Elmore Leonard - Bandidos

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En Nueva Orleans, una fundación de ayuda a la `contra` nicaragüense guarda todo el dinero recaudado con la bendición de Reagan entre los magnates y empresarios norteamericanos. El coronel Dagoberto Godoy y su siniestro guardaespaldas, Franklin de Dios, son los encargados de recoger el dinero y de organizar el embarque clandestino, de las armas destinadas a la guerrilla antisandinista. La CIA sigue con atención los acontecimientos, pero nadie puede sospechar que se ha formado entre tanto un singular grupo de bandidos dispuestos a dar un golpe magistral. Aunque parezca una locura, Lucy Nichols, que había sido monja en una leprosería de Nicaragua, Jack Delaney, ex presidiario, y Roy Hicks, que fue expulsado de la policía acusado de soborno, tienen un plan infalible para hacerse con el botín.

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Cullen estaba hundido en el sofá, con las manos sobre las rodillas. Jack le oía respirar por la nariz, y los dos estaban cautivados por el ambiente creado, por el bajo tono de voz de Lucy, que estaba sentada con su suéter y sus tejanos, con una luz gris detrás de ella, hablándoles de una experiencia mística.

– Cinco o seis años antes hubiera acabado por irme a una comuna. -Lucy miró directamente a Jack-. Pero para cuando estuve dispuesta a largarme, la generación de las flores ya había vuelto a casa. Me alegro de eso, porque hubiera sido una huida de algo, más que hacia algo. Lo que hizo Clara, bajo la influencia de Francisco y de una combinación salvaje, o sea extraordinaria, de amor romántico y universal, fue alejarse y fundar una orden de monjas, las clarisas. El mismo Francisco se encargó de la tonsura y le cortó su rubia cabellera. Había hablado antes con ella, la aconsejaba, pero nunca a solas. Creo que porque Clara era una bomba, dicen que era increíblemente bella y supongo que él vería en sus ojos algo más que amor divino. Sus biógrafos dicen que no, que no sintió tentaciones. Pero él tenía otra amiga en Roma. Jacqueline de Settesoli, a la que solía visitar cuando iba a ver al Papa, y nunca hubo el menor indicio de escándalo con Jackie, porque creo que era muy masculina y no tenía ningún atractivo, de modo que no se originaba ningún problema. Él incluso la llamaba hermano Jacqueline. Tengo la sensación de que se miraban a los ojos y ahí estaba todo, en los ojos, sin necesidad de hablar.

Esto había empezado cuando Cullen conoció a Lucy y entabló una conversación casual con una antigua monja, diciéndole que había pensado en entrar en el seminario cuando tenía catorce años, en el de la avenida Carrollton. Y Jack dijo que él había entrado: vivían en la acera de enfrente y había ido con su madre y su hermana durante una alerta por causa de un huracán, cuando tenía dos años. Entonces Cullen había saltado con su pregunta: «¿Cómo una chica tan guapa como tú…?»

– Ya sabéis que antes de adquirir la imagen del san Francisco pobre, con los pájaros revoloteando sobre él, había pertenecido a una familia rica y se codeaba con los poderosos. Pero cuando la abandonó, lo hizo con todas las consecuencias. Se desnudó en la plaza del pueblo, en Asís, y repartió todas sus ropas entre los mendigos. Creyeron que se había vuelto loco: le llamaban pazzo, loco, y le tiraban piedras. Pero captó su atención. A lo mejor estaba en un estado de delirio metafísico, o de intoxicación divina, pero creo que eso no importa. Predicaba el amor incondicional, el amor a Dios a través del amor al hombre, el amor sin límites, sin el lenguaje de la teología, y tocaba a la gente… Besaba las llagas de los leprosos.

– ¡Jesús! -exclamó Cullen.

– Exactamente. En su nombre -contestó Lucy. Miró a Jack y, por un momento, pareció sonreír-. Tomó dinero del negocio de su padre, incluso podría decirse que lo robó, porque una voz le dijo: «Francisco, repara mi casa.» Le ofreció el dinero a un cura para que reconstruyese la iglesia, que se estaba cayendo, pero el cura no lo aceptó. Tal vez por temor al padre de Francisco. De modo que éste devolvió el dinero. Pero la iglesia, San Damiano, se convirtió en el primer convento de las hermanas clarisas.

– ¿Es verdad que besaba a los leprosos? -preguntó Cullen.

– Bañó a un leproso que maldecía a Dios y le culpaba de su estado, y aquel hombre sanó.

– ¿Tú te crees eso? -dijo Jack.

Lucy le miró.

