Juan Bolea - La mariposa de obsidiana

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En su primer día de vigilancia, la guardia jurado del Palacio Caballería, donde se viene celebrando una exposición dedicada a sacrificios humanos, es atrozmente asesinada. El crimen es perpetrado de noche, en la soledad del museo, y responde a la escenografía de los antiguos sacrificios aztecas. Para llevarlo a cabo, el criminal ha podido utilizar uno de los antiguos cuchillos de obsidiana que se mostraban en la exposición. Con la misma arma, arrancó la piel a su víctima, abandonando el cadáver sobre la piedra del sacrificio, en una macabra reproducción de los ritos que históricamente tuvieron lugar en las pirámides aztecas. A partir de ahí, la policía atribuirá el salvaje asesinato a un criminal perseguido por la comisión de otros homicidios recientes, algunos de los cuales se llevaron a cabo igualmente con bárbaras mutilaciones. Sin embargo, la subinspectora Martina de Santo apuntará pronto en otra dirección, eligiendo una línea de investigación que la conducirá por derroteros muy distintos.

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– Sólo la parte que se relaciona con Sonia. ¿Qué tal lo pasaban en la Escuela de Teatro?

– Era muy divertido. Ensayábamos, y todo eso.

– ¿Ensayaban juntas Sonia, usted y las hermanas, las gemelas Bacamorta, María y Lucía?

– Veo que se ha informado.

– Es mi obligación. Responda.

– Formábamos parte del grupo -repuso Camila, recelosa.

– ¿Bajo la dirección de Flin?

– Él era el profesor.

– ¿Y novio de alguna de ustedes?

– Puede que hubiese algún rollo, cosas del Instituto.

– ¿Sonia y Flin tuvieron un romance?

Camila se enderezó en la butaca.

– Hubo algo entre ellos. Sexo, supongo.

– ¿Y entre Flin y usted?

– Quedé con él un par de tardes. Nos besamos, y nada más.

Martina hizo una pausa. El espejo reflejaba su extrema palidez.

– Puede que usted no sepa, Camila, que la pareja actual de Flin es María Bacamorta.

– Sonia me lo dijo.

– Y la pareja de Sonia, ¿quién era?

– Le respondería si lo supiera, pero no lo sé.

– ¿No sabe que vivía con un hombre?

– Eso sí, pero nunca lo vi.

– ¿Nunca lo vio, ni sabe su nombre?

– No.

La subinspectora barajó otra pregunta, la que más le iba a costar.

– ¿Sonia se veía con un policía? Esta vez, Camila no necesitó pensar.

– Sí.

– ¿Vinieron al club alguna vez?

– Alguna vez. El se quedaba en una esquina de la barra, sin hablar con nadie. Se notaba que le desagradaba esto.

– ¿Ese policía estaba enamorado de Sonia?

– Hasta las cachas. Era tan claro que daba pena, y ganas de abrirle los ojos. El amor es ciego, dicen los ciegos.

Camila sonrió con picardía. Martina le devolvió la sonrisa.

– Me ha sido de mucha utilidad, señorita Ruiz. Me propongo visitar a la familia Barca, en Los Oscuros. ¿Quiere que les diga algo de su parte?

– Que lo siento mucho.

– Así lo haré. Si recuerda algo más de Sonia que yo deba saber, o si puedo ayudarla en algo, no dude en llamarme a este teléfono, a cualquier hora.

Martina anotó el número de Homicidios y arrancó la hojita de su libreta.

– A veces -le dijo, al entregarle la nota-, las mujeres maltratadas piden ayuda. Se lo digo porque casualmente oí su discusión con el hombre que hace unos minutos se estaba peleando con usted.

Camila se estremeció. En forma de vergüenza, o de odio, un trozo de su pasado pareció aflorar a sus ojos.

– Es un conocido de mis peores épocas.

– ¿Un camello?

– Entre otras cosas.

– ¿Teme que vuelva a agredirla?

– Con David nunca se sabe.

– Dígame su apellido. Me encargaré de que la deje en paz.

Camila dudó.

– No tema, no lo sabrá -le prometió Martina.

– Raisiac, David Raisiac.

– Comprobaré sus antecedentes, y vigilaremos sus pasos. No volverá a acercarse a usted.

– Gracias -dijo la bailarina.

– Soy yo quien tiene que dárselas.

Capítulo 48

Durante las cuatro o cinco horas que restaban de esa noche, Martina de Santo durmió profundamente.

