– Mi padre arrojó tierra sobre el asunto. Ordenó incinerar el cuerpo de Leo. Depositamos su urna, sin oficio ni ceremonia, en el panteón familiar. No hubo esquelas, duelo, nadie le lloró. Yo le adoraba.
Martina fumó con avidez, una calada tras otra. Su voz de humo sonó como si fuera a quebrarse:
– Cuando yo tenía dieciséis años, mi hermano Leo me violó. Jamás se lo dije a mis padres. Tampoco lo había comentado con nadie, hasta ahora.
Satrústegui se quedó mudo. Se oían las bocinas de otros automóviles, pero el comisario sólo escuchaba el esfumado tono de la subinspectora, que siguió diciendo: -Ocurrió durante las primeras vacaciones en que mis padres nos dejaron solos. Una empleada acudía de día. Al caer la tarde, después de hacernos la cena, se marchaba. Leo tomaba un bocado en la cocina y salía con sus amigos. Regresaba a casa de madrugada, a menudo en compañía de alguno de ellos. Yo les oía en el salón, divirtiéndose. Ponían la música muy alta. Sus voces no me dejaban dormir.
El comisario parecía hundido en su asiento. La subinspectora continuó:
– Una noche bajé las escaleras. Llevaba un camisón blanco y el pelo suelto. Las palmas de las manos me sudaban al deslizarse por la barandilla. Leo estaba sentado en la alfombra, frente a otro chico. Sostenía un espejito, y cortaba la coca. El amigo se levantó al verme, como dispuesto a irse, pero Leo le recomendó que se quedara. Tuve la impresión de que mi hermano me atravesaba con la mirada, y de que en ese gesto había algo físico, un deseo, una amenaza.
Satrústegui pensó que debía opinar, pero algo así como una membrana bloqueaba su mente. Martina le miró sin parpadear.
– Regresé a mi habitación y me acosté. Leo y su amigo habían apagado la música. La casa estaba en silencio, pero no pude dormir. La puerta de mi dormitorio se abrió. Leo estaba desnudo. La silueta de su amigo se recortaba contra la luz del pasillo. Supe lo que iba a pasar. Me quedé quieta, con los ojos abiertos. No me resistí, no habría servido de nada. Sentí una humillación que me invadía por completo, pero no lloré. Mi hermano sí lo hizo, encima de mí. Sus lágrimas me quemaron los labios en lugar de los besos que no se atrevió a buscar en mi boca; la suya destilaba una saliva residual, con sabor a culpabilidad. Después, Leo se levantó de la cama y, enloquecido, expulsó al otro. Oí la puerta principal al cerrarse. Mi hermano se acostó en su cuarto, cuyo tabique pegaba con el mío. Le oí llorar como un animal enfermo. No pensaba en vengarme. Sólo sentía una piedad que abarcaba aquel presente profanado, las risas y los juegos que Leo y yo habíamos compartido, los muñecos de nieve, las jornadas de pesca, los cumpleaños, las notas escolares, los viajes, las mascotas, los disfraces.
Se hizo un silencio dramático. Moteando el rostro de la subinspectora, los faros de los automóviles iluminaban a fogonazos la oscura avenida.
Ahora, Martina tenía las manos engarfiadas a los muslos, y los hombros ligeramente inclinados hacia delante. A un lado de la cara le caía la melena corta. El comisario pensó que esa mujer estaba hecha para desafiar el sufrimiento. Que su ser, por debajo de su frágil y dinámica apariencia, era galvánico, y que su voluntad, a fuerza de tensarse en la batalla contra el lado oscuro de la vida, era indesmayable, férrea. Satrústegui pensó también que Martina de Santo regresaba de algún lugar donde él nunca había estado. De un paraje desnudo de sentimientos, árido y frío como las montañas de la luna, o como un bosque muerto y sumergido en arenas movedizas.
– ¿Por qué me ha contado todo eso?
Los ojos de la subinspectora adquirieron una tonalidad mercurial. Había terminado su cigarrillo, y encendió otro con la punta del anterior.
– Porque confío en usted, y porque es mi manera de explicarle por qué me hice policía.
