Juan Bolea - La mariposa de obsidiana

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En su primer día de vigilancia, la guardia jurado del Palacio Caballería, donde se viene celebrando una exposición dedicada a sacrificios humanos, es atrozmente asesinada. El crimen es perpetrado de noche, en la soledad del museo, y responde a la escenografía de los antiguos sacrificios aztecas. Para llevarlo a cabo, el criminal ha podido utilizar uno de los antiguos cuchillos de obsidiana que se mostraban en la exposición. Con la misma arma, arrancó la piel a su víctima, abandonando el cadáver sobre la piedra del sacrificio, en una macabra reproducción de los ritos que históricamente tuvieron lugar en las pirámides aztecas. A partir de ahí, la policía atribuirá el salvaje asesinato a un criminal perseguido por la comisión de otros homicidios recientes, algunos de los cuales se llevaron a cabo igualmente con bárbaras mutilaciones. Sin embargo, la subinspectora Martina de Santo apuntará pronto en otra dirección, eligiendo una línea de investigación que la conducirá por derroteros muy distintos.

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Martina de Santo no iba a necesitar el báculo de los críticos para rendir pleitesía al talento de Gloria Lamasón. Pese a haberse perdido las últimas escenas, el trabajo de la actriz le había calado muy hondo, hasta las capas freáticas donde su propia Antígona, la hermana arrojada por la tragedia, por el destino, a la soledad y al dolor, dormía su atormentado sueño de princesa huérfana.

No fue casualidad que, al pensar en su pasado, la subinspectora estuviese mirando a Toni Lagreca. La escena de la violación se le representó con una precisión nítida. Volvió a ver al amigo de su hermano en el pasillo de su casa, asomando a su dormitorio una cara asustada mientras Leo se introducía en su cama y comenzaba a tocarla como nadie la había tocado, sin curiosidad ni deseo, con un ansia de posesión que, de un golpe inesperado, catorce años atrás, había transformado su relación fraterna en una atávica claudicación. Aquella noche, los soles del tiempo retrocedieron en el firmamento hasta la época en que las hembras eran bestias de arreo y se las tomaba sin mirarlas, desde arriba, con instinto y poder. Durante dos interminables semanas, hasta que su sangre fluyó, Martina temió haberse quedado embarazada de Leo, y que el hijo de ambos, concebido en el lodo de la humillación, naciera tan monstruoso como la aberración que lo había engendrado.

– Hola, Toni.

Lagreca no la reconoció. Sólo vio a una mujer hermosa y pálida, con un collar africano, de oro, y una mirada que parecía cortar el aire.

– 1970. Yo llevaba un camisón blanco, el pelo suelto, y me sudaban las manos.

El actor tardó en descubrir los hilos del recuerdo. Un tortuoso laberinto debió de conducirlo hasta la guarida del Minotauro, porque cuando hubo regresado a aquella noche en casa de los De Santo quedó abatido por la vergüenza.

– ¡Eres tú, Martina…! No sabes cuántas veces quise decirte lo mucho que lo sentí. Lo tuyo, lo de Leo. Debí haberlo impedido, pero habíamos bebido y…

– ¿Leo también se acostaba contigo? -le preguntó Martina, brutalmente.

– Éramos íntimos -vaciló Lagreca-. Puede que alguna vez, cuando nos pasábamos con la coca… Pero ¿qué importa ya? Leo está muerto.

– Nadie lo sabe mejor que yo. Déjalo, Toni. No he venido para recriminarte nada. Te felicito por tu actuación. Has estado muy convincente.

– ¿En serio? -se apaciguó Lagreca, sonriendo con la misma encantadora y falsa timidez que destinaba a las cámaras-. Para ser sincero, cometí errores. Soy capaz de sacarle más jugo al viejo Tiresias.

– Eso será si te lo permite tu propio personaje. Porque durante estos años te has convertido en una atracción.

Lagreca hizo un gesto mundano.

– El oficio impone cierta promiscuidad. Un verdadero actor acaba ignorando quién es. Convives con personajes del drama y del mundo real, sin que acabe por importarte quiénes gozan o te hacen más daño. Pero háblame de ti. ¡La pequeña Martina! ¿Y si te dijera que fuiste mi primer amor?

– No te creería. ¿Qué puedo contarte? Mis padres murieron. Me hice policía.

– ¿Tú, poli? -rió Lagreca, amaneradamente-. ¡Jamás lo hubiera imaginado! Leo solía vaticinar que te convertirías en actriz, porque estabas siempre actuando.

– Aquella noche no pude hacerlo, Toni.

– No, supongo que no. ¿Te has casado?

Martina negó con la cabeza.

– ¿Y tú?

– Tampoco. Tuve algunos romances, nada definitivo.

