Elmore Leonard - Bandidos

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En Nueva Orleans, una fundación de ayuda a la `contra` nicaragüense guarda todo el dinero recaudado con la bendición de Reagan entre los magnates y empresarios norteamericanos. El coronel Dagoberto Godoy y su siniestro guardaespaldas, Franklin de Dios, son los encargados de recoger el dinero y de organizar el embarque clandestino, de las armas destinadas a la guerrilla antisandinista. La CIA sigue con atención los acontecimientos, pero nadie puede sospechar que se ha formado entre tanto un singular grupo de bandidos dispuestos a dar un golpe magistral. Aunque parezca una locura, Lucy Nichols, que había sido monja en una leprosería de Nicaragua, Jack Delaney, ex presidiario, y Roy Hicks, que fue expulsado de la policía acusado de soborno, tienen un plan infalible para hacerse con el botín.

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– Significa -explicó Jack- lo que te dijo el indio. Te estaban envainando con el pollo a la reina.

– Un hombre rico me dijo que había dado veinticinco mil dólares y que le encantaría unirse a mí en la lucha por la libertad, pero que su mujer no le dejaría ir. Le contesté que se trajera a su mujer. Podría trabajar en el campo con la mía.

– Buen chico -dijo Jack.

– No puedo creerlo -dijo Helene.

Franklin frunció el ceño, mirando de Helene, sentada al otro lado del sofá, a Jack, que estaba de pie junto a la nevera.

– Quiere decir que es una historia muy curiosa -explicó Jack-. Sigue.

– Había unas personas que un hombre dijo que eran refugiados que habían huido de la tiranía comunista. Les dijo que alzaran las manos y todo el mundo aplaudió.

– ¿Sí? ¿Quiénes eran?

– Algunos de los camareros que trabajan allí.

– ¿Te dieron una medalla o algo?

– Me dieron un uniforme nuevo de combate para que lo llevase en la cena, uno de esos de distintos colores. Me dijeron que me lo podía quedar. Me dieron aquella cena, con pollo, pero yo no tuve que pagar los quinientos dólares. También nos dieron helado.

– ¿Te trajeron de Nicaragua para una cena de recaudación de fondos?

– De Honduras. Me trajo en avión un hombre de la CIA. Luego tenía que volver. -Franklin se estiró y sacó la Beretta de la cintura de sus pantalones-. Me hace daño, cuando me siento se me clava -dijo dejando la pistola en el sofá, entre él y Helene.

Jack vio que Helene miraba la automática azul metálica, fascinada o temerosa de moverse, era difícil adivinarlo. Le gustaba verla allí, a la vista. El tipo empezaba a sentirse cómodo.

– Quítate la chaqueta, si quieres.

– No, estoy bien.

– Así que te trajo un tipo de la CIA. ¿Fue Wally Scales?

– No, otro tipo. -Franklin abrió aún más los ojos-. ¿Pero conoces a Wally?

– Lo conozco -dijo Jack, dirigiéndole una sonrisa estúpida y dejando que se lo pensara mientras salía de la habitación.

Volvió con una silla de aluminio y plástico que había comprado tres años antes por 9,95 dólares. Sirvió otro vodka para Franklin. Al sentarse miró a Helene y se dio cuenta de que ella le observaba. Helene le conocía. Cruzó las piernas y jugueteó con los dedos de sus pies descalzos. Estaba seguro de que si volvía a mirar a Helene ella pondría los ojos en blanco.

– Entonces te quedaste y empezaste a trabajar con Crispín.

– Me dijo que no volviera, que le iría bien un luchador por la libertad porque Miami estaba lleno de sandinistas.

– Tengo entendido que una vez disparaste a tres tipos. O que tuviste algo que ver con eso.

– ¿Cómo lo sabes?

– Wally Scales lo sabía, ¿no?

Vio que Franklin se tomaba unos segundos para contestar, mirándole.

– Quizá sí. Pero creo que tú sabes más que Wally.

Jack tomó un trago de su vodka y le dejó que dudara.

– Crispín me dijo que aquellos tipos eran sandinistas. Dijo que teníamos que matarlos o que nos matarían ellos a nosotros. Pero la policía me dijo que no, que eran de Colombia y que hacía mucho tiempo que se dedicaban al tráfico de drogas con Crispín. Dijeron que era un delincuente.

– Eso también lo sabía -dijo Jack-. Pero no llegaste a ir a la cárcel…

– Nunca en mi vida.

– Disparas a la gente… Pero eso es lo que se hace en la guerra, cuando se es soldado, ¿eh?

– Sí, por supuesto. Ya te lo he dicho antes. He venido aquí, quería saber por qué no me mataste. Pero ahora ya lo entiendo.

