Juan Bolea - La mariposa de obsidiana

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En su primer día de vigilancia, la guardia jurado del Palacio Caballería, donde se viene celebrando una exposición dedicada a sacrificios humanos, es atrozmente asesinada. El crimen es perpetrado de noche, en la soledad del museo, y responde a la escenografía de los antiguos sacrificios aztecas. Para llevarlo a cabo, el criminal ha podido utilizar uno de los antiguos cuchillos de obsidiana que se mostraban en la exposición. Con la misma arma, arrancó la piel a su víctima, abandonando el cadáver sobre la piedra del sacrificio, en una macabra reproducción de los ritos que históricamente tuvieron lugar en las pirámides aztecas. A partir de ahí, la policía atribuirá el salvaje asesinato a un criminal perseguido por la comisión de otros homicidios recientes, algunos de los cuales se llevaron a cabo igualmente con bárbaras mutilaciones. Sin embargo, la subinspectora Martina de Santo apuntará pronto en otra dirección, eligiendo una línea de investigación que la conducirá por derroteros muy distintos.

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– No debería mostrarse tan agresiva conmigo, Martina -se lamentó el comisario, tratando de mantener la compostura; pero estaba desesperado, y el pánico alteraba su voz-. ¿Para quién está trabajando? ¿Para Asuntos Internos?

– Cumplo con mi deber, señor. Aunque vaya desarmada.

– ¿Se sentiría más tranquila portando su arma?

– No. No con usted. Y no he recibido instrucciones de nadie.

Conrado Satrústegui respiró, aliviado, y encendió a su vez un pitillo. Dejó que su vista resbalase por las líneas que él mismo había redactado apresuradamente en la barra de El León de Oro, y dijo:

– Su primera conclusión es correcta. La segunda, también. La tercera, sólo parcialmente. Es cierto que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por recuperar a Sonia, pero convendrá conmigo en que deshacerse de una amante no parece el procedimiento más adecuado para volver a gozar de sus favores.

– Hábleme de su relación con Sonia Barca.

Satrústegui dio tal calada que sus pulmones debieron de convertirse en espirales de humo.

– Supongo que sabrá usted lo que sucede entre un hombre y una mujer cuando no hay testigos y una cama de por medio.

– Eso puedo imaginármelo. Me refiero a lo que había detrás.

– No la entiendo.

– ¿Había dolor?

– ¿Qué está insinuando, subinspectora?

– Como le dije, tenemos una grabación. Le recuerdo que alguien llamó a Sonia poco antes de su muerte. Le proponía abordarla en el museo, y aprovechar los elementos de la exposición para poner en práctica algún tipo de depravación sexual.

– Lo sé, pero sigo sin entenderla.

– Está claro, señor. Sadomasoquismo sería una traducción no eufemística, ni exclusiva para uno solo de sus amantes.

Satrústegui aplastó la colilla en el cenicero.

– Veo que va a por todas, Martina. Que piensa hacer su trabajo, pese a quien pese. Sólo puedo estar de acuerdo con esa actitud. Responderé ante usted, y ante nadie más. Recuerde: ante nadie más.

– Tiene mi palabra.

– No deseo que me ampare porque piense que me debe algo.

– Quiero creer en su inocencia, señor. Aunque sé que oculta algo.

El comisario se arrancó un pellejo de sus cuidadas uñas, antes de afirmar:

– Hubo ese tipo de sexo. No lo había hecho jamás, y no volveré a repetirlo. No sé por qué lo hice. Supongo que me encontraba deprimido y me dejé llevar.

– ¿Hasta qué límites?

– Más allá de la humillación. ¿Ya a exigirme que siga arrastrándome por el fango o está ya satisfecha?

– Todavía no, aunque agradezco su sinceridad. ¿Fue Sonia la que se le acercó en El León de Oro?

– Sucedió de una manera casual. Ella salía de la barra, yo me iba para casa. Llovía, y me ofrecí a llevarla. Tomamos un café, después unas copas, y sucedió.

– ¿Fueron a su piso?

– Sí.

– ¿A partir de esa noche siguieron viéndose con frecuencia?

– Una vez por semana. Los jueves. El día en que ella libraba.

– ¿Siempre en su domicilio, comisario?

– Sí.

– ¿No hubo hoteles, nunca fue usted al apartamento de ella?

– No.

– ¿Cuándo la vio por última vez?

– Hará unos veinte días. De repente, desapareció.

– ¿Intentó ponerse en contacto con ella, antes de escribirle la nota?

– Sí, pero no pude.

– ¿No sabía dónde vivía?

– No.

