hombros hacia atrás. Se había puesto algo de maquillaje y pintado un poco los ojos.

– Estás guapísima.

– Bueno, gracias.

– No has cambiado nada.

– ¿De verdad? Bueno, he de confesar que nuestro trabajo nos cuesta. Harby y yo corremos seis kilómetros cada mañana, haga sol o llueva, antes de que él se vaya a Oschner.

– ¿Tú y Harby?

– Y vigilamos lo que comemos. Ya sabes, nada de salsas. Es un palo. He tenido que volver a aprender a cocinar. Ni siquiera me atrevo a usar salsa roux. Imagínate, una chica de Nueva Orleans.

– Tiene que ser duro.

– Ni tampoco a comer carne roja. Se acabaron las parrilladas, la pasta y las albóndigas. -Le dirigió una débil sonrisa-. Tienes buen aspecto, Jack. ¿Te trata bien la vida?

Jack dudó:

– Sí, creo que sí.

Le pasó por la cabeza la visión de Maureen y Harby en la cama haciéndolo rítmicamente, uno dos, uno dos…

Maureen arrugó la nariz.

– ¿Por qué sonríes?

– No sé, me apetece, sencillamente.

– Tú tampoco has cambiado nada, ¿sabes? Sigues pareciendo como…, bueno, distinto. Si ésa es la palabra.

– Es tan buena como cualquier otra -dijo Jack, sonriendo todavía.

Al salir de la autopista, el sol les daba en los ojos. Cullen dijo:

– Los días se hacen largos, pero yo ya no soy joven. Espero que Roy me haya preparado algo.

– ¿Ya sabes qué tipo de mujeres conoce?

– Claro que sí.

– Podrías coger algo horrible.

– Qué más da.

– Tienes que ir a ver a Harby. ¿Te ha repasado la próstata?

– Dice que vaya a su consulta con treinta y cinco pavos.

– Espera y haz que te mire las dos cosas.

– ¿Quieres que te diga lo que me importa y lo que no me importa una mierda a mis sesenta y cinco años?

Lucy había salido del salón al jardín enlosado. Volvía a vestir de negro. «Una nueva costumbre -pensó Jack-, la nueva Lucy revolucionaria interpreta su papel.» Mantuvo la mirada en su figura delgada, las manos enfundadas en los bolsillos de sus tejanos. Siguió a Cullen a lo largo de una pared de ladrillo a través del jardín trasero, caminando sobre las ramas y las flores que habían caído con las lluvias de primavera. Bajo la alta cobertura de los árboles, el patio quedaba en penumbra. El rostro de Lucy parecía pálido a la luz evanescente.

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