Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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Básicamente, podía distinguirse el cuerpo mutilado de un hombre de unos sesenta y cinco o setenta años de edad. Tendido sobre el mismo impermeable con que habían protegido sus restos durante la travesía marítima, Dimas Golbardo estaba desnudo de cintura para arriba. Sólo llevaba un pantalón claro, de algodón o lino, tal vez, empapado en líquido. «Sangre, con seguridad», había murmurado el comisario. Una ancha incisión en el abdomen delimitaba la más aparatosa de sus heridas, lo que parecía haber sido una puñalada mortal. Las manos, seccionadas en las muñecas, reposaban cerca de sus correspondientes articulaciones, que mostraban la astilla de los huesos y tendones tronchados como cables de caucho.

Conrado Satrústegui aventuró:

– Si el cadáver estuvo expuesto a la marea, aunque sólo fuese durante unas horas, el agua y la sal marinas habrían contribuido a cauterizar las heridas, pero aun así esos tajos me seguirían pareciendo demasiado limpios. A riesgo de equivocarme, me inclinaría a pensar que las manos no fueron serradas, sino desprendidas de un solo golpe.

– ¿Con un hacha? -apuntó Martina.

– ¿Quién sabe? Es posible que hayan quedado marcas en las rocas. Ya lo comprobará.

En otra de las fotografías se apreciaban los globos oculares, extirpados de sus órbitas. Como diminutos peces sin vida, descansaban junto al convulso rostro del muerto, a un lado de la capucha.

La tercera y última instantánea, más difusa todavía, reflejaba un primer plano de la cara. La muerte había paralizado a Dimas Golbardo en una rígida expresión de terror. Bajo el pelo pegado al cráneo con una costra de sangre seca, las vacías cuencas orbitales pervertían sus rasgos en una dimensión trágica. Por encima de las mal rasuradas mejillas, el semblante deparaba una cualidad plástica, como si le hubiesen aplicado un molde de parafina o un baño de cera líquida.

El comisario añadió:

– Me pondré en contacto con la Comandancia de la Guardia Civil y le trasladaré a usted la información que vaya llegando. Aunque me temo que, por el momento, no tendremos mucho más. No hay sospechosos. Para ir ganando tiempo, le sugiero que deje pasar una hora, a fin de que pueda coordinarme con la Comandancia, y establezca contacto con el cuartelillo de Portocristo. Hasta hace poco disponían de muy escasos medios, pero creo estar seguro de que se ha incrementado su dotación, incluyendo una lancha guardacostas para perseguir los contrabandos de cocaína y hachís, que han experimentado un alarmante incremento en esa parte del litoral.

La subinspectora no replicó. Su superior le destinó una inquisitiva mirada.

– ¿Qué le ocurre? ¿Discrepa de lo que le he ordenado?

Martina movió horizontalmente la diestra, como si pretendiese desplazar un objeto invisible.

– Preferiría trabajar por mi cuenta, señor. Podría instalarme en el pueblo, como una turista más. De esa manera, dispondría de mayor libertad de movimientos.

Conrado Satrústegui sonrió para si Ni siquiera un ciego tomaría a Martina de Santo por una mujer corriente. En una pequeña colonia de pescadores, difícilmente iba a pasar desapercibida.

– Hágame caso, subinspectora. Siga mis instrucciones al pie de la letra. Y no olvide permanecer en contacto conmigo, o con el inspector Buj.

Martina abandonó el despacho con un brillo en la mirada. Sabía que, además de manifestar un legítimo orgullo, por la confianza que el comisario acababa de depositar en ella, esa expresión contribuiría a amargar la mañana a su secretaria.

El pulso entre ambas, su sostenido rencor, se venía manifestando en un sucesivo duelo tejido por domésticas venganzas. Adela no podía soportar la creciente influencia de la subinspectora. Y ésta no parecía dispuesta a aceptar las normas complementarias con que la influyente auxiliar administrativa -así, rebajándole el rango, la nombraba Martina cada vez que era objeto de sus malas artes- manipulaba el protocolo y la agenda del comisario.

