Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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Horacio asintió. Martina de Santo sabía cómo hacerle sentirse útil.

– ¿Qué desea saber?

– Historia, demografía, conflictos colectivos, individualidades ilustres, manufacturas, geomorfología de la costa y de esas extensas marismas. Último censo de población. Pedanías. Autoridades. Comunicaciones. Asociaciones vecinales. Fauna. Cultivos. Especies arbóreas. Meteorología. Ritmos de las mareas…

El archivero había empezado a tomar nota, pero dejó de hacerlo.

– Aguarde, Martina. Le advierto que no soy una enciclopedia.

– Es usted algo mejor que eso: un policía.

Un cartel prohibía fumar. No obstante, la subinspectora hizo chasquear su pitillera y prendió uno de sus cigarrillos sin filtro.

– Por eso -añadió, expulsando una bocanada de humo-, no tendrá mayor dificultad en confeccionar para mí un inventario completo de los casos de asesinato, suicidio o muerte accidental acaecidos en la que será mi área de investigación: Portocristo y las parroquias de su distrito administrativo.

– ¿Todos los casos?

– Sí.

– ¿A partir de qué fecha?

– Hasta donde se remonte el archivo.

Muñoz dejó errar una mirada impotente por las atestadas estanterías.

– Aquí hay papeles del siglo pasado.

La subinspectora enarcó una ceja.

– ¿Qué me quiere decir con eso? ¿Que el asesinato es un fenómeno contemporáneo?

– Tendrá su inventario -refunfuñó el archivero.

– No lo dudaba. Y otra cosa, Horacio. También quisiera saberlo todo sobre un lugar llamado la Piedra de la Ballena.

Muñoz estaba anotando la referencia cuando sintió que Martina apoyaba una mano en su hombro.

– ¿Haría algo más por mí?

Horacio asintió. Aquella mujer le gustaba. Le gustaba mucho.

– Quisiera un informe completo sobre las actividades del narcotráfico en la costa. Mi ferry no sale hasta el atardecer. Envíe un mensajero con la documentación a mi dirección particular. Pretendo aprovechar la travesía para estudiar un poco.

– ¿Me está castigando a quedarme sin comer?

– Haré que le traigan una cerveza y un sándwich. ¿O preferiría una botella de Rioja?

– ¿Debo interpretarlo como un intento de soborno?

– ¿Le gustaría cenar conmigo, además?

Al deducir que la oferta podía ir en serio, Muñoz se conturbó. Jamás lo hubiera admitido en público, por pudor, pero, en su opinión, de la subinspectora emanaba un magnetismo erótico capaz de nublar la razón. Incluso el funcional raciocinio de un lisiado policía. Por eso se ofuscó un tanto al responder:

– Antes de aceptar su invitación, debería comprarme un traje. Para estar a su altura. No quisiera avergonzarla en uno de esos elegantes restaurantes que supongo debe frecuentar.

Ella sacudió unas motas de su solapa y le arregló el nudo de la corbata. El archivero pudo respirar el frescor de su aliento. La boca de Martina de Santo olía a una fragancia joven, como el bosque después de la lluvia.

– Uno gris marengo le sentará divinamente. Hará juego con su barba. A propósito, Horacio, esa corbata que lleva es horrenda. No se enfade conmigo, ya sabe lo sincera que soy. Le regalaré una. Usted vaya visitando al sastre. Pero, antes, prepáreme el dossier.

– Trato hecho. Con una condición. Esa cena, subinspectora, la pagaré yo.

Martina dejó oír una risa afilada.

– ¿A cambio de qué?

– Quizá podríamos divertirnos un poco.

– ¿De qué manera?

– No sé, ir a bailar… Aunque yo, con esta pierna…

– ¿Qué le pasa a su pierna?

– Soy cojo. ¿Lo ha olvidado?

Sellando sus labios con el índice, la subinspectora le hizo callar.

– Estoy segura de que ese pequeño problema no le impedirá disfrutar de las cosas buenas de la vida.

Horacio Muñoz advirtió que un rubor inesperado le arrebolaba la cara. La subinspectora terminó de ajustar le el nudo de la corbata, apagó el cigarrillo en un abollado cenicero de Cinzano que contenía restos del almuerzo del archivero -mondaduras de piel de manzana, papel de plata de una chocolatina- y se despidió de él con una mirada cómplice.

