Elmore Leonard - Bandidos

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En Nueva Orleans, una fundación de ayuda a la `contra` nicaragüense guarda todo el dinero recaudado con la bendición de Reagan entre los magnates y empresarios norteamericanos. El coronel Dagoberto Godoy y su siniestro guardaespaldas, Franklin de Dios, son los encargados de recoger el dinero y de organizar el embarque clandestino, de las armas destinadas a la guerrilla antisandinista. La CIA sigue con atención los acontecimientos, pero nadie puede sospechar que se ha formado entre tanto un singular grupo de bandidos dispuestos a dar un golpe magistral. Aunque parezca una locura, Lucy Nichols, que había sido monja en una leprosería de Nicaragua, Jack Delaney, ex presidiario, y Roy Hicks, que fue expulsado de la policía acusado de soborno, tienen un plan infalible para hacerse con el botín.

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– Once, en total.

Según eso, tendría treinta.

– Bueno, pues alguna decisión debiste de tomar. Te saliste.

– Volví al mundo. Ha cambiado mucho.

– Sí, pero no has vuelto mal. Conoces la ropa que llevan las mujeres mucho mejor que la mayoría de ellas.

– Esa parte es fácil, se saca de las revistas. Pero es sólo una máscara, Jack, mientras busco algo nuevo para cambiar.

– No hablas de ropa.

– No, es más como cambiar de piel, de identidad.

– ¿Hablas de otra experiencia mística?

– No lo sé.

– ¿En qué crees que te vas a convertir?

– Tampoco lo sé.

Ella seguía mirándole de un modo extraño. O tal vez era el ambiente, la tranquilidad, la lluvia, la tenue luz que se asomaba a las ventanas. Pero él notaba algo.

– Cada vez que te veo eres distinta.

– Igual que tú.

– ¿Por qué lo dejaste?

– Estaba quemada.

– ¿Qué quieres decir?

– Tocaba sin sentir.

– Te estabas ocupando de gente que te necesita.

– Siempre hay gente que te necesita. Están por dondequiera que mires.

– Pensaba que lo habías dejado por causa de Amelita.

– Ésa era una razón para irme cuando lo hice. Dejé una vida cuando me hice franciscana, y dejé otra cuando salí de Nicaragua.

– ¿Estás segura?

Ella asintió:

– Tengo que acostumbrarme.

Jack nunca sabía lo que iba a decir ella.

– Necesito perderme en algo.

– ¿Y no te parece que este asunto en el que estamos metidos, eso de hacernos con los cinco millones, va a exigirnos concentración?

– Sí, pero ¿cuál es mi papel? No estoy haciendo nada.

– Eres el cerebro.

Su reacción, una mirada de sorpresa controlada, se produjo lentamente.

– A ti esto te parece un juego.

– Pues no es como ir a la oficina.

– Pareces asustado por la idea. Pero quieres hacerlo. ¿Por qué?

– Por dinero.

– No. Ya tenías ganas de participar cuando aún no sabías que nos lo íbamos a quedar. ¿Te acuerdas? Dijiste que íbamos a hacer algo por la humanidad. ¿Hablabas en serio?

– No lo sé…

– ¿Hablas en serio alguna vez?

– Claro que sí. Sólo que no veo muchas cosas por las que merezca la pena ser serio.

Lucy empezó a sonreír, al otro lado de la mesilla de café, en la pálida luz del atardecer, y eso sorprendió a Jack. Ella dijo:

– Jack, me encantas. ¿Sabes por qué?

Él volvió a sentir el estremecimiento en la nuca.

– Me recuerdas a alguien.

El estremecimiento cesó.

– Lo que estamos haciendo es serio, nuestro motivo. Pero cómo lo hagamos ya es otra cosa, ¿no? Cómo lo consideremos, nuestra actitud.

– Cómo lo consideremos dentro de un año -dijo Jack-, pensando que fue divertido. Si sale bien, y no lo recordamos metidos en el talego. Hay que ser optimista, dar por hecho que lo vamos a conseguir. Y tienes que considerarlo como un juego, porque así atemoriza menos.

Podía ver luces en sus ojos, labios separados en aquella nueva sonrisa que Lucy le dedicaba. Deseaba preguntarle a quién le recordaba, pero volvió Cullen, seguido por el ama de llaves.

– Hay una llamada para el señor Delaney.

La voz de Roy dijo:

– Crispín Antonio Reyna fue condenado en Florida en 1982 por falsificación de cheques y se pasó nueve meses en el penal de South Dade.

– ¿Qué tipo de falsificación?

