Juan Bolea - La mariposa de obsidiana

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En su primer día de vigilancia, la guardia jurado del Palacio Caballería, donde se viene celebrando una exposición dedicada a sacrificios humanos, es atrozmente asesinada. El crimen es perpetrado de noche, en la soledad del museo, y responde a la escenografía de los antiguos sacrificios aztecas. Para llevarlo a cabo, el criminal ha podido utilizar uno de los antiguos cuchillos de obsidiana que se mostraban en la exposición. Con la misma arma, arrancó la piel a su víctima, abandonando el cadáver sobre la piedra del sacrificio, en una macabra reproducción de los ritos que históricamente tuvieron lugar en las pirámides aztecas. A partir de ahí, la policía atribuirá el salvaje asesinato a un criminal perseguido por la comisión de otros homicidios recientes, algunos de los cuales se llevaron a cabo igualmente con bárbaras mutilaciones. Sin embargo, la subinspectora Martina de Santo apuntará pronto en otra dirección, eligiendo una línea de investigación que la conducirá por derroteros muy distintos.

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– No.

– Parece que le divierte hablar de la señorita Barca.

– No, subinspectora, no me hace gracia que se la hayan cargado, pero es una noche de mucho aforo y se consume a granel. Tengo derecho a estar contento.

– Un buen sueldo siempre es motivo de felicidad.

– Supongo. Yo me limito a ganarme la vida, como cualquier hijo de vecino.

– ¿El local es suyo?

– No. Tengo un fijo, y voy a porcentaje.

– ¿También con las chicas?

Un cortaúñas descansaba en la mesa de Morán, junto a cuadernos de cuentas y una caja de puros. El encargado cogió el cortaúñas y se puso a jugar con la lima.

– No sé qué quiere decir.

– Quiero saber si cobra usted por cada una de las prestaciones sexuales de sus bailarinas con clientes del Stork Club.

Morán soltó el cortaúñas.

– ¿Me toma por un proxeneta? ¿De dónde ha sacado esa idea?

– Del Código Penal.

El gerente le afiló una mirada de hiena.

– ¿Está intentando acogotarme?

– Puedo cerrarle el tugurio en menos de veinticuatro horas, si sigue por ese camino.

– No lo creo. Nuestros permisos están en regla.

– ¿Quiere que me ponga a preguntar la edad de las chicas?

Morán se reclinó en la blanda butaca de fieltro, que adoptó su forma. El graso cabello de su nuca había dejado una mancha antigua en el respaldo.

– Las niñas son mayores de edad. Todas. Saben lo que hacen, y para qué tienen un agujero entre las piernas. Dígame qué quiere saber y márchese cuanto antes.

Martina apoyó una mano en la mesa y se inclinó hacia delante.

– He venido a hacerle tres preguntas, señor Morán. Primera: ¿quién era Sonia Barca?

– Una chica de pueblo, con demasiadas ínfulas. Hará un par de meses apareció por aquí. Le hice una prueba y la contraté para un pase semanal.

– ¿Sabía bailar, lo había hecho antes?

– Creo que estuvo en Ibiza, en un club sado, pero no había hecho barra ni striptease. Camila, otra de las bailarinas, le enseñó. Por lo visto, se conocían.

– ¿Con cuántos hombres tuvo Sonia relaciones sexuales?

– No lo sé. Ella no participaba en…

– ¿En su porcentaje?

Morán no contestó. Eligió un puro y se dispuso a abrasarlo con un chisquero. Martina inquirió:

– ¿Cuándo fue la última vez que la vio?

– Es su cuarta pregunta, subinspectora.

– Responda.

Morán encendió con calma. Su veguero provocó un humo proletario.

– La vi por última vez el pasado fin de semana. En Nochevieja, cuando celebramos el cotillón. Las niñas se disfrazaron de Papa Noel. Sonia vino a divertirse con unos actores. Me los presentó, pero no recuerdo los nombres. A la noche siguiente, la de su pase dominical, repitió con uno de esos tipos. Estuvieron bailando y bebiendo hasta las tres. Hora, subinspectora, en que el Stork Club, en el más estricto cumplimiento de la ordenanza municipal vigente para los establecimientos públicos, cerró sus puertas a su respetable clientela.

– ¿Cómo se llamaba ese hombre?

– Ya le he dicho que no lo recuerdo.

– Haga memoria, Morán, o empezaré a pedir carnets de identidad.

El gerente se lo pensó dos veces.

– Tenía un apellido muy curioso.

– ¿Lagreca?

– Puede que ése fuese uno de los que estuvo en Nochevieja.

– ¿Alfredo Flin?

