Elmore Leonard - Bandidos

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En Nueva Orleans, una fundación de ayuda a la `contra` nicaragüense guarda todo el dinero recaudado con la bendición de Reagan entre los magnates y empresarios norteamericanos. El coronel Dagoberto Godoy y su siniestro guardaespaldas, Franklin de Dios, son los encargados de recoger el dinero y de organizar el embarque clandestino, de las armas destinadas a la guerrilla antisandinista. La CIA sigue con atención los acontecimientos, pero nadie puede sospechar que se ha formado entre tanto un singular grupo de bandidos dispuestos a dar un golpe magistral. Aunque parezca una locura, Lucy Nichols, que había sido monja en una leprosería de Nicaragua, Jack Delaney, ex presidiario, y Roy Hicks, que fue expulsado de la policía acusado de soborno, tienen un plan infalible para hacerse con el botín.

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Si oía a algún vendedor que vacilaba a las chicas e intentaba impresionarlas con la cantidad de ordenadores que había vendido, se sentaba a la barra o intentaba algo como: «¿Tú y yo no hicimos de modelos en un anuncio el año pasado?» O les decía que estaba aprendiendo inglés y hablaba con fingido y estúpido acento francés.

Lo intentó con Helene la primera vez que la vio en el bar del Roosevelt, impresionado por su perfil y sus piernas desnudas, cruzadas, dentro de una falda verde corta. Le dijo que era de «Paguís» y Helene contestó:

– ¿No estará cerca de Morgan City, por casualidad?

Entonces le dijo que no había sido un mal intento, que resultaba original, pero que hasta dónde podía llevarlo. ¿O acaso su vida era tan aburrida que tenía que pretender ser quien no era?

Él le dijo, sin el acento francés, que tenía la nariz y los ojos castaños -enfatizó lo de los ojos- más bonitos que había visto en su vida, y que su vida, su profesión, estaba muy lejos de ser aburrida.

– ¿A qué te dedicas?

– A ver si lo adivinas.

– ¿Vives aquí?

– Sí.

– ¿Tienes mucho dinero?

– Bastante.

– Vendes drogas.

– No vendo nada.

– Compras.

– No.

– Robas.

– Exacto.

Ella dudó.

– ¿Qué robas?

– Adivínalo.

– ¿Coches?

– No.

– Joyas.

– Exacto.

– Ya, seguro -dijo ella-. ¿De verdad? ¡Venga, hombre! ¿Y qué haces con ellas?

– Se las vendo a un tipo por cerca de una cuarta parte de su valor.

– No sé si creerte -dijo ella con un tono de voz diferente, más suave, dubitativo.

Jack se dio media vuelta en el taburete, miró hacia la sala y se volvió a Helene:

– ¿Qué haces mañana?

– Trabajo. Con una abogada.

– Pasa por aquí a la hora de comer. Estoy en la 610.

– ¿Y si no tengo apetito?

– ¿Ves a esa mujer con el traje azul de malla?

– De gasa.

– El tipo que está con ella lleva esmoquin.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Ves el anillo que lleva?

Hacia la una y cuarto del día siguiente, en el silencio de la habitación, turbado sólo por los débiles ruidos de la calle, Helene movió su cabeza sobre la almohada y dijo:

– Me parece que me estoy enamorando de ti.

Buddy Jeannette le había dicho: «Ve siempre bien vestido y coge siempre el ascensor. Si te encuentras con alguien en la escalera te recordará, porque normalmente no se ve a nadie por las escaleras. Pero en un ascensor, tío, estás demasiado cerca de la gente para que se te pueda ver.»

Así que Jack subió en un ascensor vacío al quinto piso del hotel Saint Louis, con su traje de trabajo azul marino, salió y encontró la habitación 501 junto a la puerta del ascensor, invisible desde el jardín de la planta baja. Se acercó a la puerta y llamó tres veces, esperando, dándole tiempo al hombre por si estaba dentro. Entonces hizo uso de la llave y entró.

El recaudador de fondos había dejado todas las luces encendidas, incluso la del baño. Little One le había dicho a Roy que había llamado a las siete para ver si podía recoger la mesa de servicio y que no le habían contestado, pero que a las cinco y media, cuando les llevó champaña y licores, estaban él y otros dos latinos, y que entonces habían llegado dos blancas con pinta de putas.