– Como pasar moneda falsa, pero con más clase. Le volvieron a pescar por falsificar su 4473 para una compra de armas, también en el condado de Dade. Pretendía comprar cinco docenas de Berettas modelo 92 diciendo que eran para un club de tiro. La sentencia le libró. Los federales fueron tras él, intentando pillarlo por tráfico de drogas, desde Florida hasta Baton Rouge. Decían que la vendía a los estudiantes en la universidad. Tampoco lo consiguieron en esa ocasión. Crispín Antonio es de origen cubano. Su familia se trasladó a Nicaragua en el cincuenta y nueve. Llegó a oficial de la Guardia Nacional, y emigró a Miami en el setenta y nueve. De Franklin de Dios dicen que es indio misquito y que nació en Musawas, Nicaragua. Llegó a Miami hace un año y fue el sospechoso de un caso de triple homicidio, pero no llegaron a juzgarle.

– No parece que puedan ser de Inmigración.

– Pero los coches del distrito Segundo recibieron la orden de dejarlos en paz. Puede que trabajen como agentes federales.

– Puede… ¿Pero de qué tipo?

– Llama a Wally Scales y pregúntaselo a él. Su número es el 226-5989.

– Roy, y ése ¿qué es?

– Es un cabrón de la CIA, Jack. Y yo quiero saber de qué lado estamos, si del de los buenos o del de los malos.

13

Era imposible dejar de reconocer a Little One, incluso de noche, cuando su enorme figura aparecía por Bienville, saliendo del hotel en dirección a la calle Royal, cerca de cuya esquina le estaba esperando Jack.

Little One tendió la mano, soltó la llave de la habitación en la de Jack y dijo:

– Ese jodido de Roy… Bueno, ahora estamos en paz. Díselo.

– Te lo agradecemos.

– Sí, será mejor que lo agradezcáis. Deja la llave en la parte de abajo de la cesta de la ropa, donde pueda encontrarla la chica de la limpieza. O sea, como si ese tío la hubiese tirado. Está siempre borracho, divirtiéndose. No se enterará.

– Tal vez tenga que volver a intentarlo.

– Venga, Jack. -Little One ladeó la cabeza, dolorido-. ¿Has visto en qué estado estoy?

– No me llevaré nada. Ese tipo ni siquiera se enterará de que he entrado. Entrar y salir me llevará sólo unos diez minutos.

– Ya, eres muy listo. Eso es lo que todos los tíos de Angola solían pensar de sí mismos, unos tipos calculadores, sí. Si la memoria no me falla, Jack, tú y yo nos conocimos allí, ¿no?

– Cometí una locura una vez -contestó Jack-. Tenía que haberlo evitado. Pero esto es distinto. Sólo otra vez, eso es todo.

– Ya, como dice Count, «otra vez, una vez más». Sólo que eso era en April in Paris y esto es abril en Nueva Orleans; tío, aquí todo se pone caliente y pegajoso.

– No he vuelto a las andadas, ni nada de eso.

– Sólo quieres revisar su habitación.

– Eso es todo. Echar un vistazo.

– El hombre de piel cubana y trajes de quinientos dólares. Barrer su habitación, y ver si tiene alguna chapa o alguna pista antes de reemprender el negocio.

– Nada de eso.

– Jack, cuando vuelvas a la granja, dale recuerdos de mi parte a Smoke y a Too Good, y al pequeño cabrón de Minne Mo, si todavía está. Déjame pensar quién más…

Jack pasó por el vacío vestíbulo y cruzó uno de los jardines que daban al bar, de colores pastel bajo la suave luz, elegante y sin un alma. El camarero oriental volvió a la vida y le sirvió un vodka.

Si esto hubiera sido en la época en que se dedicaba a aquel negocio, habría echado un vistazo, se habría vuelto y se habría ido a buscar un hotel del centro, lleno de ruido, de turistas y de gente con placas con su nombre divirtiéndose en el bar. Se habría transformado al percibir el brillo, al respirar el perfume de las mujeres en traje de noche, aquellas chicas que seguían su propio juego mientras Jack buscaba mujeres que llevaran diamantes respetables, maridos que llevaran talonarios en la chaqueta o carteras con montones de billetes. Se tomaba un par de días para seleccionar: entonces subía en el ascensor con alguna pareja interesante, se bajaba un piso antes del que ellos hubieran indicado y subía corriendo la escalera para ver en qué habitación entraban. Una hora después comprobaba si ponían la cadena en la puerta. Al día siguiente entraba en la habitación mientras ellos sacaban fotos en Jackson Square, revisaba los armarios, las maletas y los neceseres, miraba en los zapatos y tanteaba entre las ropas colgadas en el lavabo. Luego se encargaba de la cadena. Si la pareja la ponía, la cambiaba por una suya, que tenía tres o cuatro eslabones más. Aquella noche, la pareja pondría la cadena sin advertirlo. Él volvería después, abriría la puerta con la llave maestra y podría meter la mano y descorrer la cadena. Luego, al salir, la volvía a poner si había obtenido un botín fuera de lo normal y estaba contento. Si no, la cortaba. Hacer todo eso, salirse con la suya, ¡y no poder decírselo a nadie!

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