Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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– De Portocristo, sí, de toda la vida -prosiguió Fosco, animadamente-. Mis abuelos, incluso, tengo entendido, mis bisabuelos, nacieron allí, en el país del agua. Me criaron junto a las marismas, en una de esas casonas de indianos, igual que a Elifaz. Debe ser por eso que nos consideramos hermanos de sangre, en el arte, en la vida. Tuvimos una infancia feliz, muy salvaje. Tendría que haber visto cómo atrapábamos lagartos y víboras, les abríamos las tripas en canal y dejábamos secarse las alimañas al sol, abandonándolas a merced de las hormigas. Elifaz les cortaba las patas a las ranas y les hinchaba el vientre soplando por una paja, hasta que estallaban como globos llenos de gas. Lo pasábamos en grande. Vagábamos por el estuario, medio desnudos, atravesando los cañaverales con nuestras sandalias de esparto. Descubriendo la naturaleza, que también es despótica; tanto, al menos, como lo suelen ser los niños. Ambos conocemos las marismas como nuestra propia piel.

La subinspectora pugnó por apartar de su mente la imagen de dos chiquillos que, armados con objetos punzantes, sajaban y practicaban incisiones en las frías escamas de los reptiles.

– ¿Sus padres siguen residiendo en Portocristo?

– Sólo mi madre -precisó Fosco-. Mi padre murió en la pasada Navidad. Sufrió un desdichado percance.

A menudo, la subinspectora era inconsciente del alcance de su deformación profesional. Rutinariamente, como si se encontrase en comisaría, inquirió:

– ¿Qué ocurrió?

Sin el menor énfasis, como si se refiriese a una cuestión ajena, el pintor repuso:

– Se ahogó en el piélago. No sabía nadar.

La subinspectora disimuló el efecto que aquella despreocupada respuesta le había provocado. Elifaz Sumí observaba a su anfitriona con una extraña fijeza. El silencioso amigo de Fosco se pasó el dorso de una mano por la boca y, arrastrando las sílabas en un gutural susurro, pronunció al fin algunas frases, distanciándolas entre sí:

– Mi padre está vivo. Mi madre, no. También se ahogó. Ella sí sabía nadar.

– Su padre es el capitán José Sumí, dueño de una legendaria cáscara de nuez -intervino Fosco-. La Sirena del Delta. A bordo de ella nos enseñó a navegar y pescar. El viejo José sigue al pie del timón. No en vano es uno de esos lobos de mar chapados a la antigua. ¿Recuerdas, Elifaz, cómo nos sentó la mano aquella vez que nos pilló robándole los cebos para las lubinas?

Como si no hubiera oído a Fosco, Elifaz permaneció con la cabeza inclinada, contemplando abstraído las puntas de sus zapatos de ceremonia, tan gastados por el uso, y dados de sí, que parecían bailar alrededor de sus tobillos. El resto de su indumentaria denunciaba un bohemio abandono. A su chaqueta, que más parecía una casaca, se le habían caído un par de botones. La retorcida cremallera del pantalón asomaba entre las costuras de la bragueta, como si a esa prenda, procedente de alguna herencia, o de un centro de acogida, le faltaran un par de tallas para sentarle bien.

Martina tuvo la impresión de estar soñando. A través de las hojas de los árboles, el sol le calentó las pestañas; parpadeó. Le había costado resistir la glauca mirada de Elifaz Sumí, interrogante y vacía como la de un ciego. Por un mecanismo de asociación de imágenes, visualizó las órbitas mutiladas de Dimas Golbardo. Aquellas negras cuencas, aquellos ojos extirpados que descansaban sobre el capote marinero como huevos de codorniz.

– ¿Cómo les gusta el café?

– Con una nube de leche y una tormenta de azúcar -eligió Fosco.

– Solo, sin azúcar y con unas gotas de absenta -dijo Elifaz de un tirón, como si pronunciar tal número de palabras seguidas le hubiese exigido un esfuerzo. Iba a añadir algo, pero empezó a toser.

– ¿Se encuentra indispuesto? -preguntó Martina.