– ¿Por qué no? Él decía que no podía soportar ni siquiera mirar a los leprosos, pero que Dios le llevó a ellos. Y lo que le había parecido amargo se le tornó dulce. -Lucy hizo una pausa-. Así que, poco después, abandoné el mundo.

La habitación se llenó de silencio. Jack sintió un estremecimiento en la base del cuello. La vio cruzar las piernas y advirtió que la sandalia colgaba sólo de un dedo. No parecía en absoluto intimidada. Podía estar tranquilamente sentada en casa de su madre y hablar de una experiencia mística, de sentirse como si viajara a ocho siglos atrás, de sentir lo mismo… Vio que miraba a Cullen.

– Lavó a un leproso. ¿Pero sabes sobre qué discuten los expertos en san Francisco? Sobre si eso fue antes o después de haber recibido los estigmas. Parece que fue después. Pero, entonces, ¿cómo pudo lavar al leproso y limpiarle las llagas si llevaba las manos vendadas?

– Me he perdido -dijo Cullen.

– Eso es lo que ocurre -contestó Lucy-. Perdemos de vista el acto de amor que había en lo que hizo y nos dejamos llevar por detalles. Dicen que tenía los estigmas, las heridas de Cristo, que le sangraban las manos, los pies y el costado. Pero, tuviera o no los estigmas, ¿cambia eso su personalidad? No necesitaba las manos para tocar a la gente.

– A ti te tocó y te hiciste monja -dijo Cullen.

– Me salí de mí misma, de mi papel de niñita rica, para encontrarme a mí misma. Se trata de que te toquen y de que toques tú a los demás.

– Eso está bien -dijo Jack, asintiendo para que ella se diera cuenta de que la entendía. Tal vez sí que la entendía. Existía aquel Jack Delaney y existía otro Jack Delaney, el modelo, el que posaba… Se interrumpió allí, sorprendido por la claridad de su mirada interior, y sacó algo que había estado pensando:

– El otro día dijiste que san Francisco había estado a la sombra.

Eso interesó a Cullen:

– ¿Qué?

– Cuando todavía era un adolescente -explicó Lucy-. Asís estaba en guerra con otra ciudad. Hubo una batalla, bueno, una escaramuza, le hicieron prisionero y se pasó un año en un calabozo.

– El agujero -dijo Jack-. He visto a más de uno salir de él con su manta blanca, resucitado.

– O sea que no ha cambiado tanto -dijo Lucy-. Él estuvo enfermo el resto de su vida. Tuberculosis ósea, malaria, conjuntivitis, hidropesía. Ahora ya no lo llaman así. ¿Qué es eso?… Pero su pobre salud no parecía preocuparle, porque nunca estuvo en sí mismo.

Esperó y Jack pudo ver cómo se concentraba, deseando decir todo aquello de aquel hombre que había cambiado su vida de forma que pudieran entenderla.

– Era como un niño. Atraía especialmente a los jóvenes porque nunca fue pretencioso, no soltaba sermones teológicos. Aceptaba a la gente como era, incluso a los ricos, y nunca criticaba… algo que yo aún tengo que practicar. Lo que decía él es que si no necesitas nada lo tienes todo.

Cullen se estremeció y se pasó una mano por la cara.

– El primer paso para encontrarse a uno mismo es no ligarse a las cosas. Y cuando yo tenía diecinueve años eso parecía muy fácil.

– Perdona -dijo Cullen-, ¿puedo usar el lavabo?

– De vuelta al mundo real después de veintisiete años -dijo Jack.

Aguardó mientras Lucy acompañaba a Cullen al recibidor y le indicaba el camino. Cuando volvió, le preguntó:

– ¿Y qué pasó con Clara? ¿Volvió a verla alguna vez?

– Ella le invitaba a San Damiano, pero no fue nunca, hasta casi el final.

– No se fiaba de sí mismo.

– Les decía a sus franciscanos que si alguna vez sentían tentaciones buscaran un arroyo de agua helada y se sumergieran en él.

– ¿Y qué hacían en verano?

Lucy sonrió.

– No lo sé… Yo solía imaginarme a un puñado de hombres con ropa marrón corriendo entre la nieve, tirándose al río…

– Clara recorrió todo el camino -dijo Jack- y llegó a santa. Pero tú decidiste no intentarlo, ¿no?

– Cuando se pretende llegar a santo, Jack, no hay la menor posibilidad.

– Bromeaba.

– ¿Seguro? -dijo ella sin dejar de mirarle.

Él no supo qué decir y tuvo que pensar algo.

– ¿Cuánto tiempo estuviste, nueve años?

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