El desorden resultante de la fiesta se notaba en la sala de estar de la suite, llena de botellas y vasos. Había una bandeja con unos cuantos canapés sobrantes, emparedados, huevos duros, un recipiente con hielo derretido y colas de gamba. Había colas de gamba en los ceniceros, servilletas en el suelo, manchas de humedad reciente en la moqueta roja… Varios sobres dirigidos al «Cor. Dagoberto Godoy / Hotel Saint Louis», con remite de Tegucigalpa, Honduras. Las cartas estaban escritas a máquina, en castellano. Al cruzar la sala para acercarse al teléfono, que estaba sobre la mesa, Jack se vio reflejado en el espejo que había encima del sofá. Recordó las cartas de su padre con el matasellos de Honduras. Había recortado los sellos y los había guardado. No había nada junto al teléfono, sólo unas cuantas colas de gamba.

Aquello era como en las visitas de preparación de la tarde, no tenía nada que ver con la viva sensación que provocaba entrar cuando sabías que había gente en la oscuridad, cuando oías su respiración y una cantidad inimaginable de variedades de ronquidos. Se lo había explicado a Helene:

– ¿Sabías que las mujeres roncan tanto como los hombres? Incluso he hecho un estudio. Las mujeres no resultan tan sonoras, pero son más originales. Algunas hacen «chit… chit», como un ligero estornudo. Otras al espirar, hacen «pisssssss».

– Eres fascinante -había dicho Helene, intensificando la mirada de sus ojos castaños, con el mentón apoyado sobre la mano en que estaba la piedra azul, el zafiro.

Jack le dijo que era la única persona del mundo, aparte de Buddy Jeannette, que sabía lo que él hacía. Eso le gustó a ella; alzó los hombros. Jack le dijo que había sabido que se lo iba a contar; que ya lo supo aquella misma noche en que empezaron a hablar. Ella contestó que desde el principio se había dado cuenta de que había algo distinto en él, algo misterioso.

– Tiene que dar mucho miedo hacer eso, ¿no? -preguntó Helene.

Jack le explicó que a veces, cuando todo estaba en silencio, se imaginaba que el hombre y la mujer estaban tumbados escuchándole y que eso era lo que daba miedo de verdad.

– Por eso lo haces, ¿eh? Porque da miedo.

Contestó que no pensaba demasiado en el porqué de lo que hacía. Pero sí pensaba, de vez en cuando, que a lo mejor si lo hubieran enviado al Vietnam no lo haría. Lo declararon inútil en las pruebas físicas: tenía mononucleosis. Luego no volvieron a llamarlo. Le explicó que a veces, cuando ya había salido de la habitación con su bolsa y tenía que esperar a que llegara el ascensor, le entraba más miedo que cuando estaba en la habitación. Lo mejor era cuando llegaba a su habitación y cerraba la puerta, o cuando salía del hotel, si no se alojaba allí. ¡Jesús, qué tranquilidad!

– Como si no hubieses robado a nadie -dijo Helene.

Y él contestó que, bueno, tenía que haber algo que ganar: no ibas a jugarte el cuello sólo por la emoción. Eso era lo bueno, hacerlo. Sí, porque él nunca pensaba en eso como, bueno, como un robo. ¿Tenía sentido, todo eso?

– Quiero ir contigo. ¡Sólo una vez, por favor! -imploró Helene.

Durante unas cuantas semanas no quiso ni oír hablar de eso. Después se pasó los siguientes treinta y cinco meses preguntándose cómo podía haber sido tan jodidamente loco. Cuando se lo explicó a Roy, éste le dijo:

– Jesús, te tienes merecido el estar aquí. Has caído simplemente por estúpido.

Entraron en la suite a las tres de la madrugada y ni siquiera había cruzado la sala cuando Helene tropezó con algo y gruñó. «¡Por Dios!», y una voz preguntó desde la cama «¿Quién hay ahí?», y se encendió una luz y huyeron bajando por las escaleras desde la decimoquinta planta, y los agentes de seguridad del hotel les esperaban en el vestíbulo. Jack abrió mucho los ojos y dijo «¿De qué va esto?», haciéndose el sorprendido. «Se están equivocando.» Puso cara de ofendido y dijo: «Nosotros nos alojamos aquí.» Y el tipo de la bata insistió: «Sí, estoy seguro de que son ellos». Jack le dijo a los de seguridad del hotel que ya oirían a su abogado. El único abogado a quien oyeron fue el de Helene, el tipo para quien trabajaba, un abogado especialista en divorcios que no sabía ni una mierda sobre cómo negociar con la justicia en cuestiones de derecho criminal. Pero eso es lo que hizo, meter la nariz, y les ofreció un trato cuando no tenía que haberlo hecho, la inmunidad para Helene si ella declaraba contra Jack Delaney, y los polis del fiscal del distrito pudieron engancharlo. Consiguieron una orden judicial de registro y encontraron sus llaves maestras y un maletín con las iniciales RDB que había robado unos meses antes y que había olvidado que estaba en su lavabo. Querían endosarle los treinta robos cometidos en los dos últimos años, así que Jack y su abogado de Broad Street propusieron su propio trato.

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