Elmore Leonard - Bandidos

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En Nueva Orleans, una fundación de ayuda a la `contra` nicaragüense guarda todo el dinero recaudado con la bendición de Reagan entre los magnates y empresarios norteamericanos. El coronel Dagoberto Godoy y su siniestro guardaespaldas, Franklin de Dios, son los encargados de recoger el dinero y de organizar el embarque clandestino, de las armas destinadas a la guerrilla antisandinista. La CIA sigue con atención los acontecimientos, pero nadie puede sospechar que se ha formado entre tanto un singular grupo de bandidos dispuestos a dar un golpe magistral. Aunque parezca una locura, Lucy Nichols, que había sido monja en una leprosería de Nicaragua, Jack Delaney, ex presidiario, y Roy Hicks, que fue expulsado de la policía acusado de soborno, tienen un plan infalible para hacerse con el botín.

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– Conduzco, pero no espero tanto. Voy con él… O a veces voy solo.

Hubo un momento de silencio. Clovis tenía una pregunta lista. ¿Iba solo adónde? ¿Qué quería decir?

Pero entonces el indio preguntó:

– ¿Te gusta el hombre para el que trabajas?

– Está bien -dijo Clovis-. Está lleno de mierda, pero no puede evitarlo. Tiene tanto dinero que nadie puede negarle nada.

Allí estaba, como por arte de magia, llamándole desde el coche. Y ése fue el fin de la charla con el indio.

Generalmente, Dick Nichols se sentaba delante, y el enorme espacio de los asientos traseros quedaba libre, salvo cuando trabajaba o hablaba por teléfono.

– El chófer del que estaba con usted es indio -dijo Clovis-. Misquito. He intentado hablar con él, y no soltaba ni una palabra, como si fuera un indio de madera. Pero luego, fíjese, luego sí, luego ha estado simpático. Le he dicho: «¿Cómo es que no me has dicho nada cuando te hablaba antes?» Y me ha contestado que, bueno, que no me conocía, que ésa era la razón. No, lo que ha dicho es: «No sé quién eres.» Y yo le he dicho: «Hombre, si te lo he explicado.» ¿Sabe lo que quiero decir, señor Nichols? ¿Por qué habrá cambiado de idea de repente?

– Ha dicho que no te conocía.

– Exacto: «No sé quién eres.»

– Yo diría que estaba mostrándose educado -dijo Dick Nichols-. No quería que tú supieras quién era él.

– Ya, pero me ha contado muchas cosas.

– ¿Qué cosas?

– Pues que ha estado en la guerra y que ha matado gente. Y que se fue a Miami…

– ¿Qué hace ahora?

– Conduce para uno de esos colegas nicaragüenses.

– ¿Y a qué se dedica el colega nicaragüense?

– No lo ha dicho.

– Entonces, ¿qué has averiguado de verdad?

Clovis cerró la boca y se pegó al volante. Dick Nichols enseguida inclinaría la cabeza y se dormiría hasta que llegaran a Lafayette, soñando con lo inteligente que era. Aquel hombre veía las cosas desde su elevada posición, desde el nivel del jefe. Demasiado alto para notar las cosas del suelo que no andaban bien.

Hubo un rato de silencio, mientras la carretera se estiraba delante de ellos bajo el brillo de las luces.

Surgiendo de la oscuridad, la voz del hombre preguntó:

– ¿Cómo llegó el indio a Miami?

Clovis sonrió. Porque, realmente, aquel hombre era sorprendente.

– Señor Nichols, ésa es una buena pregunta.

15

A la una de la tarde, Jack y Lucy estaban en el Quarter, paseando hacia el río por la calle Toulouse, esquivando los grupos de turistas. Jack intentaba explicarle cómo era Jerry Boylan:

– No sabía qué hacer con él. Teníamos que irnos de allí, así que le llevé al bar de Roy.

– Para tener una segunda opinión -dijo Lucy.

– Ayer era el último día de Roy. Nos íbamos a encontrar igualmente cuando yo acabase de registrar la habitación del coronel… Esta mañana he visto a Cullen y le he dado todos los datos.

– Me dijo que iba a quedar contigo. Y algo de controlar las cuentas bancarias.

– Sí, se ingresan diez pavos para ver si aún están abiertas, o se consigue algún otro dato. Cullen estaba un poco nervioso, después de veintisiete años. ¿Te dio algún problema?

– Se pasa la mayor parte del tiempo en la cocina, con Dolores. No ha hecho una comida decente en todos esos años.

– No es eso lo único que no ha hecho. Dile a Dolores que si se pasa le dé con una cacerola.

– Me gusta. Creo que es simpático.

