– Nunca he hecho el amor.
– ¿De veras? -preguntó él. Y quiso retirarlo; no quería parecer sorprendido-. Bueno, no, tampoco pensaba que lo hubieras hecho. Con tu voto de castidad, claro que no.
– Realmente, nunca pensé mucho en eso.
– No, te mantenías pura… ¿Pero has estado pensando en ello últimamente?
– ¿Sabes cuándo fue la primera vez?
– Dímelo.
– La otra noche, en el dormitorio, cuando me senté en el borde de tu cama. Luego estuve pensando y me pregunté si había ido a verte por eso, porque quería que pasara.
– Pensé que sólo querías hablar.
– Y así era. Pero cuando estaba allí sentada me sentí muy consciente de que estábamos solos en una habitación oscura. Me di cuenta de que así era como se llegaba a la intimidad. Era el principio, y la sensación me agradó mucho. Quería que me tocaras, pero estaba muerta de miedo.
– Bueno, escucha…
– Aprendí algo de mí misma que antes no conocía.
– Vaya, has salido de las monjas, pero volando.
Ella le sonreía de nuevo. Dijo:
– Nunca te olvidaré, Jack. Me lo recuerdas tanto…
Sabía a quién se refería. El otro día, cuando lo dijo por primera vez, no. Pero en esta ocasión… le bastaba con ver su cara, su sonrisa, para sentir escalofríos en la nuca.
– Antes de que se quitara la ropa y le llamaran pazzo y le tirasen piedras -dijo ella-. Francisco de Asís. Seguro que era igual que tú.
Roy llamó a las diez menos cinco. Lucy habló con él durante un minuto y luego le pasó el teléfono a Jack, con una mirada de recelo, diciendo:
– Está en el hotel.
Y siguió mirándole cuando él cogió el auricular.
– ¿Roy?
– Oye, estoy casi enfrente de la habitación del tipo, al otro lado del patio. Estoy sentado en la oscuridad dejando una rendija entre la puerta y el marco, mirando hacia el ascensor. Casi puedo ver la 501. Han metido el coche en el garaje y han subido cinco sacas de banco a la habitación, y no han salido desde entonces. Little One ha entrado y salido varias veces, y dice que se han bebido tres botellas de champaña y que ahora le dan al coñac y se han puesto a hablar de tías. Si pudieras hacer que, ¿cómo se llama?, Helene, les hiciera salir un par de minutos, lo tendríamos todo hecho.
– No, de ninguna manera.
– Que llame desnuda a la puerta; cuando abran viene corriendo hasta aquí, y los cogemos.
– Ella no está metida en esto.
Vio que Lucy le estaba mirando y oyó que Roy le decía:
– Bueno, mierda, todo el mundo está metido en esto menos ella, y resulta que ha hecho más que muchos.
Permanecían en la galería. Cullen, al otro lado de la habitación, estaba sentado en su sillón favorito, mirándole por encima de la revista.
– Jack, ¿es Roy?
Jack asintió y, mientras Cullen decía «Quiero hablar con él», siguió hablando por el teléfono:
– ¿Y el indio?
– Ha estado un rato abajo, pero ahora debe de haberse llevado el Chrysler. La última vez que he mirado ya no estaba.
– Nos ha seguido a Gulfport.
– ¿Sí? ¿Y qué ha pasado?
– Nada, le he despistado.
– Bueno, ¿qué habéis averiguado?
– Alvin Cromwell tiene preparado un barco bananero. Cree que irá con ellos mañana.
– Vaya, os ha ido bien, ¿eh?
– Así que esta noche no saldrán… Roy, ¿has bebido?
– Unas copas. ¿Cómo lo sabes?
– Porque todavía no has insultado a nadie.
– Bueno, escucha. Si no te gusta mi primera idea, tengo otra. Cuando entre Little One a llevarles algo o a recoger, entramos con él. Mierda, detrás de Little One cabríamos los cuatro.
– Roy, un vez entré en la suite presidencial de un hotel. Había seguido a una pareja durante cinco noches y estaban cargados: la mujer llevaba un conjunto de joyas distinto cada vez que la veía. Se anunciaba a sí misma. Miradme, qué rica soy. Entré en su habitación, y ¿sabes qué encontré?
– Quieres decir algo -dijo Roy-, pero todavía no veo por dónde vas.
