Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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– ¿Para qué?

– Para crear. ¿Para qué iba a ser?

– Daniel es buena persona -dijo Elifaz, laboriosamente-.Y un artista honrado. Auxilia mis flaquezas, me ayuda a cumplir mis penosos deberes… Pero alguno de los otros Hermanos… ¡Di la verdad, Fosco! ¡No escondas a las manzanas podridas! ¡Y no afirmes porque sí que El Quemao tiene talento! ¡Háblale de su inclinación a la violencia!

Un nuevo ataque de tos lo convulsionó. Fosco cogió su taza y le obligó a beber un sorbo. El café hizo reaccionar a Elifaz, pero su ánimo prosiguió conturbado. En su visionaria mirada flotaba una medrosa luz.

– No le haga caso a mi camarada, subinspectora-dijo el pintor-. Elifaz es demasiado impresionable, pura sensibilidad. A veces, en nuestros inocentes cónclaves, ha llegado a perder el sentido.

Martina encendió un cigarrillo.

– ¿Ese amigo de ustedes, ese tal Heliodoro, es un hombre violento?

– Me temo que sí -afirmó el pintor.

– ¿Ha atacado a alguien?

– Yo no lo descartaría.

– Dígame, Elifaz, si es así, ¿por qué lo han admitido en su grupo?

Fosco la reconvino, blandamente.

– No vaya tan deprisa, subinspectora. Todo a su debido tiempo.

– Le he preguntado a él, no a usted.

Elifaz no se dio por aludido. Estaba blanco como el papel.

– No hay nada que ocultar, se lo garantizo -insistió Fosco-. Somos un grupo de amigos, nada más, unidos por el amor a la belleza. Solemos reunirnos en las noches de solsticio. Elegimos lugares idílicos, siempre en la costa: Forca del Diablo, Isla del Ángel, Piedra de la Ballena… Escenarios apropiados para convocar a las fuerzas. Alumbramos pensamientos, proyectos. Nos protegemos y estimulamos. Existe un ritual, de acuerdo, y a veces sobreviene alguna sorpresa, pero… -En este punto, la mirada de Elifaz pareció advertirle; Fosco cambió de tema-. Pero hablábamos de mis arroces, subinspectora…

Martina cerró los ojos. La alusión a la Piedra de la Ballena había hecho que la cabeza le diera vueltas. Nada de todo aquello resistía la lógica. Sin embargo, existía una explicación más simple: que aquella pareja de frustrados genios se hubiese propuesto pasar un rato divertido a su costa. Después confesarían su mascarada a Berta, y lo celebrarían por todo lo alto. Al fin y al cabo, pensó Martina, no todos los días se le presentaba a un par de ciudadanos la posibilidad de burlarse, y en su propia casa, de un oficial de policía.

Estaba cansada. Un movimiento peristáltico de su intestino le hizo recordar que tenía el estómago vacío.

– Me encanta el arroz -le dijo a Fosco-. A mi regreso no me importaría comprobar si es cierto que tiene buena mano.

El pintor aplaudió. Lo hizo físicamente, haciendo sonar tres rotundas palmadas.

– No le defraudaré. Pero, ¿para qué esperar tanto? Mire, acabo de tener una idea.

– Seguro que no es buena -terció Elifaz-. Él nunca las tiene, señora. Por lo menos, con los vivos. Con los muertos suele mostrarse más atento.

La investigadora notó una dolorosa rigidez en las cervicales. Aspiró una calada, para atemperarse. Se preguntó si la herida en la mano derecha de Fosco obedecería a alguna otra prueba de resistencia o valor. «Hambre, dolor», pensó, repitiendo mentalmente las penitencias de Elifaz.

– ¿A qué muertos está evocando?

Pero el poeta parecía extenuado. Tosió y se protegió la boca con un pañuelo manchado de una parda película de saliva. Su macilento aspecto alarmó a Fosco. El pintor obligó a su camarada a beber más café. Cuando se hubo asegurado de que Elifaz se encontraba un poco mejor, sugirió a Martina:

– ¿Por qué no nos visita en Portocristo?

– ¿Es que ustedes van a estar allá?

– Tenemos planeado regresar uno de estos días. El solsticio de invierno está próximo. Elifaz vendrá conmigo a la reunión de los Hermanos, para su definitiva consagración como miembro de pleno derecho. Por otra parte, debo ordenar mi estudio. Guardo en casa de mi madre ciertos elementos de trabajo que aquí, en Bolscan, me resultan difíciles de obtener.