– A ti te gusta todo el mundo. -Le dedicó una sonrisa. Pero ella estaba mirando unas figuras de escayola que representaban a la Madre y el Niño, a María con el pie sobre la serpiente, al Sagrado Corazón, imágenes cubiertas de polvo en un escaparate deslucido. Al pasar por delante, dijo:

– Todo esto te ayudaba a creer, ¿verdad? Te atrapaban con el ritual, con la solemnidad.

– Algún día hablaremos de eso.

Y por fin la vio sonreír; compuesta aquella tarde como la hermana Lucy, con una sencilla blusa azul de algodón y una falda caqui, dispuesta a conocer a Jerry Boylan en el papel de una monja de Nicaragua y no distraerlo con otras cosas. Este le había dicho a Jack que el mes anterior había estado en Nicaragua, y Lucy lo comprobaría.

– Así que me llevé a Boylan al International, ¿sabes?, un espectáculo de mujeres desnudas. Bailarinas exóticas de todo el mundo, Shreveport y East Texas. Entramos, y Roy estaba con Jimmy Linahan, el dueño del local. Roy bebía y Jimmy le servía las copas, intentando convencerle de que se quedase. Le estaba ofreciendo más sueldo, una parte de los beneficios… Cuando llegamos a la mesa, Jimmy le estaba diciendo a Roy que había nacido para ese trabajo. Decía que Dios le había concedido un don especial para tratar con turistas y con borrachos.

– ¿Cuándo lo conoceré?

– Más tarde, probablemente esta noche. Así que nos sentamos. Enseguida pudo verse que Boylan y Jimmy Linahan se iban a llevar bien. Linahan es una especie de irlandés profesional, ¿sabes?, y ésa era la cuestión. Se prendó de todo lo que dijo Boylan, se lo tragó todo. Boylan empezó a hablar de los mundialmente famosos pubs de Dublín, y Roy le interrumpía: «¿Famosos por qué? ¿Por sus borrachos?» Roy ya estaba medio mona, con esa mirada dura que se le pone. Boylan dijo: «¿A qué se va a esos sitios, si no es a agarrar una turca?» Recuerdo que mencionó el Mulligan y el Bailey, pubs que según él eran famosos por Joyce. Roy tal vez sepa quién es James Joyce, no estoy seguro, pero no importa. Si le hablas de libros, se cree que vas de superior. En cuanto Boylan empezó a hablar, se notó que Roy iría a por él. Roy me miró y dijo: «Me voy a ir antes de que coja el nuevo tipo de sida.» Boylan preguntó: «¿Qué tipo?» Y Roy dijo: «El sida de oído. Se coge por escuchar a los gilipollas.»

– ¿Delante de él? -preguntó Lucy.

– Directamente a él. Luego me miró y preguntó: «¿De dónde has sacado a este tipo?» Y Roy contestó: «En este momento no me creo absolutamente nada de él, ni siquiera esa mierda de zapatos que se ha puesto para nosotros.»

– ¿Qué dijo Boylan?

– Boylan siempre te sale con rollos de ésos. Si le da por hablar de los pubs de Dublín, puedes creerle. Pero en lo demás, no sé, a lo mejor tú puedes sacar algo en claro. Sólo cuando habla de haber estado en la cárcel. Eso lo supe en cuanto le vi.

– ¿Cómo?

– Es algo que sólo sabe quien ha sido presidiario. -Estaban llegando a la entrada de Ralph & Kacoo’s. Jack se detuvo, tomando a Lucy del brazo-. No sabe qué hacemos nosotros, pero te pinchará para intentar enterarse.

– Seré dulce e inocente -dijo Lucy.

– La cuestión es si nos sirve o no. A ver qué opinas.

Jerry Boylan se comía las ostras con limón: despegaba la carne, se llevaba la concha a la boca, dejaba caer la ostra y, al empezar a masticar, tomaba un trago de cerveza. Jack y Lucy le contemplaban, después de haber acabado sus ostras y su pastel de cangrejo, y, mientras, Lucy removía su té helado, fascinados ambos por el ritual del hombre: a lo largo de dos docenas de ostras masticar, beber, hablar, mover la lengua por la boca… Hasta que finalmente se dirigió a Lucy:

– Hermana, me está poniendo a prueba, ¿no? Quiere saber por qué fui a Nicaragua, pero no se atreve a preguntar. Yo tenía una prima que se hizo monja y tomó el nombre de Virginella. Le dije -Boylan frunció el ceño-: «¿Por qué diablos quieres que te conozcan como la virgen pequeña? Chica, ya que vas a ser una virgen, considérate como una gran virgen, una virgen de clase mundial.» Pero ¿se da cuenta de la paradoja, hermana? Un voto supone un impedimento para el otro. La humildad le impide proclamar su virginidad.

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