– No encontré nada. Ella había metido las joyas en la caja fuerte del hotel. Y él había encerrado también hasta el dinero suelto. La moraleja es: «Si parece demasiado bueno para ser cierto, es porque no lo es.»
– Jack, no se pueden meter cinco sacas de banco en una caja, ni siquiera en la del hotel.
– ¿Has mirado dentro de las sacas, Roy?
– De acuerdo, ¿dónde pueden haberlo metido?
– No lo sé; pero cuando lo hacen tan a las claras, montando el espectáculo con las sacas, ya sabes que no está en la habitación. Si entramos detrás de Little One y no encontramos nada, ¿qué? Se acabó. Nos largamos, los polis cogen a Little One, examinan su expediente, hacen un trato con él y volvemos a la granja. Llegaremos a tiempo para plantar soja.
– Quiero saber dónde podrían esconderlo -dijo Roy.
– Esperemos hasta mañana -dijo Jack-, y ya veremos. No utilices a Little One para nada, ¿de acuerdo? Está limpio y quiere seguir estándolo.
– ¡Qué aburrido eres! -dijo Roy-. Mierda. Escucha, envíame a Cullen para que me ayude y luego venís tú y Lucy, después de medianoche, con los dos coches. Así estaremos a punto en cuanto amanezca. Dile al tipo de la recepción que tenemos una fiesta aquí arriba, en el 509. Mierda, también podríamos tenerla.
En cuanto Jack colgó, Lucy dijo:
– ¿Soy yo la que no está metida en esto?
– Hablaba de Helene, de utilizarla otra vez como cebo.
– ¿Y no te ha gustado la idea?
Desde el otro lado de la habitación, Cullen dijo:
– Yo quería hablar con él.
– ¿Te has servido de ella y se lo has contado todo, y no está metida en esto?
– Lo hizo como un favor, eso es todo. Voy a llevar a Cully y luego pasaré por Mullen para cambiarme. ¿Qué tal si nos encontramos en el hotel dentro de un par de horas? Aparca en el garaje subterráneo que hay al otro lado de la calle.
– ¿Haría cualquier cosa que le pidieras?
Observó su cara, alzada ante él, y dijo:
– ¿Qué quieres saber, Lucy, lo que ella haría por mí o lo que yo estoy dispuesto a pedirle?
El cadáver que Leo había preparado aquella mañana ocupaba un Batesville de precio moderado en uno de los velatorios pequeños. Jack estudió el rostro del hombre bajo la luz de la lámpara, sorprendido por su extraño aspecto y por la forma en que su escaso pelo aparecía peinado y lacado sobre la frente, como si fuera un senador romano. No era obra de Leo.
Pero Leo tenía que estar allí. O alguien del servicio de seguridad. Jack buscó en los otros velatorios. Raejeanne había dicho que Leo había recibido otro cadáver; si no, ¿por qué había llegado tarde a comer? Sin embargo, parecía que el hombre del velatorio era el único cliente, salvo que el segundo estuviera arriba, en la sala de preparación, y Leo estuviera en su despacho. Jack había entrado por la puerta principal. Podía asegurarse, mirar si el coche de Leo estaba en la parte de atrás. O podía subir corriendo y buscarlo. De todas formas, tenía que subir. Había alguien. Jack lo sabía. Tenía que haber alguien. Lo que no entendía era por qué, después de haber vivido allí tantos años, sentía la urgente necesidad de mirar atrás. De volverse rápidamente.
El agente de seguridad debería estar allí mismo, en el vestíbulo, o en la pequeña sala de recepción, y sus termos de café sobre la mesa. Pero como no estaba…
Jack subió las escaleras, llegó al oscuro pasillo y se detuvo al oír el ruido. Como una puerta que se cerrara con cuidado, con un débil «clic». La doble puerta de la sala de preparación estaba cerrada. También lo estaban las puertas de la sala de selección de ataúdes. Pensó en la Beretta que le había quitado a Crispín Reyna, debajo del asiento de su coche, y en la Beretta del coronel, por Dios, la que había tenido en sus manos y había devuelto al armario mientras el indio estaba en el cuarto de baño y él juraba que nunca volvería a entrar en una habitación de hotel, nunca jamás. Entonces estaba en casa, pero sentía la misma sensación de que no debería estar allí. O de que alguien no debería estar allí. Encendió la luz del pasillo. No le sirvió de mucho.
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