Elmore Leonard - Bandidos

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En Nueva Orleans, una fundación de ayuda a la `contra` nicaragüense guarda todo el dinero recaudado con la bendición de Reagan entre los magnates y empresarios norteamericanos. El coronel Dagoberto Godoy y su siniestro guardaespaldas, Franklin de Dios, son los encargados de recoger el dinero y de organizar el embarque clandestino, de las armas destinadas a la guerrilla antisandinista. La CIA sigue con atención los acontecimientos, pero nadie puede sospechar que se ha formado entre tanto un singular grupo de bandidos dispuestos a dar un golpe magistral. Aunque parezca una locura, Lucy Nichols, que había sido monja en una leprosería de Nicaragua, Jack Delaney, ex presidiario, y Roy Hicks, que fue expulsado de la policía acusado de soborno, tienen un plan infalible para hacerse con el botín.

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– Lo vas a dejar, ¿eh?

– No me gusta trabajar para ellos.

Dio unos pasos hacia ella, hasta llegar al ascensor.

– ¿No te tratan bien?

Franklin negó con la cabeza.

– No me gustan. ¿Crees que están dentro?

– Creo que sí. ¿De dónde eres?

– De Nicaragua.

– Ya. Imaginaba que eras de por allí, por tu manera de hablar. Te vas, ¿eh? -Cuando Franklin asintió, ella siguió-: ¿Ellos también se van? -Franklin volvió a asentir-. Bien. Nunca había visto tanto follón como lo que he tenido que ordenar por ese hombre, Por su culpa, no me da tiempo a acabar.

– Son así -dijo Franklin-. Me pregunto, madre, si podrías abrir la puerta.

– Claro, cariño. Encantada.

Franklin le dio un dólar.

Dentro, oyó música y les oyó hablar en el dormitorio mientras echaba un vistazo. Vio la mesa de servicio, el desorden de vasos y platos sucios, los cojines del sofá en el suelo. Notó el olor a tabaco concentrado. Cruzó la sala de estar hasta llegar a la mesa de la esquina. El maletín del coronel estaba allí, pero las llaves del coche no. Las sacas de los bancos, lo advirtió entonces, estaban en el suelo, detrás de la mesa. Dejó su bolsa sobre la silla y se agachó para tocar una de las sacas redondas y observar la grapa metálica que la cerraba. No le costaría abrirla. Se puso de pie, mirando de nuevo la mesa, preguntándose si debería abrir el maletín del coronel, de piel de cocodrilo.

La voz del coronel dijo, en castellano:

– ¿Qué haces aquí?

Franklin se dio la vuelta. El coronel estaba de pie, no lejos de la puerta del dormitorio, con su ceñida ropa interior brillante.

– ¿Cómo has entrado?

– He estado una hora llamando a la puerta.

– ¿Cómo has entrado? -repitió el coronel, esta vez en inglés.

– La camarera. Ha abierto con su llave -explicó Franklin-. He llamado a la puerta, pero nadie me oía.

Miró a aquel hombre, con su ropa interior, sacando pecho, con el ceño fruncido. Entonces apareció Crispín, procedente del dormitorio, con una toalla atada a la cintura. Franklin deseaba preguntarles qué hacían oyendo la música de la radio. ¿Estaban bailando? Casi sonrió sólo de pensarlo.

– Dice que la camarera le ha abierto -le explicó el coronel a Crispín.

Éste parecía enfermo, muy delgado; le sobresalían los huesos. Cruzó la habitación para llegarse hasta la mesilla de café, sin decir nada, y cogió un paquete de cigarrillos. Franklin volvió a mirar al coronel, que seguía sin quitarle los ojos de encima.

– ¿Has devuelto el coche?

Franklin asintió.

– ¿Qué? No te he oído.

– Sí, he devuelto el coche.

– ¿Dónde está mi resguardo?

– No lo tengo. No me dijiste nada.

– Te dije que cogieras el resguardo. ¿Eres estúpido?

En castellano, Crispín dijo:

– No nos hace falta.

– Tanto si lo necesitamos como si no, le he dicho que lo cogiese.

– No sabe nada de resguardos -dijo Crispín-. No reconocería un jodido resguardo ni aunque le mordiera.

– Le dije que lo cogiera… Quería que vieran quién había devuelto el coche.

– Sí, por un momento lo había olvidado.

Franklin miró a uno y a otro. Al coronel, que decía:

– Porque bebes demasiado, y luego hablas demasiado. No sabes nada de autodisciplina. ¿Sabes cuánto durarías en la jungla?

