Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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Martina se echó a reír.

– Ustedes, los hombres… ¡Siempre tan torpes!

La subinspectora cogió una bayeta, retiró la cafetera y llenó las tazas.

– Vaya, no hay leche. Pesca ha debido acabar con todas las existencias. ¿Azúcar, dos cucharadas?

– Cuatro -dijo Fosco-. Muy dulce. Me apasiona.

– Su tormenta, es verdad. Cuatro cucharillas para el señor. Y, ahora, el carajillo del señor Sumí. ¿Los caballeros están servidos, o desearán algo más?

El pintor agradeció el cambio de tono. Al coger la taza, su mano tembló y derramó un charquito de café, que Martina se apresuró a limpiar. Elifaz había tomado igualmente asiento a la mesa donde Berta y ella solían celebrar las escasas comidas que sus horarios les permitían compartir. El joven vestido de negro seguía callado, con la mirada perdida. Otra vez Martina registró una sensación de irrealidad, como si se encontrara entre actores que interpretaban algún tipo de papel. Teatralmente, Fosco había lamido sus dedos y soplaba contra la superficie enrojecida de su piel. Las quemaduras eran patentes. Debía sentir auténtico dolor. Martina le cogió la mano.

– ¿Cómo ha podido lastimarse de esta manera? Debería ponerse algo en esas abrasiones.

– ¿Tiene jabón seco? ¿Barro del jardín?

– ¿Me ha tomado por una curandera? Le daré algo mejor que uno de esos remedios caseros que aplicaban nuestras abuelas.

Martina encontró una pomada específica. Extendiéndola con delicadeza, la fue aplicando a la zona afectada. Fosco experimentó una sensación de frío; enseguida, alivio. La subinspectora reparó en un grueso y feo corte que le horadaba la raya de la fortuna.

– ¿Y esa herida? ¿También se la ha hecho en mi cocina?

– No es nada. Un tajo sin mayor importancia. Se me fue la espátula en el estudio, mientras preparaba un lienzo.

– No tiene buen aspecto. ¿Le ha visto un médico?

– Le puse serrín. Lo aprendí de los barnizadores. Cicatrizará solo.

– No le vendría mal un desinfectante. Y quizá algún punto de sutura. ¿Quiere que me ocupe de ello?

– Gracias, pero no será necesario. No me diga que también sabe dar puntos. La teníamos por una mujer competente, pero no hasta ese extremo.

Martina le miró, sorprendida. Intentó representarse a Berta en el curso de una conversación con sus colegas, refiriéndose a ella bajo un adjetivo técnico: «Competente.» No era un término habitual en su léxico. Le dolió. Hubiera preferido recibir por parte de Berta un tratamiento menos convencional.

– ¿Lo soy? -se preguntó, como pensando en voz alta-. Tal vez, si hablamos de mi profesión. En el resto de actividades cotidianas suelo revelarme como un pequeño desastre.

– ¿Se refiere a cocinar, hacer la compra, planchar y todas esas labores? -se interesó Daniel Fosco, con gentileza.

– No recuerdo haber cocinado jamás. En cuanto a la compra, una o dos veces estuve en uno de esos enormes supermercados del extrarradio. La primera sufrí una lipotimia; la segunda, un ataque de nervios.

El pintor se echó a reír, un tanto fingidamente. Elifaz, en cambio, se mantuvo impasible. Se había servido un chorro de coñac en la taza del café y llevaba un rato jugando con una cruz negra que le colgaba del cuello. Martina se fijó en que la crucecita, acabada en punta, estaba rematada por un espolón cubierto por una funda metálica de alguna aleación blanda, estaño o cinc. Nada hacía deducir que su dueño estuviese captando la conversación que se celebraba sin él.

– ¿Y cómo se las arreglan aquí, ustedes dos? -siguió parloteando Fosco-. Porque Berta, según ella misma nos ha dicho, pasa olímpicamente de las labores domésticas.

– Una señora atiende la casa. Hoy es su día libre. Si no fuera por su ayuda, moriríamos de inanición. Les confesaré que sé de memoria varios números de pizzerías y establecimientos de comida preparada. Y somos grandes clientas de restaurantes japoneses, mexicanos, paquistaníes…

Fosco hizo un ademán culinario, como si estuviera condimentando un plato.

