Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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Lucie tomaba notas, consciente de la ironía de las palabras. No hacerles daño nunca a los conejos mientras que en aquel mismo momento, en el interior de aquellas imágenes, los masacraba con otras once niñas. ¿Qué suceso pudo transformarla hasta aquel extremo? Subrayó «hermana María del Calvario» con tres líneas rojas. ¿Acaso la niña se hallaba en un convento de Montréal? ¿En una escuela católica? ¿En un lugar donde pudieran cohabitar medicina y religión?

La escena siguiente era extraña: la cámara se aproxima y se aleja de la pequeña, para fastidiarla. La niña está enfadada. Su mirada ha cambiado.

– … Déjame, no me apetece… Estoy triste por Lydia, todo el mundo está triste y tú te ríes. -Se aleja la cámara-. ¡Vete!

«¿Qué le sucedió a Lydia?», anotó Lucie. Rodeó el nombre, mientras la cámara daba vueltas alrededor de la chiquilla para crear un efecto de vértigo. Cut. Escena siguiente. El prado.

Caroline Caffey detuvo la proyección. Tragó saliva antes de proseguir:

– Luego ya nada, aparte de los gritos en esa horrible escena de los conejos. Otra cosa que puede que les interese. Al observar atentamente las secuencias he descubierto algunos detalles en el rostro de la niña: ha cambiado. En algunas imágenes le falta uno de los dientes de delante. Y, aunque no es muy nítido, tiene más pecas. Los cabellos siempre tienen la misma longitud. Debían de cortárselos regularmente.

– Así que creció entre el principio y el fin -dedujo Kashmareck.

– Así es. Ese film no se rodó en una semana, sino seguramente a lo largo de varios meses. A medida que transcurre, se percibe una tensión en la boca de la niña, una tensión que parece en correlación con sus palabras. Es demasiado corto y probablemente demasiado sucinto para extraer conclusiones fiables, pero me parece que su estado psíquico se degrada. Desaparece la sonrisa, el rostro se apaga, se vuelve colérica… En algunas escenas, pese a que han sido filmadas a plena luz del día, tiene las pupilas dilatadas.

Lucie jugueteaba con el bolígrafo entre sus dedos. Recordaba la furia de las niñas en la sala con los conejos.

– Una droga… O medicamentos…

Caroline asintió.

– Muy probable, en efecto.

Cerró su cuaderno y se puso en pie.

– Es todo cuanto puedo decirles. Les enviaré un documento con el análisis, tan pronto como se haya mecanografiado. Señores, señorita…

Intercambio de miradas con Kashmareck, para indicarle que ella le esperaba fuera de la sala. Ni una pregunta sobre el caso en curso, ni la menor emoción relacionada con lo que acababa de ver. Una profesional. Tras su salida, el comandante dio unas palmadas.

– Denle vueltas a lo que acaba de explicarnos. Y creo que todos debemos darle las gracias a Henebelle por este magnífico caso en pleno verano.

Todas las cabezas se volvieron hacia ella, y silbaron las pullas. Lucie se lo tomó con una sonrisa, qué menos. Kashmareck hizo una última observación:

– ¿Todo el mundo sabe qué tiene que hacer?

Asentimientos silenciosos.

– Pues a currar.

Lucie se quedó unos instantes sola, frente al ordenador. Frente a aquella niña en un columpio cuya imagen estaba detenida. Recorrió con los dedos la boca inmóvil. Era como si la chiquilla le sonriera, transmitía inocencia.

Perdida en sus cavilaciones, pensó en Sharko. Incluso se preocupaba por él. ¿Por qué aquel silencio? Miró su teléfono… ¿Quién era realmente aquel analista del comportamiento en el que no dejaba de pensar? ¿Cuál era su pasado, su hoja de servicios? ¿A qué terribles casos había tenido que enfrentarse cuando era más joven? Llamó a la DAPN, la Dirección Administrativa de la Policía Nacional. Los servicios permitían obtener información acerca de cualquier agente francés. Casos que hubieran llevado, en curso, observaciones eventuales de sus superiores… Un auténtico currículo. Una vez que se hubo identificado, pidió acceder a los datos de la carrera de «Franck Sharko». ¿El motivo? Tenía que ocuparse de un dossier suyo. Su petición quedaría registrada; no importaba.