A Crispín, que decía:

– Cuéntame lo que quieras acerca de la vida de campaña, no oí bastante de eso anoche. ¡Madre de Dios, contarle a esas putas toda esa historia de tu vida militar! ¿Sabes lo que eso les importaba? Nada. ¿Sabes adónde quieren ir? A Miami, ahí es adonde quieren ir.

Al coronel, que decía:

– Claro, por supuesto. Tú invitaste a esas putas a venir con nosotros. No te acuerdas, ¿verdad?

Franklin vio que el coronel se volvía y se le quedaba mirando, como pensando en algo que decir. Pero al parecer sólo se le ocurrió preguntar:

– Bueno, ¿qué quieres?

– ¿Llevo algo al coche?

– Todavía no he hecho mi maleta.

Franklin, sentado en el borde de la mesa, miró hacia abajo y tocó una de las sacas con el pie.

– ¿Y si me llevo una de éstas?

El coronel seguía mirándole.

– ¿Por qué? ¿Crees que el dinero está ahí?

– No lo sé.

– Nunca sabe nada -dijo Crispín, caminando por la habitación.

Cuando se metió en el dormitorio, dejándolos solos, Franklin dijo:

– Pero no lo creo. Creo que lo tenéis en el coche nuevo.

El coronel se puso las manos en las caderas, sobre los ceñidos calzoncillos rojo brillantes.

– ¿Ah, sí? Eres bastante despabilado, Franklin. ¿Dónde aprendiste? Con las misioneras, ¿eh? -El coronel habló por encima del hombro hacia el dormitorio, elevando la voz-: Franklin dice que cree que el dinero está en el coche.

Franklin oyó correr el agua en el cuarto de baño y la voz de Crispín, que decía:

– Pregúntale cómo lo sabe.

– ¿Cómo lo sabes, Franklin?

– Sé que no lo podéis guardar aquí.

– ¿Y lo guardamos en el coche, sin nadie que lo vigile?

– Creo que tenéis algo que lo vigila.

El coronel volvió a gritar hacia detrás:

– Dice que cree que tenemos algo que lo vigila.

– ¿Qué? -se oyó que decía la voz de Crispín.

Franklin esperó a que el coronel se lo repitiera y luego volvió a oír a Crispín.

– ¿Y eso cómo lo sabe?

«Están locos -pensó-. No lo saben y no lo sabrán nunca.»

El coronel, todavía con las manos en las caderas y con sus disparatados calzoncillos, le preguntó:

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Y qué más da? -contestó Franklin-. Dejo de trabajar para vosotros.

Franklin vio cómo al coronel le cambiaba la cara, se volvía fría y como de piedra, y se acercó a su bolsa de viaje, que seguía sobre la silla. Luego oyó la voz del coronel:

– ¿Qué has dicho? ¿Qué?

Franklin sacó la Beretta de la bolsa de viaje y vio que la expresión del coronel volvía a cambiar y que sus ojos se abrían desmesuradamente cuando le apuntó con la pistola de nueve milímetros al centro del pecho.

– He dicho que lo dejo -repitió Franklin.

Le disparó y lo vio caer hacia atrás y girar los brazos al derrumbarse. Se acercó al coronel, dijo «adiós», volvió a disparar y le vio agitarse. Oyó a Crispín antes de que apareciese en la puerta de la habitación con la toalla anudada a la cintura, también con los ojos muy abiertos. Franklin dijo:

– Lo dejo, Crispín.

Le disparó al pecho y luego tuvo que entrar en el dormitorio para decirle «adiós» y volver a dispararle.

Las llaves del coche estaban en el armario.

Roy se había situado en un lugar desde el cual podía mirar hacia el vestíbulo a través de la puerta de cristal y ver el ascensor. Si giraba la cabeza unos cuarenta y cinco grados, veía también la galería de la quinta planta, que era como una valla que daba la vuelta al patio. Estaba mirando hacia arriba, desde que había oído el débil pero claro «pop»; luego nada, luego otro «pop», y luego dos más, espaciados, de procedencia indefinida. Él ruido no había sido fuerte, pero lo había oído venir de alguna parte, y creyó que podía ser de arriba. Aunque también podía haber venido de la calle y haber sonado en el patio entrando por arriba. Ninguna de las personas que estaban desayunando en el hotel miró hacia arriba o pareció hacer comentarios al respecto.

Había una sirvienta negra allí arriba -le pareció que era negra-, que se había quedado junto a la carretilla y miraba hacia el ascensor. Roy la observó. Si los disparos venían de allí, los habría oído. Pero en aquel momento parecía haber perdido el interés en lo que estaba mirando o esperando, y se movió con su carretilla, alejándose del ascensor y del rellano de la 501. Arriba no había ni un alma. No se abrió ninguna puerta, ni nadie sacó la cabeza para ver qué había pasado.

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