El comisario miró su reloj, deseando cambiar de tema. Encendió el motor del coche y aceleró por la avenida.
– Seremos los últimos en llegar al estreno. La gente murmurará.
– ¿Más de lo que ya pensaban hacerlo? -sonrió, con ambigüedad, Martina.
La subinspectora no había podido olvidar el rostro de aquel chico semioculto en el pasillo de su casa, la cara ansiosa y pálida, excitada por la expectación y el miedo, del único testigo que vio cómo su hermano Leo la violaba.
No había vuelto a encontrárselo, aunque sabía de él por los periódicos. Iba a verlo en pocos minutos, actuando sobre las tablas del Teatro Fénix.
El amigo de juventud de su hermano Leo se llamaba Antonio Sancho, pero en el mundo de las candilejas y del cine era más conocido como Toni Lagreca.
Cuando llegaron al Teatro Fénix, eran las diez en punto de la noche. Los últimos espectadores se apresuraban a entrar.
El comisario y la subinspectora ocuparon sus localidades en uno de los palcos. A Satrústegui le hubiese gustado disfrutar de la obra con la única compañía de Martina, pero no estaban solos. Casi con repugnancia, Satrústegui distinguió en las butacas contiguas (en realidad, altas sillas tapizadas de terciopelo) al inspector Lomas y al jefe de protocolo del Ministerio del Interior. En el eje del proscenio, junto al alcalde de Bolscan, Miguel Mau, y al gobernador Merino, el ministro Sánchez Porras presidía el palco de honor.
La función acababa de empezar.
Contra lo que el público esperaba, por la expectación que había despertado el estreno, los elementos coreográficos de la versión del clásico eran avaros, aunque originales. Dispuestos en caprichosa simetría, grandes cubos de conglomerado repartían sus volúmenes a lo ancho del escenario. Mediante un mecanismo de poleas y émbolos, esos paralelepípedos se irían convirtiendo en tronos, en foros, en acrópolis, en sepulcros. Gracias a la gama lumínica, de un celeste iridiado al rojo carmesí, representarían, sucesivamente, la ensangrentada noche, los limpios y cenitales cielos de Grecia o las tres puertas del palacio de Tebas, la de los soberanos, el gineceo y esa otra que daría entrada a Antígona desde los campos donde yacía muerto, insepulto, su hermano Polinice.
El foco seguía a Antígona, en diálogo con su hermana Ismene.
– Increíble -observó Satrústegui, inclinándose hacia Martina-. ¿Se ha fijado en Gloria Lamasón? ¡Es una ninfa!
Caracterizada de heroína clásica, la veterana actriz ofrecía un aspecto de tal pureza y juventud que la claridad escénica parecía transparentar su maravillosa piel, como un arcángel carnal. Una postiza melena rubia, espesa y dorada, le caía sobre la túnica, y hasta su voz, el trágico y como amplificado tono característico de la diva, sonaba clara, adolescente, furiosa y rebelde a la vez.
– Parece que tenga dieciocho años -comentó Martina.
Los demás personajes fueron sucediéndose en el escenario, armando y matizando sus papeles a lo largo de los cuadros, pero, de no haber sido por el glorioso texto, frente a la perfección de aquella purísima Antígona habrían resultado casi vulgares.
La subinspectora consultó el programa de mano. El ciego adivino Tiresias no era otro que su viejo conocido Toni Lagreca. El maquillaje y caracterización del actor, su falsa barba y la enmarañada peluca hacían irreconocible al amigo de su hermano Leo, a quien, por otra parte, hacía catorce años que, salvo en las páginas de las revistas, no veía. Su interpretación de Tiresias era excesiva. Resultaba obvio que Lagreca estaba impostando al máximo la voz, hasta amasarla en un lamento fúnebre. Debido, quizás, a los nervios del debut, sobreactuaba.
Curiosamente, la profética voz de Tiresias no le resultó a Martina por completo desconocida. De la misma manera que, al despertar, solía perseguir el evanescente rumor de las voces oídas en los sueños, la subinspectora cerró los párpados y se concentró en grabar en su memoria el timbre actoral de Toni Lagreca.
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