Juan Bolea - Los hermanos de la costa

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La subinspectora Martina de Santo debe descubrir al autor de unos terribles asesinatos cometidos en la remota costa de Portosanto, un pueblecito del norte, reducto en el pasado de los últimos cazadores de ballenas. En el transcurso de su búsqueda, Martina de Santo conocerá a los «Hermanos de la Costa», una misteriosa asociación en la que se fusionan creación artística y ritos macabros. Los crímenes, que vienen cometiéndose desde tiempo atrás, tienen su origen en acontecimientos del pasado que la subinspectora va desvelando poco a poco, enfrentándose, al mismo tiempo, a delitos actuales relacionados con el narcotráfico. Juan Bolea combina lo ancestral y lo presente de manera inteligente y sutil para crear una trama apasionante que interesa desde la primera hasta la última página.

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Daniel Fosco se la quedó mirando con una traviesa expresión, como esperando alguna reacción a raíz de sus revelaciones, pero la subinspectora se mantuvo en silencio. Estaba intentando asimilar esa caótica información que le llegaba a oleadas, pero habría terminado por desentenderse del pintor y de su amigo si, sobre el alud de disparates que venían vertiendo, las alusiones al farero y a Gastón de Born no se obstinasen en emerger como elementos reales. Pedro Zuazo había muerto en verano, al caer desde un farallón. Y Gastón de Born había escrito en Ecos del Delta la crónica de su accidente. Eran hechos. Martina de Santo solía trabajar con ellos.

De improviso, Elifaz Sumí decidió intervenir:

– No dejes así a la señora, Fosco. Háblale de los Hermanos de la Costa.

– ¿Se trata de algún acertijo? -Preguntó Martina-. ¿Me darán un premio si adivino la solución?

– ¿Nunca había oído hablar de nosotros? -cuestionó Fosco, a su vez.

– ¿De los Hermanos de la Costa? Desde luego que no. ¿Así se hacen llamar ustedes? ¿Quiénes son, una cofradía de modernos piratas? ¿Una secta?

Daniel Fosco y Elifaz Sumí parecieron consultarse sobre la gravedad del término, y los ecos y prejuicios que podía inspirar.

El pintor iba a responder cuando en la habitación vecina sonó un timbre agudo. Martina giró con brusquedad el cuello, lo que le produjo un calambre en las vértebras cervicales. El recuerdo de Pico Uriarte, asociado a esa lesión, acabó de crisparla.

Pero era sólo el teléfono.

13

La subinspectora se dirigió al salón para contestar la llamada. El receptor descansaba sobre una mesa de cristal, justo debajo del retrato del embajador Máximo de Santo, cuya pintura al óleo presidía la estancia con una mirada escrutadora y cristalina, muy parecida a la de su hija.

Al otro extremo del hilo, la subinspectora escuchó la voz de Conrado Satrústegui.

– ¿Martina, es usted?

– ¿Comisario?

– Me alegro de cogerla en casa.

– Estaba a punto de salir hacia el puerto. Le escucho, señor.

– ¿Es que se va en barco?

– La carretera está cortada, y el ferrocarril, interrumpido. No hay otro medio.

– Es increíble que estas cosas sucedan a finales del siglo veinte. Si me lo hubiera dicho, habría tratado de conseguirle un helicóptero.

– No importa, señor. Estaré en Portocristo a media noche.

– Me alegro, porque le espera más trabajo del inicialmente previsto. Doble faena. ¿Preparada? Acaba de aparecer un segundo cadáver, cerca del anterior. A unos pocos kilómetros de la Piedra de la Ballena.

La subinspectora tomó aliento.

– ¿También mutilado?

– No exactamente. Con un arpón clavado en el pecho, a la altura del corazón. La Guardia Civil ha identificado el cuerpo. La víctima es un tal Santos Hernández. Sesenta y siete años. Natural del delta.

Martina reprimió una exclamación.

– ¿Sigue ahí, subinspectora?

– Desde luego, señor. ¿Alguna pista?

– Por el momento, nada. El cadáver ha sido trasladado al Juzgado de Portocristo. Supongo que, a falta de depósito, lo enviarán a la funeraria. Podrá examinarlo allí, junto con los restos de Dimas Golbardo.

– ¿Alguien ha reclamado el segundo cuerpo?

– Por ahora, no.

– ¿Consiguió hablar con ese juez, Antonio Cambruno?

