Elmore Leonard - Bandidos

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En Nueva Orleans, una fundación de ayuda a la `contra` nicaragüense guarda todo el dinero recaudado con la bendición de Reagan entre los magnates y empresarios norteamericanos. El coronel Dagoberto Godoy y su siniestro guardaespaldas, Franklin de Dios, son los encargados de recoger el dinero y de organizar el embarque clandestino, de las armas destinadas a la guerrilla antisandinista. La CIA sigue con atención los acontecimientos, pero nadie puede sospechar que se ha formado entre tanto un singular grupo de bandidos dispuestos a dar un golpe magistral. Aunque parezca una locura, Lucy Nichols, que había sido monja en una leprosería de Nicaragua, Jack Delaney, ex presidiario, y Roy Hicks, que fue expulsado de la policía acusado de soborno, tienen un plan infalible para hacerse con el botín.

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– No lo sabes, pero llevas un agente del IRA pegado al culo, un terrorista que vive en tu mismo hotel. Le hemos detectado a través de la oficina de Inmigración de Nueva Orleans, desde Shanon pasando por Managua, una de las rutas del IRA. Se detuvo a visitar a sus camaradas, ahora los micks se acuestan con los marxistas latinos. ¿Por qué? Jerry Boylan tragaría incluso a Gaddafi a cambio de un lanzacohetes. Cinco años en Long Kesh, el penal del Ulster, luego voló a los trópicos como mercenario y ahora aparece en Nueva Orleans. Pregúntale, y te dirá que te dirijas a las Holy Name Societies y dones unas cuantas libras para el Sinn Fein y la unificación de la maldita Irlanda. Pero te sigue por todas partes y entra en tu habitación cuando sales a cenar. En fin, ¿qué supones que quiere, además de los dólares de la libertad que tú estás reuniendo?

Dagoberto se echó agua a la cara y se la frotó con fuerza con una toalla, pero eso no mejoró mucho su apariencia.

– ¿Ese tipo es irlandés?

– Irlandés negro… y está cargado de mierda. Se le puede oír en todo el salón contándoles historias a los camareros. Es su tapadera. Nadie tan bocazas podría ser un agente.

– ¿Qué le harás?

– Qué le haré yo, no. Las tres próximas semanas las voy a pasar en Hilton Head, lejos de esta maldita humedad, sin hacer otra cosa que sentirme orgulloso de mí mismo, del papel vital que estoy desempeñando en el destino manifiesto de mi país. ¿Te gusta cómo suena? En cualquier situación puedo brindar una respuesta flexible, hasta cierto punto. Pero una cosa como ésta, pienso que entra dentro de tu labor de oposición a un gobierno opresivo y a sus agentes. Si te joden, yo no tengo nada que perder, salvo un poco de autoestima; podré superarlo, es una pérdida transitoria. Tú, en cambio, te arriesgas a echar a perder tu misión y perderlo todo.

Dagoberto escuchó con atención hasta que tiró la toalla a la papelera y el fuego le subió a los ojos, inyectándoselos en sangre.

– ¡Maldita sea! Si tienes algo que decirme, dímelo.

– Se llama Gerald Boylan y está en la 305.

– ¿Quieres que lo neutralice?

Wally Scales posó su mano en el hombro de Dagoberto.

– ¿Has oído que yo dijera eso? No, sería inaceptable que yo dijera una cosa así. Tienes que habérselo oído a otro.

Clovis, el chófer de Dick Nichols, se apartó del cochazo blanco y se acercó a donde estaba un tipejo con traje oscuro, al otro lado de la calle, junto al cementerio. El tipejo se había quedado inmóvil junto al Chrysler negro, y luego se había situado en la puerta del cementerio, también inmóvil, en la misma calle del restaurante, más arriba. Al tipejo se le daba bien eso de quedarse quieto. Clovis le abordó:

– ¿Qué tal?

El tipejo le saludó con la cabeza; una especie de afirmación. Visto de cerca parecía un hermano de piel más clara con un poco de chino, o algo así. Un tipejo de apariencia extraña: chino, con el pelo lanudo.

– ¿Cansa, eh?

El tipejo no dijo si le parecía cansado o no estar allí, como si fuera una estatua del cementerio. Clovis se volvió hacia el restaurante, una vieja mansión con una marquesina rayada en la parte frontal y luces de neón en el tejado.

