Elmore Leonard - Bandidos

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En Nueva Orleans, una fundación de ayuda a la `contra` nicaragüense guarda todo el dinero recaudado con la bendición de Reagan entre los magnates y empresarios norteamericanos. El coronel Dagoberto Godoy y su siniestro guardaespaldas, Franklin de Dios, son los encargados de recoger el dinero y de organizar el embarque clandestino, de las armas destinadas a la guerrilla antisandinista. La CIA sigue con atención los acontecimientos, pero nadie puede sospechar que se ha formado entre tanto un singular grupo de bandidos dispuestos a dar un golpe magistral. Aunque parezca una locura, Lucy Nichols, que había sido monja en una leprosería de Nicaragua, Jack Delaney, ex presidiario, y Roy Hicks, que fue expulsado de la policía acusado de soborno, tienen un plan infalible para hacerse con el botín.

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– Jack Delaney.

Vio que esgrimía aquella sonrisa que le resultaba familiar porque aparecía en las fotos -apenas una hendidura la boca, los ojos brillantes por un instante-, y luego la deshacía para preguntar:

– ¿En serio que eres un Delaney? ¿De dónde?

– Creo que de Kilkenny, el abuelo de mi padre…

– Claro -dijo Boylan-. De Castlecomer, en North Kilkenny. Hubo un Ben Delaney que tocaba la trompeta en la Castlecomer Brass Band… Ah, espera, también podía ser en Ballylinan. Seguro, Michael Delaney era de allí. Dios mío, fue segundo comandante de la brigada de North Kilkenny, del IRA, entre 1918 y 1921, antes de la tregua, cuando jodían a la corona. Hacían bombas con cacerolas de acero llenas de gelignita. Antes de que salieran las bombas de plástico -se le inflamaba la voz al explicarlo- y esos lanzacohetes que se pueden esconder debajo del abrigo…

– ¿Cómo sabes todo eso?

– Soy de allí. De Swan, un lugar de paso, junto a la carretera, no sé si habrás oído hablar de él.

– Me refiero a lo que pasaba hace tantos años. ¿Cómo sabes eso de un Delaney, y toda esa historia del IRA?

– ¿Que cómo lo sé? Porque es mi jodida vida. Pregúntame dónde he estado este último mes, ya que no estaba volando patrullas británicas ni dándoles palos a los malditos polizontes. -Boylan frunció el ceño-. ¿Sabes de qué estoy hablando? La pasma de Belfast, Jack, la Royal Ulster Constabulary. Su idea de un gran golpe es acorralar a cualquiera como yo en solitario. Pero tú hablas de «historias del IRA» y de «hace mucho tiempo», como si no supieras de qué va. Todavía existe, Jack, más que nunca. Dios mío, ¿es que no lees los periódicos?

El hombre modulaba su voz como un sistema de alta fidelidad, por arriba y por abajo, los agudos y los graves. En aquel momento estaba callado, tranquilo, pasando la vista por la mesilla de café, las botellas, los vasos y la bandeja de restos de canapés. Jack le vio cruzar la habitación para inclinarse sobre la bandeja y estudiar los emparedados antes de escoger uno.

Míralo.

Despreocupado, se dio la vuelta para mirar la televisión y se metió un emparedado en la boca, se chupó dos dedos y se los secó en la camisa, mientras las voces chirriaban.

Aquel individuo creía que ya eran colegas, como si hubieran marchado juntos un mes antes en el día de San Patricio. Cierto era que Jack sentía que tenía lazos comunes con él, que le había recordado a los Delaneys que le precedieron, pero aquel fulano asumía demasiadas cosas. Jack se acercó al televisor, en el cual aún competían aquellas voces agobiantes, y las acalló.

Boylan, inclinado sobre la bandeja, alzó la vista.

– ¿Qué haces ahí?

– Siéntate en el sofá.

Boylan se metió medio huevo duro en la boca.

– Si lo hago, seguro que me quedo dormido. Son las nueve y media, y el tío de esta habitación debe de estar a punto de llegar.

Jack se acercó hasta él levantando la Beretta y se la puso en la cara. Boylan movió la cabeza, todavía inclinado, abrió los ojos, y Jack pudo ver el huevo duro dentro de su boca cuando dejó de masticar y se quedó mirándole.

– Claro, Jack, encantado.

Bajó el arma hasta sentirla apoyada contra su pierna.

– Has estado a la sombra, ¿verdad?

El hombre dio la vuelta a la mesilla de café para dejarse caer con cuidado sobre el sofá, cubierto por un zaraza. Suspiró.

– En Long Kesh. Allí llenábamos las paredes de mierda y los colegas de la galería H despertaron al mundo con su huelga de hambre. «El laberinto maldito», lo llamaban algunos.

– ¿Por qué te encerraron?

