Erlantz Gamboa - Caminos Cruzados

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Un matrimonio de un pueblecito mexicano aparece brutalmente asesinado en su propia casa. Nadie puede hacerse a la idea de que estas cosas que suceden normalmente en la capital hayan acabado pasando en la tranquila población y menos que nadie el encargado de la investigación policial, Carvajal. Es entonces cuando aparece la agente de la policial federal, Marcia de Valcarcel, que informa a Carvajal de que el crimen se corresponde con el modus operandi de un asesino en serie al que hace bastante que persigue y al que ha apodado Calígula.
Por otro lado, en un pueblo cercano aparece una anciana con el cuello roto y con la caja fuerte donde guardaba sus joyas desvalijada. En esta ocasión es el teniente Arturo Palacios quien irá detrás del asesino «mataviejitas».
Las historias de las dos investigaciones se van entretejiendo con agilidad en la novela que resultó ganadora del Premio Internacional de Novela Negra L'H Confidencial 2010. En palabras del jurado «destaca el buen ritmo narrativo y la buena dosificación de ingredientes de la historia, que convierten Caminos cruzados en una novela ágil y con unos hilos argumentales bien trabados, que aseguran el interés de la historia hasta la última página».

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– ¿Cuánto cuesta un cuarto?

– Ocho dólares -contestó el hombre-. Como ya es tarde, y no vendrá nadie, se lo dejo en seis.

– Y quiero comer algo, lo que sea.

Se escuchó un frenazo, y los tres hombres miraron hacia donde procedía. Un auto verde, deportivo, de los de dos asientos y un pequeño espacio atrás, había llegado a toda velocidad. Tuvo que detenerse en unos metros, para no chocar contra una de las bombas.

– Borrachos -musitó el encargado de la gasolinera.

Manuel se fijó en los ocupantes del automóvil. Quien manejaba era un hombre rubio, regordete, de unos treinta años, que reía sin parar; a su lado había una mujer de unos veinticinco, rubia teñida, de faz redonda y con un busto que destacaba al estar ella casi acostada en el asiento, que había echado hacia atrás. Al autostopista le gustó lo que veía, y sonrió a la mujer. Esta no le hizo caso. Manuel era alto y escuálido, como le describió la teniente, de pelo negro, faz demacrada y ojos hundidos, pero no dibujó sus dientes, salidos, feos y amarillentos, desiguales. Y tampoco dijo que cojeaba de la pierna izquierda, aunque eso solamente se dejaba ver si apresuraba el paso.

– ¿Tiene un cuarto libre? -preguntó el conductor, sin dejar de reír.

– Sí, cuartos sobran. Hoy no hay nadie.

– ¿Cuánto cuestan?

– Diez dólares.

El encargado miró a Manuel, diciéndole, sin palabras, que su precio era de amigo y que el borracho pagaría lo que a él le había descontado. Calígula asintió con la cabeza.

– Solamente puedo darle un bocadillo de jamón -le dijo el encargado a Manuel, respondiendo a algo que hacía tiempo había preguntado.

– Está bien. Incluso comería el pan sin nada dentro.

– ¿Y tiene whisky? -preguntó el borracho.

– Sí. Dentro de un minuto les atiendo.

Terminó de cargar gasolina y fue junto a la ventanilla del camión a recibir el pago. El camionero miró a Manuel, para despedirse de él, pero éste caminaba rumbo al restaurante. Hablaba en voz baja, aunque sin interlocutor.

– Me estarán esperando a la entrada del pueblo. Mejor si me quedo un tiempo por aquí y luego veo qué dirección tomo.

Entró en el restaurante y miró por la ventana. El camión comenzaba a moverse. La pareja se dirigía hacia unos cuartos del fondo. El encargado iba hacia el restaurante, para preparar el bocadillo y llevarle a la pareja la botella de whisky.

– Bien, amigo -dijo el encargado al entrar-, hoy parecía una noche muerta, pero se ha compuesto. Ahora mismo le preparo su bocadillo, para que pueda descansar.

– El camionero me iba a llevar a Bañuelos, pero ya no aguanto la espalda. Mejor si duermo unas horas y continúo mañana. ¿A qué hora pasará un autobús?

– Por el día pasan cada hora. O yo le arreglo el viaje con algún conocido. Aquí paran muchos camioneros, y tengo confianza con varios.

– Gracias. No me despierte. A ver si logro dormir hasta el mediodía.

Manuel le dijo al camionero que debía estar temprano en el pueblo, luego que no tanto, y ahora ya podía dormir hasta el mediodía.

– La habitación vence a las once. ¿Tendrá suficiente con casi diez horas?

Manuel asintió con un cabeceo. El encargado le puso delante, sobre un plato de plástico, un bocadillo y un vaso con refresco. En un bolsillo del delantal llevaba una botella de whisky.