– ¿Por ejemplo?

– Componentes matéricos para mis óleos y retablos -repuso Fosco, con vaguedad-. Para mis muertos, según acaba de exponerle Elifaz, con su negro humor metafórico. -El poeta acogió esta alusión con una mueca macabra-. ¿Podrá venir a cenar, digamos, el próximo jueves, o el viernes, víspera de Nochebuena?

– No quisiera molestar a su madre.

– Todo lo contrario. Estará encantada. No tenemos parientes, servicio, ni siquiera perro, y se aburre. Vale la pena ver la casona, créalo.

Fosco estiró una sonrisa lobuna.

– Le mostraremos el piélago, si quiere. No encontrará mejores guías. En las lagunas uno debe andarse con cuidado. Hay paisajes sepulcrales, de una belleza maléfica, en los que da la impresión de que cualquier cosa pueda suceder.

Martina sacudió los hombros. Habría pagado por librarse de aquellos sujetos. En consideración a Berta, resolvió soportarlos unos minutos más.

– Tendré en cuenta su amable invitación, pero me temo que estaré ocupada. Ahora, si no les importa, debo dejarles. Un taxi acudirá a buscarme, y todavía no he hecho el equipaje.

– En ese caso, nos iremos ya.

– No pretendía insinuarlo. Quédense. A Berta le hará bien un poco de compañía. Se encuentra algo deprimida. Últimamente ha trabajado demasiado. Intentaré convencerla para que abandone su encierro, y baje a charlar con ustedes.

Martina subió al ático. Berta se había vestido, y trabajaba en los tableros. Los ventanales estaban abiertos de par en par. La luz de la tarde iluminaba los trípodes. Una serie de fotografías recién reveladas colgaba de pinzas metálicas. El líquido fijador les proporcionaba una acuosa suavidad.

– Tu amigo Daniel Fosco sigue en la cocina, en compañía del rapsoda satánico -se burló Martina-. Se ha quemado al retirar el café. Es un chico agradable, aunque esté como una cabra. Ambos lo están. Fosco me ha invitado a su casa de la costa, para conocer a su madre. Espero que no se le ocurra declarárseme.

Berta sonrió. Aunque el nuevo tinte endurecía sus facciones, volvía a tener la dulce expresión de costumbre.

– Son incorregibles. Siempre están haciendo el indio. Se habrán metido algo.

– ¿Farlopa?

– Qué va, no les alcanza. Anfetas y absenta, seguramente.

– ¿No vas a decirme adiós?

Martina la rodeó con sus brazos y la estrechó con fuerza, como si temiera perderla. Después salió de la buhardilla, se metió en su dormitorio, hizo a toda prisa una bolsa de viaje y bajó por última vez a la cocina, para despedirse.

– Berta les atenderá. Espérenla aquí o en el salón, como prefieran.

Fosco había desanudado las cintas de su porta bocetos. Unas cuantas láminas se extendían entre el servicio de café.

– ¿Son suyas esas composiciones? -se interesó Martina.

– Litografías a partir de originales -matizó el pintor-. Quería conocer la opinión de Berta. Y pedirle que fotografíe mis obras más recientes, para un futuro catálogo.

La subinspectora observó los grabados de Daniel Fosco. Eran decididamente esotéricos. De todos ellos emanaba una misteriosa potencia, una caricaturesca y profana expresividad.

Las láminas representaban varones crucificados, martirizados, en actitud de oración o tormento, pero al mismo tiempo anómalamente felices, como envueltos en un aura de dicha y gozo interior, purificados por un sufrimiento místico que aparentaban aceptar de buen grado. Una divina inmanencia se intuía en la luz, o en las postulantes miradas de los mártires. El trazo era tan verídico que los rostros de esa especie de apócrifos apóstoles, y también las pálidas facciones de las desnudas y sensuales vírgenes atrapadas en la turbulencia de una revelación inminente, parecían palpitar con una vida propia. Desde las coronas de espinas fluían lágrimas de sangre, y hasta las puntas de flecha clavadas en la carne como lenguas de piedra debían provocar un dolor que los espectadores de esos cuadros no tendrían inconveniente en aceptar como auténtico.

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