8

Al exterior del edificio de Jefatura, en las concurridas calles, la mañana estaba dando paso a la clara palidez de las tardes de invierno, que a la subinspectora le parecían las más hermosas del año.

Berta coincidía en ese criterio. De hecho, había sido ella quien le había hecho reparar en la suave intrascendencia de aquella luz estacional, aérea y transparente cuando el sol declinaba y la bruma comenzaba a cubrir la ciudad. Sin pretenderlo, Berta había conseguido hacerle apreciar los mismos efectos que intentaba atrapar en sus fotografías.

Su amiga era muy hábil con las cámaras. Martina, en cambio, simplemente conseguía enfocar con corrección. La única foto bonita que había logrado tomar de Berta era la que tenía enmarcada en su mesa de Homicidios.

Como la mayoría de los fotógrafos profesionales, Berta se mostraba reacia a posar. Sin embargo, en el curso del otoño anterior, que había sido muy frío, Martina había logrado robar una imagen suya en los bosques de Nó, extensas manchas de robles y hayas situadas al sureste de Bolscan, a un centenar de kilómetros de Argenta, la capital del valle del río Madre. Los tímidos rayos que se filtraban entre la niebla hacían brillar la nieve y el pelo rubio de su amiga. Al disparar el objetivo de la pequeña cámara que utilizaba en sus tareas detectivescas, Martina la había sorprendido en una actitud de euforia, lanzando al aire puñados de ramitas y hojas húmedas. Aquella fotografía probaba que, al menos en esa ocasión, Berta había sido feliz. Lo que no siempre ocurría.

Las céntricas calles de Bolscan estaban abarrotadas de automóviles. Martina no había vuelto a conducir desde el accidente que dos años atrás a punto estuvo de costar le la vida.

Había sido aquél un frustrante final para uno de sus casos de mayor envergadura.

Corría un domingo de marzo que acaso fuera pacífico para los ciudadanos que animaban las calles lavadas por la lluvia primaveral, pero que para ella resultó trágico.

Con las manos aferradas al volante de su Saab negro, Martina seguía a Pico Uriarte, un traficante de cocaína a quien se atribuían, al menos, dos muertes de otros tantos sicarios. ¿Y qué hacía ella, en su día libre, acelerando hacia la salida de la autopista sur? Una de sus gargantas profundas le había advertido que Pico Uriarte se proponía alijar una entrega en pleno monte, a unos treinta kilómetros de la ciudad. El narco se desplazaba en compañía de otro individuo, pero era él quien conducía el coche, un Porsche que se pegaba al asfalto como una roja y reluciente culebra. Martina los había seguido desde el Gran Casino, donde habían comido y alargado la sobremesa consumiendo sus habanos y una copa tras otra. Al fin, subieron al Porsche. Dejaron atrás el perímetro metropolitano, las altas chimeneas de la refinería, las malolientes granjas de pollos. Tomaron por la autopista y, después, por una comarcal. Aparcaron luego junto a una mancha de bosque bajo y desaparecieron entre los árboles. Martina intentó fotografiar la entrega, pero la vegetación no se lo permitió. Se resolvió a interceptarlos en el camino de regreso, con la mercancía a bordo del deportivo como irrefutable prueba. Pico Uriarte debió darse cuenta de que algo no marchaba bien porque recorrió la comarcal jugándose la vida y, ya en la autopista, se puso a adelantar como si participara en una carrera. Martina apretó a fondo el acelerador. Aquel camión apareció de pronto, invadiendo su carril desde una vía de acceso. El resto fue una sucesión de golpes y colores fundidos, hasta que el Saab quedó tumbado en la mediana arrojando humo por el motor. La subinspectora intuía que las llamadas anónimas que estaba recibiendo procedían del entorno de Uriarte. El narco continuaba en libertad, sin que hasta la fecha los detectives de Estupefacientes o los de Homicidios hubieran podido imputarle otras responsabilidades que unas pocas multas de tráfico por exceso de velocidad. A Martina, en cambio, un periódico dolor en las cervicales seguía recordándole la malograda persecución. Durante meses se había visto obligada a llevar un molesto collarín, y un antebrazo enyesado. Sabía que, antes o después, no tendría más remedio que utilizar el coche, pero, por el momento, encontraba sucesivas excusas para ir retrasando ese instante.

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