– Modestia aparte, aseguran que no soy mal cocinero. He debido heredarlo de mi madre. Me encantaría tener ocasión de demostrárselo. Mi especialidad son los arroces del delta. Recibo los ingredientes de allí. El resultado es muy apetecible. Opina tú, Elifaz. Aunque ahora estés ayunando, en obediencia a la Hermandad, admite que sin mis comistrajos hubieras vagado por la ciudad como un lobo famélico.

El joven Sumí ni siquiera le miró. Fosco se arregló el pelo, un tanto femeninamente, y dijo:

– La verdad es que nos encontramos muy a gusto en esta casa, subinspectora. No todo el mundo nos recibe con los brazos abiertos. Hay gente que… Podría hablarle de los fenicios del arte, pero ¿vale la pena malgastar saliva en esa recua de rebuznadores asnos? El trigal de la belleza está cercado por voraces cuervos. Berta se ha mostrado generosa con sus sentimientos y afectos. Usted, con su paciencia y su tiempo. Tienen nuestra gratitud.

Sin que hubiera necesidad de ello, el pintor, de improviso, apagó la voz:

– Por eso le revelaremos el misterio de nuestra laica trinidad.

12

Martina no supo cómo reaccionar. De pie entre ambos, permaneció a la escucha.

En idéntico y susurrante tono, Fosco pasó a explicar:

– Elifaz, la tercera y espiritual persona, se alimenta de nosotros, y nosotros de él. No siente hambre, ni dolor. Su mente está preparada para superar las miserias del cuerpo, y centrarse en la creación.

El poeta asintió. Había humedecido los labios en la taza de coñac y estudiaba sus manos. Martina reparó en que tenía las uñas anormalmente largas y terminadas en punta. «Como las de nuestra gatita», pensó, volviendo a experimentar la impresión de hallarse flotando entre las mullidas paredes de un sueño. Por un instante temió, y casi deseó, haberse quedado dormida en el porche. En ese caso, aquella rara visita sólo obedecería a una pesadilla. Pero la sonrisa de Fosco, sutilmente malévola, no podía ser inmaterial.

– ¿La tercera persona? -preguntó Martina, desconcertada-. ¿De qué trinidad me hablan? ¿De una nueva religión?

– Muy bien, subinspectora -aprobó Fosco, alborozado-. En adelante, certificaré que su capacidad de síntesis es más que notable.

Martina intentó descubrir algún vestigio de burla en sus interlocutores, pero ambos, dentro de su extravagante pose, y del hecho de que aparentaban entrar y salir de una larga borrachera, se comportaban con naturalidad. «Quizá se han fumado unos porros», pensó. Por el momento, decidió seguirles el juego.

– Si el señor Sumí es la tercera persona, ¿quién es la segunda?

El pintor separó los brazos en cruz, como si la respuesta fuese obvia.

– ¿No lo adivina? La tiene delante.

– ¿Usted?

– Sí, yo.

Fosco rompió a reír.

– Yo debo ser el hijo, porque todos quieren crucificarme. Incluida usted. Le resulto antipático, ya lo sé. No, no me contradiga.

Martina no pensaba hacerlo. Se limitó a responder:

– Siento que haya llegado a esa conclusión. Dígame: ¿quién es la primera persona de su trinidad? ¿Algún dios?

– ¿Empíreo, Heliodoro Zuazo? -siguió riendo Fosco, hasta atragantarse-. ¿Divino, ese bruto del Quemao? ¡Si Gastón de Born tuvo que limpiarle los pantalones cuando se lo hizo encima la noche del solsticio, en el cementerio de Isla del Ángel! No, no lo crea, aunque… De niño, Heliodoro se cayó en una de las fogatas. Su padre, el farero, solía encender hogueras en la isla para advertir a los pescadores del paso de las ballenas. En una de esas piras, sin que nadie sepa cómo, ardió Heliodoro. Tal vez se arrojó al fuego, no lo sé. Nunca habla de ello. Tenía diez años cuando se abrasó. Hoy, con cuarenta y muchos, soltero y solo en la vida, es el más veterano de todos nosotros. El Quemao nos da más miedo que pena, pero quería ser de la Hermandad, y se le admitió. La cara se le quedó como un cartón arrugado, de ahí su mote. La epilepsia fue una consecuencia más de su tragedia, pero no la más grave. Lo peor fue el odio que a partir de entonces creció dentro del Quemao como una venenosa planta. La enfermedad, cuando se le declara, abre en él una ventana extrasensorial. Mirándolo de ese ángulo, no iba usted por completo descaminada. Puede que los trances de Heliodoro, de alguna manera, estén tocados por el ángel. Que sea clarividente, como pudiera serlo un loco.

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