– Tiene tres llamadas mías aguardándole, pero todavía no ha debido dignarse poner los pies en el Juzgado. Me he tomado la molestia de indagar sobre su persona en círculos próximos a la judicatura; sus propios colegas le catalogan como un excéntrico. Por otro lado, he advertido a la Comandancia de la Guardia Civil que se incorporará usted a la investigación. En cuanto llegue a Portocristo, preséntese al sargento Romero, en el puesto.

Satrústegui tomó aire, antes de aconsejarle:

– Todo esto es muy extraño. Vaya con cuidado, Martina. No se le ocurra actuar por su cuenta y riesgo. E infórmeme en cuanto haya esbozado un primer análisis de la situación.

– Descuide, señor. Le mantendré al tanto.

La subinspectora colgó. Aunque en el interior de la casa la temperatura era fresca, notó alfileres de sudor aflorándole en las sienes.

Desde la cocina le llegaron unas ahogadas risitas. Daniel Fosco y Elifaz Sumí habían intercambiado sus asientos. Ahora Fosco ocupaba la silla que estaba colocada justo enfrente del pasillo. Martina tuvo la sospecha de que habían escuchado su conversación con el comisario.

– ¿Malas noticias, subinspectora? -se interesó el pintor, esforzándose por expresarse con seriedad, pero sin llegar a reprimir la sonrisa que bailaba en su boca.

– En mi oficio, casi nunca son buenas.

El joven Sumí aparentó recobrar un cierto grado de compostura. Se levantó, caminó unos pasos hacia el salón e inquirió:

– ¿Podría decirme, señora, quién es ese caballero?

Martina desprendió que aludía al retrato del embajador.

– Era mi padre.

– ¿Ha muerto?

– Sí.

Con ansia, el poeta se frotó las palmas de las manos en las musleras de sus pantalones.

– ¿Se portó bien con usted?

– ¡Vamos, Elifaz! -protestó Fosco-. ¡Hay cosas que no tienes derecho a preguntar!

– Déjelo -dijo Martina-. No tengo inconveniente en responder. Fue un buen padre, si era eso lo que quería saber.

– ¿Lo fue siempre?

– No, no siempre.

– No siempre -repitió Elifaz, como si acabara de condensar un axioma-. ¿En alguna ocasión abusó de usted?

– ¡Elifaz! -exclamó Fosco-. ¡No sigas por ese camino! ¡Discúlpate ahora mismo!

– ¿Por qué? No tengo de qué arrepentirme.

– ¡Sí lo tienes! ¡Debes expulsar de tu mente esas ideas de Gastón!

– ¿Qué ideas? -preguntó Martina, alarmada por aquel estallido de agresividad.

– El parricidio como camino de liberación -reveló el pintor-. Desde hace algún tiempo, nuestro amigo Gastón de Born está obsesionado por la catarsis de ese tipo de crímenes. De hecho, su escasa obra literaria gira sobre la psicología del parricida. Gastón tiende a confundir la realidad con la ficción. Su alienación ha llegado a hacerle creer que hay alguien dispuesto a acabar por la vía rápida con los abusos en familias allegadas a las nuestras y…

La subinspectora decidió que había llegado el momento de poner un poco de orden.

– ¿Qué familias, qué padres, qué abusos? ¿Y qué tiene que ver todo eso con los Hermanos de la Costa, esa secta de la que antes, cuando sonó el teléfono, me estaban hablando?

– Ah, no, subinspectora -protestó Fosco-. No se trata de ninguna secta. Tan sólo integramos una corriente artística de jóvenes valores de las artes contemporáneas. Autores minoritarios, incomprendidos, a quienes la sociedad da la espalda.

El pintor se recogió la melena y añadió, con una sonrisa viciosa:

– Aún es pronto, pero dentro de poco, ya verá, daremos que hablar.

– ¿Así es como se sienten ustedes? ¿Marginados?, Fosco se encogió de hombros, como abrumado por el peso de la incomprensión ajena.

– Todos hemos fracasado, incluido El Quemao. Y eso que, probablemente, Heliodoro sea el único que tiene talento. Y Elifaz, pienso. El resto estamos abocados al olvido.

– ¿El resto? ¿Cuántos son ustedes?

– Algunos más, no muchos. Los que superan las pruebas.

– ¿Qué pruebas?

– Aquellos sacrificios que a cada cual se imponen -repuso Fosco.

– Hambre y dolor -agregó Sumí.

– En el caso de Elifaz, así se decidió -corroboró Fosco-. Por delegación de los Hermanos, debo vigilar su cumplimiento de las penitencias pautadas. Y lo está haciendo, puedo dar fe. Se mortifica. Ayuna. Está preparado.

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