Unos segundos más tarde, le indicaron educadamente que su petición no podía ser atendida, sin darle razón alguna. Antes de colgar, preguntó si alguien había accedido a su dossier. Le respondieron afirmativamente. Anteayer, exactamente, por instrucciones del jefe de la OCRVP: Martin Leclerc.

Colgó, con un mohín de disgusto.

Así que Sharko y su jefe habían husmeado tranquilamente en su ficha. Conocían su pasado. Y aquel cerdo se había cuidado de no decírselo.

Para qué molestarse.

Con un suspiro, alzó la vista hacia la niña en la pantalla. Montréal… Canadá… Hoy en día, aquella desconocida debería de tener el doble de su edad. Y tal vez seguía viva en algún lugar remoto de aquel lejano país, y llevara consigo los secretos de aquella horrible historia.

28

La voz de Mickaël Lebrun resonó fría y autoritaria en el teléfono de Sharko.

– ¿Dónde está?

– En un taxi. Voy a comprarle whisky egipcio a mi jefe y unos regalos. Dígale a Nahed que no hace falta que me espere en el hotel. Me reuniré con ella en comisaría a primera hora.

– No, yo me reuniré con usted allí a las dos en punto. Me ha llamado Nuredín, está hecho una furia. Ya puede devolverle las fotos lo antes posible. Y no cuente con él para que le abra puertas, se acabó.

– No pasa nada. De todas formas, de ese dossier ya no se puede sacar nada más.

– Informaré a su superior.

– Hágalo, esas cosas le encantan.

Silencio. Sharko apoyó la cabeza contra la ventanilla. Por el extremo norte, los colores de El Cairo se empañaban más y más, a medida que el vehículo se aproximaba al barrio de los traperos.

– ¿Y su dolor de cabeza?

– ¿Cómo?

– Ayer tenía dolor de cabeza.

– Mejor.

– Ni se le ocurra hacer cualquier tontería antes de su vuelo de esta tarde, comisario.

Sharko recordó el rostro quemado de Atef Abdelaal, que se pudría lamentablemente al sol.

– Ni una tontería, confíe en mí.

– ¿Que confíe en usted? Antes confiaría en una serpiente de cascabel.

Lebrun colgó bruscamente. Aquellos tipos de la embajada eran, decididamente, muy sensibles, aferrados al protocolo como buenos mandados. Nada que ver con la manera en que Sharko entendía el oficio de policía.

El taxi negro se detuvo en mitad de la calzada, simplemente porque ésta se cortaba en seco. Ya no había asfalto, sólo tierra y gravilla por la que únicamente se podía circular en camioneta o tok-tok. El osta bilfitra le explicó en inglés macarrónico que para llegar al Centro Salam no tenía más que taparse la nariz y andar todo recto.

Sharko echó a andar y empezó a descubrir lo inimaginable. Se adentraba en el corazón palpitante de la basura de El Cairo. Bolsas de basura azules o negras, hinchadas por el calor y la podredumbre, se elevaban a tal altura que ocultaban el cielo. Nubes de milanos de plumas sucias volaban en círculos exactos. Montañas de chapa ondulada y bidones se amontonaban formando abrigos de fortuna. Cerdos y cabras circulaban en libertad como en otros lugares circulan los coches. Con la nariz hundida en la camisa, entrecerró los ojos. En la parte alta, las bolsas de basura se estremecieron.

Humanos. Había humanos que vivían en las montañas de desperdicios.

A medida que se adentraba en aquellas entrañas de la desesperación, Sharko fue descubriendo al pueblo basura, gentes que explotaban los desperdicios para exprimirlos hasta la última gota, el retal de tela o el pedazo de papel que podría proporcionarles alguna piastra. ¿Cuánta gente vivía en aquel vertedero? ¿Mil? ¿Dos mil personas? Sharko pensó en los insectos necrófagos que se suceden en los cadáveres durante la fase de descomposición. Las bolsas de basura de la ciudad llegaban en carretas, y la gente, como perros, desgarraba el plástico y separaba el papel, el metal e incluso el algodón de los pañales.

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