Morán chasqueó los dedos.

– Justamente.

– ¿Ve como su memoria no era tan mala?

– Eso decía mi madre.

A Martina le resultó imposible conciliar la imagen de Eladio Morán con una estampa doméstica, con el calor de una madre, pero siguió relajando el encuentro. Era claro que el gerente sabía más de lo que contaba, y podía volver a necesitarle. Por eso, dijo:

– A lo mejor, la próxima vez que me vea incluso se acuerda de mí y me invita a una copa.

– La dirección del Stork Club se complacerá en convidarla, subinspectora. ¿Sabe por qué acabo de acordarme del nombre de ese tipo? Porque el punto que bailaba con Sonia, además de apellidarse igual, se parecía un poco a Errol Flynn. ¿Le gusta ese actor? A mí me encantan sus películas.

– ¿Y a Camila, la amiga de Sonia, también le gustan esa clase de galanes?

– No lo sé, pero puede preguntárselo. Era una de las chicas que hacía striptease. Su número acaba de terminar.

Capítulo 47

La subinspectora salió del despacho de Morán y se adentró por el túnel de camerinos. Un olor imposible, a cloaca y colonia, flotaba en el subterráneo.

El vestuario de bailarinas estaba entreabierto. Del interior, en tono alto, casi a gritos, surgían dos voces en disputa. Martina se acercó lo bastante como para escucharlas.

– ¡Te dije que no quería volver a verte! -exclamaba una mujer, con el acento montañés de la franja occidental de la provincia de Bolscan-. ¡Nunca más!

– Escucha, Camila, sé razonable -repuso un hombre-. Lo nuestro puede volver a funcionar, lo sé.

– ¡Me maltratabas, David! ¡Y no ha nacido el hombre que me ponga la mano encima!

– No era yo, gatita.

– ¡Era la coca, claro! ¡Por eso estabas colgado todo el día, para tener una excusa y molerme a palos!

– Escucha, Camila…

– ¡Fuera de aquí!

La subinspectora retrocedió unos pasos, hasta la boca del túnel, y dejó pasar a un hombre joven, de unos veinticinco años de edad, alto, bien vestido, pero cuyo rostro, que revelaba cólera, tenía un tónico marginal, la piel mortecina, estropeada, y esa mirada apagada y astuta de los yonquis.

Martina llamó a la puerta, que seguía entreabierta.

– ¿Camila Ruiz?

– ¿Quién es usted?

– Soy la subinspectora De Santo. ¿Puedo hablarle, o llego en mal momento?

La bailarina había llorado. Se enjugó las lágrimas con la yema de un dedo y dijo:

– No me encuentro demasiado bien, pero pase.

Después de su actuación, Camila se había puesto una bata sobre su ropa de escena, limitada a un sujetador y a unas braguitas, también rojas, que asomaban entre los faldones de la bata, alcanzándole apenas a taparle el pubis. Camila debió de darse cuenta de su desnudez, porque se ajustó el cordón, se sentó y cruzó las piernas.

– No estoy muy presentable.

– Para responder unas cuantas preguntas no hace falta ir vestida de noche.

– ¿Qué me va a preguntar?

– Quiero que me hable de Sonia Barca, y de su relación con ella.

– Sé lo que le ha pasado… ¡Es monstruoso!

– Ciertamente.

– ¿La ha visto usted después de que…?

– Sí.

Camila abrió mucho los ojos.

– La despellejaron, ¿verdad?

– Prefiero no darle detalles del crimen.

– Hace dos días estaba tan viva, tan… ¡No puedo creerlo!

– ¿Hace dos días la vio por última vez?

– Hará un par de noches, sí.

– ¿La del pasado domingo?

– Sí, creo que sí.

– ¿Aquí, en el Stork Club?

– Sí.

– ¿Con Alfredo Flin, el actor?

– ¿Cómo lo sabe?

– Eso no importa. ¿Estuvo usted con ellos?

– Tomamos una copa juntos. Después, se fueron.

– ¿A la cama?

– No lo sé.

– Pero, ¿puede que sí?

– Puede.

Martina ofreció a la bailarina uno de sus cigarrillos ingleses sin filtro. Camila lo aceptó. Se lo llevó a los labios y lo manchó de carmín.

– Sonia era de Los Oscuros, en la cordillera de La Clamor. Tengo entendido que usted nació cerca de allí.

– En una pedanía vecina. Fuimos juntas al Instituto de Los Oscuros.

– Y allí conocieron a Flin, su profesor de teatro.

– Sí.

– ¿También usted quería ser actriz, Camila?

– No creo que tenga que contarle mi vida, subinspectora.

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