– ¿Crees que cantaría?
– Roy no correría ese riesgo.
– Te lo estoy preguntando a ti -dijo Lucy-. ¿Crees que cantaría?
– Hemos tenido toda la semana para hablarlo. Ahora, de repente… resulta que es otra cosa.
– Jack, ¿crees que cantaría?
Le miró fijamente, esperando, hasta que él dijo:
– Creo que aunque te arrancaran las uñas no dirías nada. Pero tendrás que convencer a Roy.
– Si ocurriera -dijo Lucy-. Pero, si confías en mí, ¿no es suficiente?
Le estaba poniendo en evidencia, allí sentado, con un pañuelo azul en el bolsillo de la chaqueta y una Beretta automática encajada en la cintura, listo para salir.
– Tal vez sí. -Habían llegado muy lejos-. ¿Sabes cómo vas a llevar el dinero allí abajo?
– A través de la hermandad. Haré una transferencia a un banco de León donde las hermanas tienen una cuenta corriente.
– ¿Vas a volver?
– ¿A Nicaragua? Me lo estoy pensando.
– No, me refería a la orden.
– No, estoy muy segura de lo que soy, pero ya no soy una hermana de San Francisco…
– Del Estigma -añadió Jack.
Ella pareció sonreír al recordar.
– Cuando tenía diecinueve años, si pronunciaba la palabra estigma suspiraba y me entraban escalofríos -dijo mirándole, pero ensimismada.
Dijo que solía rezar pidiendo una visión, una experiencia mística realmente sincera, y creía, cuando tenía diecinueve años, que le iba a ocurrir inesperadamente, pero pronto. Le dijo que nunca se lo había explicado a nadie, que solía concentrarse, imaginarse que no pesaba, y luego levantaba los brazos y se ponía de puntillas intentando levitar como san Francisco, para quedarse suspendida en el aire por el amor divino.
Le contó que intentaba imaginarse cómo sería una experiencia extática y que pensaba: «Si es mental, entonces se tiene que experimentar con los sentidos, con el cuerpo.» Luego se decía: «Si es física, ¿tendrá algún parecido con el amor físico, será como hacer el amor con un hombre?» Por su manera de mirarle, Jack supo lo que iba a añadir:
– Pero no sé cómo es eso. Tendré que averiguarlo.
Se lo dijo tranquilamente, en aquella habitación del hotel Saint Louis, a la una y media de la noche, sin quitarle los ojos de encima, esperando.
– Lucy… -dijo él.
Se puso de pie, devolviéndole la mirada. Pareció pasar mucho tiempo hasta que le ofreció su mano y la atrajo hacia sus brazos con una sensación de ternura, una sensación agradable. Dijo:
– Te abrazaré. Déjame que te abrace.
Pegada a él, Lucy dijo:
– ¿Podemos tumbarnos?
Roy estaba dormido en el asiento trasero del Mercedes de Lucy, en el garaje subterráneo del hotel Royal Sonesta. Cuando Jack abrió la puerta y se metió en el asiento delantero, se despertó de golpe y preguntó qué hora era.
– Las ocho menos cuarto. ¿Dónde está su coche?
– Detrás de la segunda columna, tras otros seis coches -dijo Roy-. He movido éste para que quede bien orientado. ¿Qué hacen los bananeros?
– Nada, de momento.
– ¿Se han quedado toda la noche, las tías?
– No, se fueron. Las oímos.
– Joder, todavía las ocho menos cuarto. La jodida vigilancia. Pensaba que nunca tendría que volver a hacerlo.
– Estabas como un tronco. No habrá sido tan malo.
– ¿Y tú que sabes? Nada.
– ¿Dónde está Cullen?
– Y yo qué mierda sé. Fui a buscarle al antro de Darla y llamé a la puerta. No contestaron. O le dio un ataque de corazón a medio polvo y ella tuvo que llevarlo al Charity, o es que se ha rajado.
– No tiene adónde ir.
– Ya es mayorcito -dijo Roy-. Está como un jodido cencerro, pero ya es mayorcito. Le llevé a que conociese a Darla. Le dije: «Ahí tienes, monada, a ver si le puedes limpiar el polvo al viejo.» Me contestó: «No hace falta que uses ese lenguaje.» Y yo le dije: «Sí que hace falta, porque si no, no te enteras.» ¿Y tú qué tal? ¿Os lo habéis pasado bien, tú y la hermana, ahí arriba, mientras yo estaba en el garaje? ¿Dónde está?
– Preparando café.
– Bueno, espero que me traiga un poco.
– Eso es lo que está haciendo, prepararnos café.
– ¿Habéis ido a pegar la oreja a la puerta?
– Desde las cinco de la mañana. Están dentro, durmiendo.
– No me cuesta nada creerlo.
– El bananero sale esta mañana, no sé a qué hora -dijo Jack-. Incluso si no quieren cogerlo, tendrán que moverse pronto, para hacerlo bien.
Roy miraba más allá de Jack, hacia la salida de la calle Bienville, un cuadrado de luz solar contra la planta baja del hotel Saint Louis, al otro lado de la calle. Un empleado se sentó en un taburete a la entrada del garaje.