– Por hablar en la iglesia -dijo Boylan-. A un hijo de puta que me estaba soltando un pregón. Llegaron por la noche, como siempre, le partieron los dientes a mi mujer al abrir de golpe la maldita puerta, encontraron un revólver entre la colada y ése fue mi pecado. Me echaron cinco avemarías y cinco años en Kesh. -Boylan se inclinó hacia delante y escogió sin prisas un canapé-. ¿Cómo es que sabes algo de esto, Jack? ¿Cuál fue tu pecado? No me digas que sólo eres un ladrón. Has venido aquí con tu mejor ropa y oliendo a espliego… ¿Qué robarías, sus camisas? Joder, pues tiene unas cuantas.

– Tú ya habías estado aquí.

– Alguna vez. -Boylan se echó hacia delante, apoyando las manos en las rodillas-. Si vamos a hablar, podríamos hacerlo abajo. Viendo bailar a las chicas desnudas y tomando una cerveza. ¿No te gustaría?

– Estás lejos de casa, ¿eh?

– Veo que prefieres poner mis nervios a prueba. Mantenerme sobre ascuas hasta que te diga lo que pretendo. A ver quién de los dos aguanta más. ¡Oh, Jack, me encantaría saber a qué juegas tú antes de decirlo! -Le dirigió una mirada y asintió-. Me gustaría poder creer que políticamente estamos muy cerca. -Y sus ojos volvieron a abrirse con un brillo esperanzado-. ¿Me habías visto antes? ¿Me habías oído hablar en los desayunos de la Holy Name Communion?

– ¿Quieres dejarte de mierdas y decirme qué haces aquí?

Boylan soltó un suspiro.

– De acuerdo, me arriesgaré y te lo diré claramente. El nicaragüense ha venido en busca de armas, ¿lo sabías?

Jack asintió.

– Bueno, pues yo también he venido en busca de armas.

– Sólo que él las va a comprar.

Jack había dejado caer la frase y vio nacer una sonrisa en el rostro del irlandés.

– Ah, pero nuestras mentes corren juntas, ¿verdad, Jack?

14

Estaban en el comedor de arriba, sentados cerca de la cristalera que daba al jardín de palmeras, al verde follaje iluminado por focos de luz. Dick Nichols dijo, dirigiéndose a sus invitados, el coronel y su silencioso amigo de Miami:

– Es como estar todo el año en Navidad, ¿eh?

– Feliz Navidad -dijo en castellano Dagoberto Godoy, con un tono seco, aparentemente no demasiado feliz-. Quisiera pasar las próximas Navidades en Managua, pero creo que no podrá ser.

Dick Nichols miró a Crispín Reyna, sentado frente a él, enmarcado por la cristalera, y le dijo, tratando de lograr que hablara:

– ¿Cómo es eso? ¿No les va bien a tus chicos?

El tipo de Miami se encogió de hombros, pero no abandonó su expresión fría ni dijo nada, lo cual podía significar que no lo sabía o que no le importaba una mierda. Así que Dick Nichols se volvió hacia el coronel:

– ¿Qué problema tenéis, Dagaberta ? Creía que teníais la guerra casi ganada.

– Habrás leído en los periódicos que tenemos diecisiete mil luchadores por la libertad -dijo Dagoberto-. Pero debemos de tener unos catorce mil. Los comunistas tienen setenta mil, más de los que están en la reserva, y todos los «chicos plásticos» de Managua, chicos que no trabajan, que no tienen nada que hacer y que pueden meterlos en el ejército cuando quieran. Y tienen helicópteros de combate, Mi-24 soviéticos. Necesitamos misiles tierra-aire, los SA-7, muchos. Pero sobre todo necesitamos algunos de esos monstruos voladores, los helicópteros.

– Eso ya son palabras mayores. -Alzó la vista y casi entabló contacto visual con una bella mujer de una mesa vecina, pero el camarero, al acercarse, se interpuso-. Eh, Robert, creo que tomaremos otros tres de lo mismo. Mira, sírvenoslos dobles y así te ahorras un viaje, ¿vale? ¿Qué te parece?

– ¿Chivas, señor Nichols?

– Claro, Robert. Oye, haz una cosa, ven por aquí cada doce minutos y medio a ver cómo vamos. -Inexpresivo, esperó a que Robert le mostrara su sonrisa de camarero arrogante-. ¿Te parece bien?

– Sí, señor Nichols, será un placer -contestó el camarero con una sonrisa apenas insinuada y sin mirar a los nicaragüenses.

Dick Nichols bebía whisky escocés con ellos porque le parecía que se lo agradecían. Solía beber whisky escocés o bourbon con los hombres de negocios, cerveza con los guías de pesca de Cajun, y whisky con cerveza cuando se sentaba con los perforadores de Morgan City. Era la mejor forma de enterarse de las cosas. Beber y sonreír, tirarles de la lengua y escuchar. Les dijo a Dagoberto y a su compañero de Miami, a quien se moría de ganas de llamar «Crispy», que conseguir el dinero para comprar un helicóptero ya era mucho, pero que luego tenías que mantenerlo, al muy hijo de puta.

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