– Hace poco te atribuyeron uno con Gloria Lamasón.

– ¿También tú lees ese tipo de revistas?

– De vez en cuando tengo que ir a la peluquería.

– Malditos plumíferos -protestó Lagreca-. Sólo les interesa saber con quién te acuestas o te dejas de acostar. Es cierto que Gloria y yo tuvimos una liason, pero terminó el año pasado, antes de ensayar Antígona.

– Ella es mucho mayor que tú.

– Me atraen las mujeres maduras. Imagino, ya que estamos con la tragedia clásica, que un psiquiatra diagnosticaría complejo de Edipo.

– Me encantaría conocerla -dijo Martina.

– Yo mismo te la presentaré, en cuanto se haya recuperado.

– ¿Qué le pasa, está enferma?

– Una simple afección estomacal. Disculpa, debo dejarte. El ministro me reclama.

– ¿De qué conoces tanto al ministro?

Lagreca le guiñó un ojo.

– Antes de ser un astro de la política, Sánchez Porras llevó una vida movidita. Si el presidente se entera de la décima parte de las cosas que yo sé de él, y de lo que hacía con su porra, lo sacrifica.

– Hablando de sacrificios, Toni. ¿Te gustó la exposición sobre la Historia de la Tortura?

– ¿Cómo sabes que estuve visitándola?

– La obligación de la policía es saberlo todo, en especial cuando investigamos un asesinato.

– ¿Un crimen? ¿Dónde?

– En el Palacio Cavallería.

– Es cierto, lo he leído en el periódico. Debió de ser atroz.

– Una cámara te grabó al entrar, unos días antes. Estamos analizando la película, por si nos aporta alguna pista.

Lagreca se echó a reír.

– Suena bárbaro. Igual me inspira un argumento. ¿Sabías que tengo una productora de cine? ¿Por qué no me lo cuentas luego, tomando una copa?

Martina lo retuvo.

– Me pareció que te acompañaba un amigo. En las imágenes se te ve hablando con alguien.

– Con Alfredo Flin, otro de los actores. Fuimos juntos, a los dos nos encantan las cosas antiguas. Ven, te lo presentaré. Es muy simpático.

La primera impresión que la subinspectora tuvo de Flin fue la de un seductor. Pudo conversar con él porque el comisario la había dejado sola. Martina barrió de una ojeada el salón, pero no vio a Satrústegui. Dio por supuesto que, inquieto por la presencia de la prensa, el comisario había decidido marcharse.

Tal como le había adelantado Lagreca, Alfredo Flin era un hombre cautivador. En su rostro curtido, en cuyas patillas el algodón desmaquillador había dejado unas finas hebras, brillaba una de esas sonrisas a las que ni siquiera un dentista hubiera podido señalar el menor defecto. Sus ojos de color aguamarina parecían reír todo el tiempo, como animados por un irreductible optimismo.

Junto a él, sin apartarse un momento de su lado, y negándose a ceder a la recién llegada la más mínima porción de terreno, una de las actrices, que parecía ser la pareja de Flin, escrutaba a Martina de Santo con aire de rechazo; y sin entender, desde luego, por qué Lagreca les había aguado la fiesta dejándoles con aquella mujer.

– María Bacamorta -la introdujo Flin.

– Eurídice -sonrió la subinspectora-. Su interpretación ha sido magnífica.

– No estuvo mal, para un par de chicos de Los Oscuros -alardeó Flin.

La mente de Martina se aceleró.

– ¿Los Oscuros? ¿En La Clamor, cordillera adentro?

– Justo -asintió Flin-. ¿Conoce el lugar?

– Ya lo creo. A mi padre le gustaba pescar en los ríos trucheros.

– Yo dirigía la Escuela de Teatro del Instituto. María era una de mis alumnas. Y fíjese adonde ha llegado.

– La espera un gran futuro. ¿Tenía muchos alumnos, señor Flin?

– Alrededor de una docena.

– ¿Entre las alumnas, una llamada Sonia Barca?

Flin se conturbó. Estaba fumando, y el humo permaneció en sus pulmones hasta brotar con secas palabras:

– Lo he visto en la prensa, esta mañana. Qué cosa más terrible. Jamás hubiese sospechado que Sonia fuese a terminar así. Nadie se merece ese final, y ella menos que nadie.

La sonrisa de Flin había dado paso a una agobiada expresión; ahora miraba a Martina como preguntándose por qué estaba hablando con ella.

– Al presentarnos, Toni olvidó decirnos a qué se dedica usted.

– Martina de Santo, subinspectora de Homicidios. Investigo el asesinato de la mujer desollada. Usted estuvo en la escena del crimen, unos días antes, acompañando a Lagreca. Una cámara les grabó.

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