– Creo que ya tienen el dinero -dijo Roy-. Y creo que tendríamos que hacerlo aquí mismo. Eso de atacarles en algún lugar de la autopista es pura mierda, y tú lo sabes.
– Coge las máscaras.
– Que se jodan las máscaras.
– Eso significa que te has olvidado.
– No voy a llevar ninguna jodida máscara. Si no la llevo en Carnaval, menos aún para esto. Ese tipo no sabe quién soy. Si quieres, átate tú un pañuelo en la cara, y a Lucy la esconderemos en el coche. Total, no nos va a servir de nada. Éste es el lugar adecuado, mierda, aquí mismo. Creo que lo tienen en el coche. Si tuviera un alambre, lo averiguaría en dos minutos.
– Nadie sería tan idiota como para dejarlo en el coche.
– Nadie cree que sean tan idiotas. Por eso podría estar allí.
– ¿Has mirado por las ventanillas?
– Sí, Delaney, claro que lo he hecho. Pero no he mirado en el jodido maletero, porque el jodido maletero no tiene ventanillas.
– Me alegra que hayas dormido tan bien.
– Si no lo tienen ahí, a la mierda. Me voy a casa y me meto en la cama. Cullen podría ser más despabilado de lo que yo pensaba… Ahí viene Lucy. Espero que traiga algún bollo.
– Mira quién hay detrás de ella -dijo Jack.
Franklin de Dios pasó del sol a la sombra, bajando por la rampa del garaje, mientras Lucy se acercaba al coche con dos bolsas de comida para llevar, concentrada, presurosa. Al llegar junto a ellos, les dio las bolsas por la ventanilla y dijo:
– Franklin acaba de salir del hotel.
– Está aquí mismo -le dijo Jack-. Ahora se ha ido.
– Se ha metido por el primer pasillo. Mira -dijo Roy, inclinándose hacia Jack-. Si se va, será mejor que lo sigas. ¿Dónde tienes tu coche?
Jack tuvo que pensarlo.
– Está en el mismo pasillo.
– ¿Has oído eso? -dijo Roy-. Está poniendo un coche en marcha. -Lucy estaba entrando en el coche y Roy tuvo que estirarse, levantándose-. Por el amor de Dios, ¿quieres esperar? Jack… Ahí está. Es el Chrysler. ¿No es el Chrysler? Jack, ¿te vas a quedar ahí sentado, o te vas a mover?
Para cuando hubo salido a Bienville, acelerando el Scirocco entre camiones que descargaban y coches aparcados, el Chrysler ya había desaparecido, perdido en algún lugar de la calle de un solo sentido, fuera de la vista, hasta que Jack creyó verlo girando por Rampart, lo cual le sorprendió. ¿Adónde iba Franklin? La calle Rampart desembocaba en la avenida Tulane y luego se convertía en la autopista del aeropuerto, lo cual parecía contestar a su pregunta. Franklin iba al aeropuerto de Kenner. Sí, efectivamente, parecía que Franklin había aceptado su consejo de la noche anterior y se iba de la ciudad. Si prefería hacerlo en un avión mejor que en un barco bananero, daba igual. Probablemente querría pasar antes por Miami para recoger ropa y otras cosas.
Jack empezó a advertir que hacía un día muy bonito: cielo limpio, y no demasiada humedad. Se sacó la Beretta de la cintura del pantalón, buscándose por la entrepierna, y la echó debajo del asiento. Era muy posible que aquella misma tarde volviera a conducir, en esa ocasión con un maletín lleno de dinero, después de una semana de actividad que había resultado nueva y distinta. Vaya, cada día algo distinto. Había conocido gente rara. Había dormido, exactamente dormido, con dos mujeres jóvenes. Lo que le confundía en el caso de Lucy era la ternura. Podía imaginarse a los dos quitándose la ropa y todavía sentía la ternura. Pero si intentaba imaginarse a sí mismo tumbado entre sus piernas, le resultaba imposible, se convertiría en otra cosa y la sensación de ternura desaparecería. Se encontraría actuando, y observando su propia actuación, consciente de ella, claro, mirándola, besándola, pero más consciente de sí mismo mientras lo hacía, simplemente haciéndoselo, y eso no era lo que eran el uno para el otro… Mientras ella dormía, la había abrazado y había estado escuchando su respiración. Le bastaba la ternura. Ella parecía extraña, porque sobre ella no había nada impuesto; era como una niña y sabía más cosas que él, sabía cómo entrar en sus sueños. Podía hablar con ella, pero tenía que escucharla con atención y pensar. Helene, cuando hablaba con Helene, las cosas simplemente le salían. Con ella podía hacer locuras. Podía hacer locuras mientras le hacía el amor. O bastaba con que la mirase de cierta manera para que ella le entendiese. Tenía la sensación de que Lucy y Helene se gustarían mutuamente. Sí, seguro. Y, en general, todo eran buenas sensaciones mientras seguía al Chrysler hacia el aeropuerto, y luego hasta el aparcamiento de devolución de coches de la National. Jack aparcó a un lado de la carretera y vio que Franklin salía del Chrysler.
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