Elmore Leonard - Bandidos

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En Nueva Orleans, una fundación de ayuda a la `contra` nicaragüense guarda todo el dinero recaudado con la bendición de Reagan entre los magnates y empresarios norteamericanos. El coronel Dagoberto Godoy y su siniestro guardaespaldas, Franklin de Dios, son los encargados de recoger el dinero y de organizar el embarque clandestino, de las armas destinadas a la guerrilla antisandinista. La CIA sigue con atención los acontecimientos, pero nadie puede sospechar que se ha formado entre tanto un singular grupo de bandidos dispuestos a dar un golpe magistral. Aunque parezca una locura, Lucy Nichols, que había sido monja en una leprosería de Nicaragua, Jack Delaney, ex presidiario, y Roy Hicks, que fue expulsado de la policía acusado de soborno, tienen un plan infalible para hacerse con el botín.

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Un trozo de pan untado con mantequilla desapareció en su boca.

– ¿Puedo hacerte una pregunta? -dijo Jack.

– Por favor.

– ¿Qué hacías en Nicaragua?

– Al grano, ¿eh, Jack? Claro, te lo explicaré. -Boylan se recostó con el vaso de cerveza en la mano-. El domingo de Ramos, apenas hace un mes, yo estaba en el cementerio de Miltown. En la carretera de Falls, saliendo de Belfast hacia Antrim. -Pasó la mirada de Jack a Lucy-. Yo estaba allí en observancia del septuagésimo aniversario del levantamiento de 1916. Allí, bajo el frío mordiente y la lluvia, para honrar a nuestros muertos…

– ¿Eso es lo que hacías en Nicaragua?

– Pregunta lo que quieras, ahora no llevas una pistola en la mano -dijo Boylan, y sonrió-. Ah, Jack, eres una monada, pero te dejas llevar por las alas de la impaciencia, si no te juzgo mal. No sabes qué hacer conmigo en la actual situación, así que te traes a esta encantadora hermana para que me eche un vistazo, ¿eh? Pero luego tu inseguridad te lleva a interrumpirme cuando estoy a punto de explicarte cómo entré en contacto con los nicaragüenses. -Se volvió de nuevo hacia Lucy-. Podría parecer, hermana, que me ando por las ramas, que soy amigo de la retórica, lo cual suele ser propio de los revolucionarios; pero les ahorraré la paja. Lo que usted espera saber es qué hacían los sandinistas en Irlanda en un frío domingo de Ramos.

– O cuando fuera -contestó Lucy.

– Si oye decir que tratamos con terroristas, es mentira. Hay un grupo de músicos nicaragüenses que se llama Héroes y Mártires; son unos revolucionarios que libraron su lucha y vencieron en ella y vienen a contárnoslo con sus canciones, sus baladas. Bueno, es lógico que un hombre que está luchando por su propia causa se sienta inspirado. Yo quería saber más. Así que me las arreglé para ir a Nicaragua con los Héroes y Mártires. De paso tendría la oportunidad de visitar a un hermano mayor al que no había visto en casi diez años. Un humilde jesuita que cumple su misión en el pueblo de León.

Lucy le interrumpió:

– Yo no llamaría a León exactamente «pueblo».

Y Jack aprovechó:

– Ni yo he conocido nunca a un jesuita que fuera especialmente humilde.

La satisfacción fue muy breve. Boylan, impasible, dijo:

– Todo es relativo. Las ciudades, los clérigos, incluso los revolucionarios, según de qué lado se mire. Ahora, los contras son los rebeldes, y yo pienso: «¿No es ése un nombre precioso para los carniceros, los malditos asesinos de gente inocente?» Luego me enteré de que gente que vive muy cómodamente está financiando sus atrocidades.

Llevaba la misma chaqueta deformada de espiga, la misma corbata de dibujos grises y rojos, probablemente la misma camisa… En aquel momento miraba a Jack, y su cabello, peinado hacia atrás, brillaba bajo el efecto de las luces del techo del restaurante.

– ¿Has visto asesinar a gente inocente, Jack, como lo hemos visto la hermana y yo? ¿Sabes lo que es eso? -Boylan se echó hacia atrás para mirar a Lucy-. La primera vez, hermana, hará doce años el mes que viene. Estaba sentado en el Mulligan, tomándome una cerveza, cuando oí estallar la bomba, el terrible, duro e irredento «bang»… Aún hoy lo recuerdo, como recuerdo, muy vivamente, lo que vi en la calle Talbot cuando doblé la esquina y oí los gritos entre el humo, espeso como la maldita niebla.

