– He quedado con Adorno, el marchante. Llegaré tarde.
– Te esperaré.
Martina colgó. La abotagada cara del Hipopótamo sostenía una torcida sonrisa. Era evidente que había bebido. La euforia del alcohol le duraba cada vez menos, dando paso a una quisquillosa irritabilidad. Hasta que, para combatir la abstinencia, palpaba su americana en busca de la petaca y, escorando la cabeza sobre el hombro, bebía un trago.
Aireando un olor rancio, a sudor y a barra de bar, el Hipopótamo atravesó la oficina.
– Buenos días por la mañana, encanto. Hoy estás como para untar pan.
Martina no podía soportar que su inmediato superior se tomase con ella esa clase de licencias, pero había decidido que resultaba más inteligente callar y esperar. A Buj no le quedaba mucho tiempo en activo. Eso, si una cirrosis no se lo llevaba cualquier día por delante.
El Hipopótamo se había parado enfrente de ella y se escarbaba las palas dentales con la uña del dedo corazón, que portaba un sello de oro falso.
– ¿No tienes que comunicarme novedades, De Santo?
En el mismo timbre opaco que empleaba para informarle de los partes del día, la subinspectora resumió el crimen de Portocristo.
– El comisario me ha encomendado la investigación -epilogó, cuando hubo expuesto los hechos.
Los ojitos de Buj se encogieron bajo sus pesados párpados.
– Caramba, muñeca, te estás convirtiendo en su niña bonita. Dentro de poco tendrás que recomendarme para que me reciba el gran jefe. ¿Cómo te lo pidió? ¿De rodillas, rogándote que se lo hicieras por favor?
Las alusiones sexuales eran habituales entre los policías de la sección, pero en este capítulo Ernesto Buj se llevaba la palma. Martina percibió un sabor nauseabundo en la boca.
– El comisario me ordenó que me mantuviese en contacto con usted, en todo momento. Es lo que me proponía hacer.
Pero Buj no iba a conformarse con eso.
– Muy aplicada. Pasa a mi leonera. Detrás de mí.
El despacho del inspector no olía mejor que un secadero de jamones. Martina se preguntó desde cuándo no se abriría esa ventana. En la falleba, para impedir que las mujeres de la limpieza pudieran ventilar su cubil, el Hipopótamo había atravesado el mango, envuelto en sucias tiras de esparadrapo, de un bate de béisbol.
Ese palo era un recuerdo de sus épocas de patrullero. El agente Buj se había hecho famoso entre las bandas callejeras por su inclinación a la violencia indiscriminada. A lo largo del bate, como mudos testigos de su uso original, se conservaban desvaídas manchas de sangre. El Hipopótamo, según él mismo refería cuando, caliente de whisky y cerveza, se ponía a contar batallitas, procuraba pegar en las partes blandas, pero no siempre lo conseguía. En el fragor de las detenciones, algunos de sus golpes se habían estrellado contra las cabezas de pandilleros y traficantes. Buj sostenía que cada cráneo, al recibir el impacto, emitía un sonido característico, de acuerdo con el coeficiente intelectual de su dueño. «Las cabezas huecas suenan como una calabaza; las más preparadas, las de los listillos que fueron a la universidad, como si reventaras una sandía o un melón maduro.»
La persiana estaba tres cuartos echada. Entre las lamas se veían fachadas de edificios altos y grises, como colmenas. La manaza del inspector arrugó un paquete de Bisonte.
– ¿Un pitillito?
– No, gracias.
– Perdona, encanto, había olvidado que sólo gastas de tu selecta marca. Puedes encender uno de los tuyos, no me molesta el aroma. Me recuerda un poco al tabaco de puta. Siéntate.
Martina permaneció en pie. El rubor afluía a su cara.
– ¿Se trata de algún chiste, inspector?
– ¿El qué?
– Lo sabe perfectamente.
Una grasienta risa apergaminó las carnosas mejillas de Buj.
– ¿Lo del tabaco de…? Era una simple ocurrencia. No te lo tomes a pecho, mujer.
– Tengo muchas cosas que hacer, inspector. ¿Qué quiere de mí?