– Parece un barco, ¿no? Sí, a mí me lo parece, desde luego. -Clovis se volvió hacia el tipejo y siguió hablando-: Me llamo Clovis. Creo que el hombre para quien trabajas, uno de esos dos tipos, o los dos que han salido del Chrysler, están con el hombre para el que trabajo yo. -Clovis esperó un momento, mirando al tipejo, que seguía quieto como la muerte en la entrada metálica del lugar adonde van a parar los muertos-. ¿Hablas inglés? Si no, tranquilo. Pero si hablas inglés me gustaría saber si te han metido algo en el culo que te impide abrir la jodida boca. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

Franklin de Dios sonrió.

– Bueno, mierda -dijo Clovis-. El hombre por fin ha renacido.

Franklin de Dios asintió y dijo:

– Aprendí inglés desde la cuna, pero no lo he usado mucho, ni lo he oído, hasta el año pasado. La gente para la que trabajo no lo usa.

– Eres de Nicaragua.

– Sí, soy de allí. Aprendí castellano, pero antes aprendí inglés, en casa y en el colegio.

– Un momento. ¿Quieres decir que eres de allí abajo, pero que no aprendiste castellano de pequeño?

– No, nos obligaron a aprenderlo. Soy misquito. ¿Entiendes? Indio. Los sandinistas nos obligan a aprenderlo, pero yo aprendí antes el inglés.

– ¿No es coña, eres indio?

– No es coña.

– Di algo en indio.

– N’ksaa.

– ¿Qué significa?

– ¿Qué tal?

– Ya. -Clovis sonrió-. No es coña, eres indio de verdad.

– No es coña.

– Tío, ¿y por qué no me hablabas cuando te he dicho hola y te he soltado el rollo antes?

– No sé quién eres.

– Ya te lo he explicado. ¿Eres tímido o qué? Tío, cuando te he visto de cerca he pensado que eras un hermano. ¿Sabes lo que quiero decir? He pensado que eras negro.

– Sí, una parte de mí. El resto, misquito.

– Y el hombre para el que trabajas, ¿también es indio?

– No, era cubano, pero ahora es nicaragüense. El otro también es de Nicaragua, el coronel. Todos luchamos contra los sandinistas, pero no juntos. No sé por qué no le gustan a él. A mí no me gustan porque fueron a mi casa, en Musawas, y mataron a algunas personas, mataron a los animales, las vacas, con ametralladoras, y nos hicieron marchar. Incendiaron todos los poblados misquitos y nos hicieron ir a los asentamientos… Así es como llaman a los campos de concentración, ¿sabes?

– Tío, eso está mal.

– Así que algunos nos fuimos a Honduras, a un sitio… ¿Conoces Rus Rus?

– No, creo que no.

– Pues allí se está mal. Así que me metí en la guerra. ¿Conoces a la CIA?

– Sí, claro, la CIA.

– Nos dieron armas, nos enseñaron a luchar contra los sandinistas. Buenas armas, disparan bien. Pero la guerra no me gustaba, así que me fui a Miami, a Florida.

– Ya, joder, si no te gustaba la guerra… ¿Cómo fuiste?

– Cogiendo el avión. Les dices que volverás, y no vuelves.

– Ajá -dijo Clovis, pensando: «Inteligente; ¿cómo sabrá tanto un indio de Nicaragua?»

– Pero cuando llegué a Miami no me gustó demasiado. Allí también tienen una guerra, pero de otro tipo. Una vez me arrestaron y querían deportarme.

Pasó un coche por la calle en dirección al restaurante y Clovis pudo ver la cara del indio iluminada por los faros. Luego volvió a hacerse la oscuridad junto al cementerio, pero había podido ver lo suficiente como para darse cuenta de que el hombre hablaba porque le apetecía, no para demostrar que estaba tranquilo.

– Así que intentaron deportarte.

– Sí, pero el tipo para el que trabajo habló con alguien… no sé. Dijeron que no pasaba nada, y entonces vinimos aquí… Esta ciudad me gusta. Es un poco como la ciudad de Honduras, la que tiene aeropuerto. No como Miami. Podría vivir aquí. Pero se necesita dinero para comer.

– Se necesita en cualquier sitio -dijo Clovis-. Me estaba preguntando si mataste a alguien en la guerra.

– A unos cuantos.

– ¿Sí? ¿Lo suficientemente de cerca como para verlos?

– A algunos sí.

– ¿Con un revólver?

– Sí, claro, con un revólver.

– Yo nunca he pasado por esa experiencia. -Clovis miró hacia el restaurante-. Entonces, ¿sólo eres su chófer?

Franklin de Dios dudó.

– ¿O tienes que hacer cosas en la casa? Ya sabes a qué me refiero, limpiar el garaje, acompañar a los niños, cosas así.

– No tiene garaje, ni niños. Tiene mujeres.

– Ya sé qué quieres decir. Pero lo tuyo es conducir y esperar, ¿eh? Esperar y volver a conducir.

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