Jack paseó la vista por detrás del rostro grave de Boylan. Sus ojos volvieron a centrarse en él cuando siguió hablando, volvieron a desplazarse… y se quedaron fijos mirando detrás.

– Había otra cosa, además: el olor, que quedó implantado para siempre en mi nariz. No ese olor de la muerte del que se habla, sino el olor de las vísceras de la gente expuestas en el pavimento. Vi a una mujer sentada contra una farola, mirándome a mí, o a nada, con las dos piernas amputadas por la explosión.

Jack se levantó de la mesa.

– No tienes estómago para esto, ¿eh, Jack?

– Ahora vuelvo.

– Tienes que verlo, como yo y esta hermana. ¿No es cierto, hermana?

Jack recorrió un pasillo hasta el fondo de la gran sala, llena de gente ocupada en su comida, saludando a los camareros que conocía mientras se acercaba a una mesa situada junto a la pared del fondo.

Helene estaba sentada delante de una taza de café, los platos ya recogidos, con la cabeza inclinada sobre un libro abierto. El cabello pelirrojo, ensortijado por la permanente, le caía a ambos lados de la cara.

– ¿Qué lees?

Sus ojos castaños se alzaron, reflejando la luz, y ahí estaba la nariz que le fascinaba, la tierna y delicada nariz. Helene cerró el libro dejando un dedo dentro y miró la cubierta antes de volver a alzar la vista, con una expresión distinta, casi astuta, de chica con un secreto.

– El amor a uno mismo y la sexualidad.

– ¿Es bueno?

– No está mal. Dice que si no te gustas a ti mismo no puedes estar bien en la cama. O que tienes que amarte a ti mismo antes de poder amar a nadie.

– Si no se gusta uno a sí mismo… ¿Y por qué no? Quiero decir que todo lo que uno tiene es uno mismo.

– No sé, Jack. Habrá gente que no se gustará a sí misma.

– ¿Crees que los que son gilipollas se dan cuenta? No, piensan que están bien. Pero incluso si fuera posible no gustarse a uno mismo, te acuestas con alguien. ¿Qué estás haciendo, analizarte a ti misma?

– Agradezco que me aconsejes en ese terreno -dijo Helene-. ¿A qué te dedicas ahora?

– Ya no trabajo en la funeraria. -Helene esperó, y Jack siguió-: Ya encontraré algo.

Ella mantuvo la mirada fija en él, esperando todavía. En el escote abierto de su blusa, Jack podía ver pecas que en otro tiempo había recorrido con un dedo, inventando constelaciones, bajando hasta sus soles gemelos y desde allí al centro de su universo. Algo sucedido entre dos personas que se gustaban a sí mismas y que tal vez se habían amado mutuamente y ahora lo recordaban… ambas, si había de dar crédito a lo que le decían sus ojos.

– Es muy guapa, la chica que está contigo.

– Pensaba que no nos habías visto.

– Al entrar.

– Antes era monja.

– ¿De verdad? ¿Y ahora qué es?

– Está buscando algo.

– Supongo que como todo el mundo. Me pasé la mitad de mi vida en entrevistas. Acabé pasando cartas a máquina para un tipo que ni siquiera sé exactamente qué hace. Los despachos están llenos de gente que hace esas cosas ya que si no las hicieran daría lo mismo. O la empresa está haciendo cualquier chorrada que no le importa a nadie y ellos, los de arriba, se creen que le están haciendo un favor a la humanidad. He pensado en ti, Jack -añadió-. Desde el día en que corrimos el uno hacia el otro. Bueno, incluso antes de eso… Te echo de menos.

Había algo en la facilidad con que sus ojos castaños cambiaban de expresión, del chispeo a la tristeza, pasando por una especie de luz llena de fuerza… Sus ojos le iban trabajando, le ablandaban.

– Pero todavía me culpas, ¿verdad?

– Nunca te he culpado. Culpé al payaso del abogado para el que trabajabas.

– Eso es lo que dices. Sea como fuere, Jack, eres educado. -Dejó arder la fuerza de sus ojos a fuego lento-. ¿Me llamarás algún día?

Jack sonrió. Estaba bien dejarse ablandar -y se lo decía la sonrisa que ella le dedicaba- mientras ella se diera cuenta de que él sabía lo que estaba haciendo. Helene era divertida. Dijo que sí, que la llamaría.

Y volvió a su mesa.

Lucy alzó la mirada. Boylan seguía hablando, diciéndole que en la revolución había algo más que asaltar palacios, poner las botas sobre la mesa del rey y beberse su vino. Dejó de hablar, mirando a Jack cuando éste se sentó.

– ¿Cómo te encuentras?

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