– El pobre Elifaz tiene mala salud -se compadeció Fosco-. Está respetando ayuno, y arrastra un principio de asma. Esta urbanización es rica en vegetación. El polen de los jardines ha debido afectarle.

– Pasen a la cocina. Cerraré las ventanas. A propósito, no creo que tengamos absenta.

Elifaz se apretaba la boca con un pañuelo. Luchando contra una tos bronquítica, dijo:

– Coñac, entonces, señora.

– No es necesario que me siga llamando así todo el rato, Elifaz. Veré qué puedo hacer para conseguirle brandy. De paso, averiguaré cómo se encuentra Berta. Hace un rato le dolía la cabeza.

– ¿Tenía jaqueca, como usted? -sonrió Fosco, retirándose el pelo. Su rostro resultaba simpático, pero asexuado y blando, a juicio de Martina.

– Berta trabaja de noche -replicó la subinspectora-. Por eso se acuesta a esta hora.

– Es una artista íntegra -opinó Fosco-. De las que con el tiempo quedan. Sus fotografías son escandalosas, ambiguas… ¿No piensas como yo, Elifaz?

Mientras Martina, con una sonrisa pintada, agradecía vicariamente ese cumplido, el joven Sumí asintió con solemnidad. Entraron a la cocina. La subinspectora puso una cafetera y rebuscó entre los vinagres y vinos dulces hasta encontrar la botella de coñac que se usaba para guisar.

Mientras el café comenzaba a hervir, pidió a los amigos de Berta que la disculpasen y subió al ático.

Ocupada en lamer uno de sus tazones de leche, la garita Pesca se recortaba contra el quicio de la puerta. Las ventanas estaban cerradas. Protegida por una cortinilla de tela, la claraboya apenas filtraba un rayito de luz. Martina encendió la del pasillo. Su amiga se encontraba al fondo de la buhardilla, sentada en el suelo, con las manos detrás de la nuca. Se había quitado la blusa y la falda, que formaban un bulto delante de ella. Estaba en ropa interior.

– ¿Puedo pasar?

Berta no dio señales de querer responderle.

– Acaba de presentarse un amigo tuyo. Daniel Fosco. Pregunta por ti. Ha venido con un fámulo. Elifaz Sumí, estudiante y poeta. Tan discreto, que hay que arrancarle las palabras con fórceps. Es posible que se trate de un intelectual puro, pero ese tipo de juicios metafísicos prefiero dejártelos a ti. ¿Lo conoces?

– Son un par de idiotas encantadores. ¿Están muy borrachos?

– Sólo un poco pasados. Pero sospecho que la naturaleza de Fosco no debe ser mucho más lúcida.

– No debían tener nada mejor que hacer que venir a darme la lata. Diles que no estoy.

– Ya es tarde.

– Diles que me he muerto.

– Serías un cadáver demasiado exquisito.

– No quiero verles. No quiero ver a nadie.

– Sé razonable, Berta.

– Estoy siéndolo. En adelante, nada de hombres. Solas tú y yo. A solas con nuestro…

Martina la interrumpió.

– Déjalo, querida.

En la penumbra, Berta respiraba con dificultad. Como si hubiese estado llorando, pensó Martina.

Su amiga preguntó, con un hilo de voz:

– ¿Estarás fuera muchos días?

– Una semana, quizá. Te llamaré desde la costa.

– No te molestes. Es probable que, a tu regreso, no me encuentres. Quizá no volvamos a vernos.

Martina suspiró. En el silencio de la casa se oyó hervir el café.

– Eres libre de hacer lo que quieras. Jamás he intentado retenerte. No va con mis principios. Sólo te pido que no te obceques por niñerías. Que reflexiones.

– Puedes estar segura de que lo haré.

El tono de Berta habría sonado desafiante si un sollozo no hubiese quebrado el último verbo. Martina comprendió que era mejor dejarla sola. Empujó a la gatita al interior del estudio, cerró la puerta y bajó a la cocina.

Las salpicaduras habían ensuciado los hornillos y las baldosas del fregadero. La cafetera soltaba un chorro de vapor. Con un trapo enrollado en la muñeca, Daniel Fosco intentaba retirarla del fuego. Debía estar abrasándose porque la dejó caer sobre la encimera.

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