– ¿Sabía si Sonia compartía su vida con alguien más?

– Me enteré de que se había unido a un tipo, el mismo individuo al que ordené trasladar a Comisaría cuando me informaron que era su novio, que disponía de un machete y que carecía de coartada. Sé que lo interrogó usted a última hora de la tarde de ayer, y que ordenó soltarlo.

– Iba a informarle esta mañana, pero…

– Pero leyó el periódico y varió de opinión. ¿No ocurrió así, subinspectora? ¿O le hicieron cambiar de idea los de Asuntos Internos?

Martina rehusó mirarle. En momentos como aquél, ser policía no era lo mejor del mundo.

– Ya le he dicho que llevo el caso a mi manera. ¿Sonia Barca se relacionaba con alguien más? ¿Tenía conocidos, alguna amiga?

– Una chica del Stork Club, una tal Camila. Eran de la misma población, o de municipios cercanos.

– Los Oscuros, en la cordillera de La Clamor -asintió Martina-. Hemos localizado a la familia Barca. El padre de Sonia es viudo. Le he pedido al agente Carrasco que les informe lo más diplomáticamente posible. ¿Sonia Barca era una prostituta, señor?

– No me consta. Jamás me pidió dinero.

– Pero, ¿llegó a entregarle usted alguna cantidad?

– Unos billetes, sin más. No iba precisamente sobrada.

– ¿Se sentía atraído por ella?

– Imagino que sí.

– ¿Cómo se mostraba en la cama?

Satrústegui se encendió.

– ¿Tengo que responder a eso?

– Lo averiguaré de todas formas, señor.

– Está bien. Se mostraba… ávida.

– ¿Violenta?

– No, no es el término. Insaciable, diría yo.

– ¿Qué más sabía de ella?

– Nada más. Llevaba muy poco tiempo en la ciudad. En una ocasión, me dijo que quería ser actriz. Me preguntó si tenía algún contacto con el mundo del teatro. No pude ayudarla. Confío, en cambio, que la esté ayudando a usted.

– Desde luego, señor. También me resultaría de utilidad saber de qué modo se enteró la prensa.

– Pregunte a esa rata de Belman, del Diario, o a su redactor jefe, Gabarre Duval. Hace tiempo que me la tenían jurada, y por Dios que se han vengado. Cabe la posibilidad de que Belman, o cualquiera de sus informadores, me sorprendiera en compañía de Sonia. También es posible que tengan un chivato.

Satrústegui asomó la cara por la ventanilla del coche y respiró el aire húmedo de la noche de Bolscan.

– Yo no maté a esa chica, Martina.

La subinspectora no dijo nada, pero el comisario experimentó un principio de gratitud. Desahogarse le había sentado bien. Sin embargo, la próxima pregunta de su subordinada le hizo sentirse acorralado:

– ¿Qué hizo usted en la noche del lunes, señor?

Satrústegui cerró la ventanilla con lentitud. El ruido de la manivela, mal engrasada, le recordó los muelles de su cama, cuando Sonia lo montaba como una amazona encargada de aniquilar a los hombres.

– Imagino que estaría durmiendo.

– ¿Había alguien con usted?

– No.

– ¿Nadie que pueda atestiguarlo?

– No. ¿Ha terminado de someterme al tercer grado?

– Por el momento, sí.

– ¿Todavía quiere ir al teatro?

– Antes me gustaría contarle algo.

Los faros de un autobús urbano que se había detenido en la parada, justo detrás del coche del comisario, los iluminaron con fuerza. Martina esperó a que el autobús hubiese descargado a sus pasajeros, para decir:

– No es usted el único que ha sufrido. Hace años, mi propio hermano me hizo conocer la humillación y el dolor.

El rostro del comisario reflejó estupor.

– Creí que era usted hija única.

– Tuve un hermano, Leo. Se suicidó en 1970, a los dieciocho años.

El comisario experimentó una híspida curiosidad. Era la primera vez que la subinspectora le hablaba de su familia.

Martina se encogió aún más en el asiento del coche y dijo con voz tenue:

– Leo se ahorcó en el salón de mi casa, después de una noche de orgía. O de varias noches. Era adicto, y bebía sin parar. Jamás he vuelto a conocer a nadie tan seductor, a nadie tan cruel. Todavía hoy pienso que fue víctima de su propio encanto. Mi hermano podía mostrarse muy tierno, pero también despiadado.

– En 1970 yo ya estaba destinado en Bolscan -recordó el comisario, en tono de pésame, aunque sin saber realmente cómo reaccionar-, pero desconocía ese desdichado suceso.

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