– Yo no estoy en la guerra.

– Sí, como Wally. Él tampoco puede matar a nadie.

– No, te tienen a ti. Te pasan a ti el trabajo asqueroso y se quedan con las manos limpias. Pero ¿por qué no me denunciaste cuando me cogiste en la habitación del coronel?

Franklin pareció sorprendido.

– Porque no me habías matado. O sea, entonces supe que no eras sandinista. Si no lo eres, entonces no me incumbe pensar en ello.

– ¿Se lo has dicho a Wally?

– Si le interesara, ya lo sabría. Y si no le interesa, ¿para qué iba a decírselo? Te veo más a ti que a él.

– ¿Y él qué te dice, Franklin?

– Yo no sabía si eras de la funeraria o de la policía, o qué. Pero ahora, bueno, vale. No trabajas en el mismo sitio que Wally, pero… Bueno, a mí me parece bien, lo entiendo. -Miró a Helene-. La vi en el hotel con el coronel y pensé que era amiga suya. Pero ahora veo que trabaja para ti. De acuerdo, no tienes que explicarme nada. -Franklin se inclinó hacia delante para levantarse del sofá-. ¿Puedo usar tu lavabo?

– Está allí.

Franklin se levantó y se dirigió al dormitorio.

Jack miró la pistola, que había quedado sobre el sofá. Y luego miró a Helene, cuando ella le dijo:

– Jack, eres de miedo. Tendrías que haber sido actor.

– Ya lo sé.

– Confía en ti.

– Está confundido. Sé tanto de él… Cree que debo de ser una especie de agente secreto.

– Incluso le caes bien.

– ¿En serio?

– Jack, tal como le tratan esos gilipollas arrogantes… Debes de ser la única persona que conoce que al menos habla con él.

– ¿Tú crees?

– Le tratan fatal.

– No es mal tipo.

– Parece simpático.

– Sí, cuando se le conoce.

– Son todos bajitos, ¿verdad?

– Pero es duro, te lo aseguro.

– El traje le va demasiado grande.

– Si les falla algo, se las cargará él.

– Pobre tipo.

– Primero lo utilizan, y luego lo dejarán tirado.

– Pero tú no lo harás, ¿eh?

– Estoy intentando ayudarle.

– Eh, Jack…

– De verdad.

– Acaba de tirar de la cadena.

– Bien, me alegro de que sepa hacerlo.

– Chico, si alguien ha nacido para actor, eres tú.

– ¿Lo crees de verdad?

– Es una pena, tantos años perdidos.

– No me va mal.

Al volver, Franklin se paró y se quedó mirando su arma, sobre el sofá, antes de sentarse. Luego miró a Jack e insinuó una sonrisa. Jack se levantó y le sirvió otro vodka.

– ¿Estás contento, Franklin?

– Me siento bien.

– Mañana, de vuelta a casa, ¿eh?

Jack supo que el vodka estaba empezando a funcionar por la forma en que Franklin le sonrió.

– Déjame que te pregunte una cosa, Franklin. ¿Entiendes de qué va la guerra, allí en Nicaragua?

– Claro, luchamos contra los sandinistas.

– Ya. ¿Pero tenéis motivos para ello?

– Son gente de la peor calaña -dijo Franklin-. Queman nuestras casas, nos roban la tierra, matan a nuestra gente y nos hacen vivir donde no queremos.

– ¡Oh! -exclamó Jack.

Hubo un momento de silencio y Franklin siguió mirándole.

– Déjame que te haga otra pregunta -le dijo Jack-. ¿Crees que el coronel va a coger mañana el bananero, con esas sacas llenas de millones?

Le cogió con el vaso levantado, a punto de beber.

– ¿Y con su Mercedes nuevo de color crema? ¿Tú crees que es posible?

Franklin siguió mirándole, pero no contestó.

– Si no puede meter el coche en el barco, ¿crees que lo llevará por carretera hasta Nicaragua? Le ha costado sesenta y cinco mil dólares. No lo va a dejar aquí. Mierda, si lo compró ayer.

– Creía que a lo mejor era de Crispín.

– Eso creías, ¿eh? ¿Y entonces por qué está a nombre del coronel? Lo compró él, Franklin, y eso significa que es suyo… ¿Qué ha dicho Wally de eso?

– Wally sólo ha dicho que le llame si me dejan aquí.

Jack tuvo que pensar sobre eso.

– Tómate una copa y te contaré otra cosa.

Vio que Franklin se tragaba la mitad del vodka, gesticulaba, abría y cerraba los ojos y se pasaba la mano por la boca.

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