– ¿Elige por casualidad o conoce a sus víctimas? -preguntó el jefe.
– Debe de ser casualidad, porque no es posible que conozca a una pareja en cada pueblo. Imagino que fue tras ellos, sin saber adónde, y tuvo suerte.
– ¿Y si hubiera habido vecinos?
– Lo mismo que aquí. Si los amenaza, no gritan. Hay que considerar que son una pareja, y uno, además de su vida, mira por la del otro. Juega con ventaja.
El jefe asintió con la cabeza. Debía reconocer que él estaba ya un poco obsoleto en deductiva de homicidios, y si eligió regresar a su pueblo en parte fue porque reconoció sus carencias y previo un tedioso futuro persiguiendo a ladrones de autos. Por otra parte, cuando se envejece, se valora más la tranquilidad, y la ambición es mucho menor, además que muy distinta.
– Como tuvo la fortuna de que no había nadie por los alrededores, pudo actuar a sus anchas. Dedujimos que llamó a la puerta, con alguna excusa, porque no hallamos signos de violencia. Allí, los amenazó con un arma. Para asesinar, no ha usado otra cosa que cuchillos, pero creo que lleva una pistola. Sus víctimas nunca se defienden, lo que sugiere una influencia coercitiva más atemorizante que un cuchillo.
– ¿Siempre las desuella así?
– Se ensaña con ellas. Una vez que los tuvo a su disposición, los llevó a la cocina. Elige ese lugar porque ahí hay cuchillos. Amarró al hombre al frigorífico, lo que suele hacer habitualmente, aunque ha usado alguna columna o un gancho en la pared, y ultrajó a la mujer ante sus ojos.
– ¿Lo mismo que aquí?
– No, allí fue mucho peor. Aquí no contaba con tiempo, o, al menos, ignoraba de cuánto, y se apresuró. En la cabaña, tuvo amarrada a la mujer dos días y la violó varias veces, siempre ante los ojos de su esposo. Sabemos que el hombre estuvo atado todo el tiempo, sin poder moverse, defecando y orinando sobre sí mismo. No le dio agua ni comida desde el viernes hasta el domingo por la mañana, es decir: nunca; y lo mismo a ella. Ambos presentaron síntomas de deshidratación. Imaginamos que la violaba siempre en la cocina y que luego la llevaba a la sala, donde la ataba junto a la chimenea. Ella también se hizo sus necesidades encima, lo que no le importó a Calígula. La tuvo desnuda, justo tapada con una manta cuando la vigilaba en la sala, y sin nada cuando la llevaba a la cocina.
– ¡Qué horror!
– Se comió todas las provisiones que ellos habían comprado, se bebió lo que encontró y durmió en el suelo de la sala, sobre la alfombra, cerca de la mujer.
– Así que el esposo estuvo inmóvil todo ese tiempo.
El Gordo entendió que los Méndez fueron afortunados dentro de su terrible desgracia, y simplemente porque el asesino imaginó que alguien podría sorprenderle, o no quiso quedarse en la noche, sino aprovecharla para escapar. A la pareja de la narración no le cupo tal suerte, al haber elegido una cabaña aislada, en donde no esperaban ser molestados: tal privacidad jugó en su contra. Nadie sabe dónde le espera el infortunio, y tampoco por qué medio. Un fin de semana tranquilo, como muchos otros, y todo cambia porque un tipejo se detiene en un pueblo y entra en un supermercado. El destino es incomprensible y muy injusto.
– Efectivamente, arrodillado, sentado o de pie junto al frigorífico, cagándose y meándose en los pantalones, imaginando lo que podía ocurrir en la sala, o viéndolo en la cocina.
– ¿Y al final? -Carvajal tragó saliva y luego un sorbo de cuba libre. No quería dibujarlo en su mente. Con las palabras tenía demasiado para no dormir, sin necesidad de recrear escenas.
– Sacó los ojos al marido y violó a la mujer otra vez; él ya estaba ciego y solamente podía escuchar los quejidos de su esposa. Eso lo imaginamos, ya que la operación en los ojos fue bastante antes de que lo asesinase. Al final los mató a ambos, el domingo por la mañana, y se fue tranquilamente.