El Hipopótamo se arrellanó en su butaca y cruzó las manos sobre el estómago. Unas manchitas de aceite salpicaban la pechera de su camisa.
– Que me respetes, en primer lugar.
– Así lo hago, inspector.
– ¡Y una mierda, De Santo! ¡Siempre tengo que enterarme por los demás de qué gaita estás soplando! ¿Por qué nadie me advirtió que el comisario te había mandado llamar?
Martina pensó que Adela se la había vuelto a jugar.
Con toda probabilidad, le habría pasado a Buj la información de que Satrústegui la había convocado sin consultarle previamente a él.
– Quizá lo intenté, y no le encontré.
Buj dejó oír uno de sus secos bufidos.
– ¡Seguro! ¡Y mi tasa de colesterol está por debajo de la de un campeón de los cien metros lisos! ¡No me quieras comer la polla, De Santo!
Estoicamente, la subinspectora logró contenerse.
– ¿Dónde estaba usted? ¿En el bar?
– ¿Qué hay de malo en tomar un café? -gruñó Buj-. ¿Y para qué llevo el busca?
Martina abatió los hombros, asustada de hasta qué punto podía llegar a aborrecer a aquel rijoso y grasiento policía.
– Creo que esta conversación no va a llevarnos a ninguna parte, inspector. Si está descontento conmigo, o siente vulnerada su autoridad, será mejor que hable con el comisario.
La expresión del Hipopótamo se tornó amenazadora. Como si estuviera rascando el suelo para embestir, pensó Martina.
– Lo haré, encanto, créeme que lo haré.
– ¿Me requiere para algo más?
– No. ¿Cuándo te vas a ese pueblucho?
– En cuanto esté lista.
– Quiero ser el primero en conocer los avances de la investigación. ¿Está claro?
Martina decidió no perder más tiempo. Rogándole que le sustituyera mientras durara su ausencia, entregó a Carrasco un sobre con la lista de gestiones que dejaba en curso. Guardó la fotografía de Berta en un cajón de su mesa, cogió su pistola, un estuche de aspirinas, la gabardina y el sombrero, y se dispuso a abandonar la comisaría.
Pero cuando estaba atravesando el vestíbulo de la planta baja, entorpecido por la fila de ciudadanos que hacían cola frente al mostrador de información, cambió de opinión. Volvió sobre sus pasos y descendió las escaleras que conducían al archivo.
Se le había ocurrido que quizá podría reunir más datos sobre el delta del río Madre y aquellas remotas marismas de Portocristo que se estaban convirtiendo en un húmedo sudario.
Aunque las dependencias de Jefatura habían sido remodeladas apenas unos meses atrás, los presupuestos no debían haber alcanzado para lavarle la cara al archivo.
Los sótanos estaban como siempre, o peor. En su cargado ambiente flotaba el mismo polvillo que venía sedimentándose sobre el lomo de los archivadores. Debido a las cañerías que encauzaban las aguas residuales, haciéndolas desembocar en el colector urbano excavado bajo la cercana avenida, a veces olía a cloaca. Para rematar el abandono material, algunas baldosas del suelo se habían levantado, y se apreciaban desconchones en las rozadas paredes.
El responsable de la terminal de datos era un veterano policía, Horacio Muñoz, antiguo integrante de la sección de Homicidios, en la que había ocupado plaza con antelación al traslado de Martina de Santo. Un taciturno aragonés cuyos afectos, aunque fuese hombre de fidelidades y principios, entre los que la amistad no ocupaba rango menor, no se desbordaban con facilidad.
En el curso de un tiroteo contra una banda atrincherada en una sucursal bancaria, el agente Muñoz había recibido un impacto que le destrozó un pie. Estuvo tres años de baja, soportando intervenciones quirúrgicas y períodos de rehabilitación, hasta que, forzado a aceptar la secuela de una cojera que arrastraría de por vida, decidió solicitar su reingreso en un puesto administrativo. El archivo estaba vacante; lo destinaron allí. Horacio Muñoz dejó crecer su cabello y su barba y, de forma paralela, un resquemor que raras veces le abandonaba.
Читать дальше