– Muy ufana parece usted -observó Adela.

– Ya me conoce -replicó al instante la subinspectora-. Soy incapaz de fingir. Entre mis virtudes no figura la simulación. Seguramente -añadió, haciendo chasquear el cierre de su pitillera y procediendo a encender uno de sus cigarrillos ingleses sin filtro-, me iría mejor si tomase ejemplo de usted. Perdone, no le he ofrecido. Qué maleducada, ¿verdad?

Adela sonrió con aridez.

– A veces podemos estar de acuerdo. No se permite fumar, ¿lo ha olvidado?

– ¿De veras? ¿Y por qué lo hace el comisario?

– Si don Conrado desea fumar en su despacho, será cosa suya. Teniendo en cuenta el estrés que soporta, no seré yo quien se lo impida. Hay puestos de responsabilidad, y puestos. Fuera del despacho, no le verá fumar. Y usted, en consideración a los demás, y a la nueva normativa, tampoco debería hacerlo. Apague el pitillo, por favor.

– Iré a esconderme al baño, como una niña mala -repuso la subinspectora, expulsando una argolla de humo.

Adela se levantó, cogió un frasco de ambientador con aroma a limón y se puso a pulverizar el aire.

– ¿A cuál? -preguntó, sin mirarla-. ¿Al de señoras o al de caballeros?

Martina decidió ignorar el comentario. Estaba habituada a ese tipo de pullas. Le dolían, en el fondo, pero intentaba no concederles excesiva importancia. Se administró una calada de castigo, enterrando el humo hasta el fondo de sus pulmones, y dijo, con frialdad:

– El comisario acaba de adjudicarme el caso de Portocristo. Un crimen, con toda certeza. Me gustaría emprender el viaje disponiendo de toda la información que hayamos sido capaces de obtener. Le ruego la haga llegar a mi departamento, a medida que se vayan recibiendo nuevos datos desde la Comandancia de la Guardia Civil. No hará falta que se desplace en persona. Puede usar el fax. Así no quebrantará su sedentario régimen.

Irritada, la secretaria sepultó la vista en la carta mecanografiada que estaba corrigiendo. No podía soportar que aquella altanera mujer le impartiese órdenes, pero tampoco le convenía disgustar al comisario manteniendo un enfrentamiento radical con ella. Confiaba en que, antes o después -pronto, más bien-, la orgullosa Martina de Santo cayese en desgracia a los ojos de Satrústegui.

Mientras tanto, se había propuesto hacer lo imposible por complicarle la vida. Adela era una experta en bloqueos administrativos, congelación de expedientes y otros recursos dilatorios. «Disuasorios», los llamaba ella, disfrutando íntimamente con aquel práctico y, desde su punto de vista, ingenioso eufemismo.

5

La subinspectora había abandonado el pequeño reino de taifas de Adela tirándole un beso burlón con las puntas de los dedos. Segura de sí misma, bajó a la segunda planta.

El grupo de Homicidios ocupaba el congestionado espacio de una sala rectangular, pintada en un mortecino tono vainilla, con media docena de mesas alineadas en dos filas desparejas y, al fondo, una estrecha oficina ocupada por el inspector jefe Buj, apodado el Hipopótamo.

Ernesto Buj era el responsable del grupo. Haciendo justicia a su mote, el Hipopótamo pesaba alrededor de ciento veinte kilos, susceptibles de aumentar cuando la ansiedad o la gula disparaban su bulimia. Debajo de sus camisas, cuyos botones y costuras parecían siempre a punto de reventar, la grasa le dilataba los pectorales y el estómago. El cuello, con su anillo de sebo, sostenía una cabeza pelona y grande, deformada por la sotabarba e iluminada apenas por unos ojillos diminutos, paquidérmicos, en efecto, atrapados en redondas ojeras.

La mesa de la subinspectora estaba situada junto a la puerta de vidrio esmerilado del despacho del inspector Buj. A través del borroso cristal, el torso del Hipopótamo, cuando trabajaba en su mesa, se dibujaba a contraluz como la sombra chinesca de un gorila.

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