La subinspectora soñó con voces que la llamaban desde algún lugar oculto tras una cortina de nieve. Vio, en un sueño blanco, árboles, picos nevados, un helado lago de cristal. Y vio a una mujer, cubierta tan sólo con una túnica griega, atrapada en sus frías aguas.

En el sueño, la mujer buceaba, y su túnica flotaba en la corriente. Pero, de pronto, la clámide se transformó en piel humana, en la cabellera y en la piel de otra mujer, y ese nuevo ser, como una deforme sirena, intentaba desesperadamente romper la capa de hielo para regresar a la superficie.

El jueves, 5 de enero, no había amanecido aún cuando sonó el despertador. La detective De Santo se puso ropa ligera y una cinta en el pelo y salió a correr por las calles de Bolscan.

La ciudad estaba tranquila. Martina corrió sin tregua, a buen ritmo. Tres kilómetros más allá, en el puerto, en la lonja de pescadores, se detuvo para tomar un café con leche y fumar su cigarrillo favorito del día, que, sin embargo, nunca apuraba, arrojándolo a mitad al agua aceitosa del puerto.

Los pesqueros faenaban entre la niebla. La subinspectora estuvo contemplándolos un rato. Un marinero la saludó desde la borda. Martina le correspondió, sonriente, y emprendió la carrera de vuelta. Al remontar las empinadas calles del barrio alto, el sudor afloró a su piel, liberándola de ese otro espeso y opresivo cansancio derivado de una investigación en marcha.

Se duchó, tomó en camisón, en la cocina, otro café, se puso encima el abrigo de su padre que había utilizado la noche anterior para ir al teatro y salió al porche a fumar un cigarrillo entero, el que debía darle la bienvenida a un nuevo día de acción. Desde el porche, se disfrutaba de una vista panorámica de Bolscan, con las torres de las iglesias recortadas contra el mar como cúpulas de una ciudad sumergida. Una luz rosada anunciaba un día frío y sin nubes.

La subinspectora recapituló en todo lo sucedido desde el lunes, a partir del momento en que había recibido la amenaza telefónica («No encontrarán… sino tu piel»), hasta su conversación en el ambigú y los camerinos del Teatro Fénix con María Bacamorta y Alfredo Flin. Tenía el convencimiento, pero no la certeza, de que cuanto había acontecido desde entonces guardaba relación entre sí. Y confiaba en que, a la manera de un puzle, aquellas piezas en apariencia desperdigadas, independientes, ajenas unas a otras, fuesen dibujando, poco a poco, una misma figura. Acaso el rostro de alguien que, como las apariciones de sus sueños, se escondía detrás de una clave, de un símbolo que la detective aún no había conseguido descifrar.

Capítulo 49

Martina se vistió con un traje negro de chaqueta, cogió su gabardina, su pistola, y se dirigió a Jefatura. Eran las nueve de la mañana.

En el Grupo de Homicidios, alguien había dejado sobre su mesa, abierto, un ejemplar del Diario de Bolscan.

Junto a la crónica de la estancia del ministro del Interior, se destacaba la dimisión del comisario Satrústegui, encubierta, afirmaba el periódico, por la solicitud de una baja temporal amparada en motivos personales.

En una de las fotos, Satrústegui aparecía en la fiesta del teatro, con un whisky en la mano, junto a la propia Martina de Santo. Alguien había dibujado un corazón, una cómica viñeta que los englobaba a los dos. Bajo la foto de ambos, en un recuadro, José Gabarre Duval, el redactor jefe del Diario , firmaba un billete de opinión exigiendo el esclarecimiento del crimen del Palacio Cavallería y la depuración de posibles responsabilidades. El medio editorializaba reclamando transparencia policial en aquellos casos de asesinato que, como el de la mujer desollada, sembraban una justificada alarma entre la población.

El inspector Buj cruzó frente a la mesa de Martina y se encerró en su despacho. Como si celebrase algo, se había peinado con agua, hacia atrás, y afeitado cuidadosamente, pero no por eso el habitual rictus de ferocidad había desaparecido de su cara.

La subinspectora tocó a su oficina.

– Entre.

– Buenos días, inspector.

– Lo serán para usted. ¿Ha leído la prensa?

– Alguien tuvo la amabilidad de dejar el periódico sobre mi mesa.

– Así están las cosas. Mal para nosotros, peor para el comisario. El jefe superior me está metiendo toda la presión del mundo. Asuntos Internos va a tomar cartas en el asunto. Y cuando esos buitres planean sobre el paisaje…

– Precisamente quería verle porque me propongo cambiar de aires.

El Hipopótamo la contempló con arrobo.

– ¿Usted también necesita unas vacaciones, por motivos personales?

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