– El bocadillo es cortesía de la casa. Sólo son los seis dólares.

Manuel pagó, cogió el bocadillo y el vaso, y se dirigió hacia la puerta. El encargado fue tras él, y ambos caminaron rumbo a los cuartos de enfrente. El empleado era locuaz, ya fuese porque su trabajo lo requería o por su naturaleza.

– Me parece que ellos también van a dormir hasta tarde, si se toman la botella. El tipo ya ha venido otras veces, y siempre termina borracho perdido. Hay que despertarle a tamborazos. Es uno de los riquillos de Bañuelos. Es una porquería de pueblo, pero este tipo tiene plata. A ella no la he visto antes.

– Parece puta.

– A esta hora y con esa facha, no puede ser otra cosa.

– No me gustan las putas -dijo Manuel con un gesto de repugnancia.

– A mí no mucho, pero si no hay otra cosa…

El encargado miró a Manuel, que tenía la vista en la punta de sus zapatos, en el suelo que pisaba, por lo que no corroboraría lo que oía. Además, no parecía muy interesado en la mujer, o quizás estaba muy cansado.

– Mejor eso a que se pudra. -El encargado soltó una carcajada-. Ese es su cuarto. Cierre por dentro.

– Buenas noches, y gracias -dijo Manuel, que abrió la puerta del cuarto.

La rubia atravesó el banco, desde el escritorio de un ejecutivo hasta la salida, lo que obligó a todos los clientes a torcer el cuello. Era alta, con melena corta de un rubio intenso, delgada, vistosa, y vestía elegantemente. Ella sabía que gustaba, por lo que movía sus antípodas mucho más de lo necesario, y revisaba, de reojo, el efecto que causaba.

Al otro lado de la calle, en un bar frente al banco, resguardado bajo una marquesina, Claudio levantó la mano, para indicar su presencia. Susana se detuvo en el borde de la acera, miró a ambos lados y cruzó al ver que no venían coches. El trayecto por la calzada fue sin bamboleo, lo que sugería que el hombre no lo hubiera aprobado. Llegó junto a él, que era alto, delgado, de muy buen aspecto, y le dio un beso en la mejilla.

– ¿Por qué no entraste? -le preguntó.

– Imaginé que ya estarías a punto de terminar. ¿Cómo vamos?

– Ya tenemos veintiocho mil. ¿Y lo tuyo?

Él hizo un mohín de decepción, gesto que ella imitó, al interpretar que lo que escucharía no era nada halagüeño.

– El local que queríamos ya se ha vendido, pero hay otros, y algunos a muy buen precio. Necesitamos treinta para comprar uno cerca del que te gustó. O pensemos en cambiar de ubicación.

– Es que para una boutique no puede ser cualquier sitio.

– Lo sé. Y no hay problema, porque quedan varios.

Olvidando la decepción de poco antes, su rostro manifestó júbilo. Había usado la técnica de las dos noticias: una mala y otra buena.

– Pero debemos apresurarnos -observó ella-. He soñado tanto con mi boutique que cuanto más próxima la veo, más nerviosa me pongo.

– Tranquila, cariño, que vamos en camino.

El camarero se acercó y dejó unas aceitunas sobre la mesa. Ella le pidió una naranjada, y él repitió cerveza. Hacía calor y se le antojaba algo frío.

– Tenemos que trabajar un poco más, probablemente un mes -dijo él.

– Se me va a hacer eterno. Ya sueño con un negocio propio.

El hombre avanzó la cabeza, puso los labios en forma de trompeta y ella acercó los suyos. El camarero llegó con la cerveza y la naranjada, lo que suspendió el beso.

– ¿Y si vendemos el auto? -propuso ella, cuando se fue el camarero.

– No me gustaría llegar en autobús. Eso causa mala impresión.

– Bueno, pues trabajaremos un mes más. ¿Has pensado en dónde?

El hombre no respondió, metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacó la billetera. No pensaba pagar aún, pero sí buscar algo en uno de los apartados para las tarjetas. Sacó un papel doblado. Una vez desplegado, tenía el tamaño llamado «carta». Leyó para él, y luego dijo un nombre en voz alta.

– ¿Recuerdas a Remigio Cabañas? -le preguntó a la mujer.

– No, creo que no.

– Le intentaste vender una parcela.

– Han sido varios.

Claudio le dio a Susana la tarjeta de visita que había sacado de la billetera. Ella leyó el nombre de quien se anunciaba por tal medio: «Remigio Cabañas, gerente, M. M. O. Modernos Muebles de Oficina».

– Es aquel tipo de San Pedro con el que te citaste en el hotel Central, por lo de las parcelas. Era un tipo gordo, que estaba embobado con tus piernas.

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