Carvajal sabía que habría un colofón sádico y que ella se lo contaría. Había esperado lo de los ojos y estaba preparado para oírlo sin sentir escalofríos. Casi lo logró.
– ¿No se mancha la ropa con la sangre?
– Hemos colegido que actúa completamente desnudo. Se lava en la cocina o en un retrete. Antes de comenzar su labor, se desnuda, y luego se baña en sangre. Le encanta embadurnarse con ella y esparcirla por doquier, lanzarla al techo. En la alfombra de la cabaña quedó impresa su silueta, en sangre. Y ya has visto cómo deja las paredes.
– ¡Bestial! Nunca había escuchado cosa tan atroz.
La teniente miró su reloj e hizo un mohín de desagrado. Ya era casi medianoche. El tiempo había pasado como una exhalación. Carvajal lo percibió y preguntó:
– ¿La última y cada quien a su casa? Mañana hay que comenzar temprano.
– No he reservado habitación en el hotel, y tampoco se lo encargué a mi gente. Espero que no estén todas ocupadas.
– En principio no hay hotel, solamente una fonda, y nunca se llena. Y si no hay cuartos, yo vivo solo, y en una casa muy grande.
– ¿Me estás invitando?
– Si no tienes donde quedarte… Somos colegas.
– Primero debo comprobar en la fonda que dices. ¿Y si no voy a enterarme? -Ella soltó una carcajada que dejó perplejo a Carvajal-. Consideraré que está llena.
El jefe sonrió. Levantó la mano para pedir la cuenta. Le gustaba aquella teniente federal: era muy directa y no se andaba por las ramas.
– Podemos tomar la última en mi casa -propuso.
– Lo decidimos cuando estemos allí. No tengo mucha sed.
El jefe sintió un repentino sofoco. Parecía un colegial a quien la muchacha de su obsesión le acabase de decir que aceptaba ir al cine. ¿Estaría él a la altura de las circunstancias? Bueno, lo intentaría. No había defraudado a nadie, al menos, últimamente. Claro que, como todos, podía mencionar alguna ocasión, con muchas copas…
El camión se detuvo en la gasolinera. Era casi la una de la madrugada, y únicamente la luz indicaba que había servicio y que el restaurante estaba abierto. El conductor se colocó junto a un surtidor y esperó a que alguien apareciese. Del lado izquierdo de la cabina bajó el autostopista, que fue hacia la bomba. Miró hacia arriba, al conductor, y le preguntó:
– ¿No quieres que cenemos aquí?
– Me parece que no. Voy un poco retrasado y prefiero echarme de un tirón lo que me falta.
– Yo voy a cenar y a dormir un rato. Mañana sigo hacia Bañuelos.
– Dijiste que debías estar allí temprano.
– Pero no muerto de sueño. Estamos muy cerca, por lo que da lo mismo dormir allí que aquí. Y ya no aguanto. Te agradezco mucho que me hayas acercado.
El autostopista era un hombre muy educado, lo que contrastaba con su aspecto de vagabundo, un rostro demacrado y la ropa vieja, zurcida y sucia. Y el chófer podía asegurar que era ameno, muy conversador y conocedor de muchas partes del país, porque se había pasado media vida viajando. Y escuchaba con atención, con interés, no para pagar el viaje. Era una lástima que se quedase allí, cuando aún faltaba un buen tramo para su destino. Le hubiera ayudado a no dormirse, lo que la radio, aunque la pusiera a todo volumen, no conseguía.
– Hay unos cuartos que alquilan -le informó el camionero-. Son baratos y están limpios. Yo me he quedado en alguna ocasión.
– Me gustaría invitarte a algo -insistió Manuel.
– Déjalo para otro día, amigo. Lo aprecio, pero llevo prisa.
El autostopista, vestido con una chamarra azul y un pantalón vaquero, regresó a su asiento, a la vez que un hombre llegaba a la bomba, con pasos lentos, pasándose una mano por la cara, intentando despejarse. Manuel cogió su pequeño macuto y volvió al surtidor. Saludó al hombre y recibió un bostezo como respuesta.
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