Sharko señaló con el mentón a Eugénie, sentada en un rincón.
– No estás obligada a verlo.
– Quiero verte a ti. Quiero ver de qué horrores te alimentas para vivir.
– Se lo merece. ¿Puedes comprenderlo?
Sharko apretó las mandíbulas, dubitativo. Lentamente, sus ojos fulminantes se alzaron hacia los de Atef. Se acercó a diez centímetros de sus labios.
– Durante toda mi vida he perseguido a cerdos como tú. Si hubiera podido, los hubiera matado a todos. Me revuelven las entrañas.
Le dio a la piedra del encendedor y sonrió:
– Gracias por la pista de los hospitales. Y esto es por tu hermano, hijo de puta.
Se quedó allí, inmóvil, quería que el árabe se fuera al infierno con la imagen de su rostro como última imagen. Volvió a sonreír cuando Atef se retorció al exhalar el último aliento y su piel comenzó a crepitar.
Luego se despreocupó de Eugénie y salió corriendo, con la cabeza gacha. A su alrededor era el apocalipsis. El desierto se agitaba y no se veía a diez metros de distancia. El humo negro se mezclaba con la arena. Sharko vio el todoterreno y se refugió en él. Tuvo que esperar media hora hasta que amainó la tempestad, que se alejaba hacia el oeste como el rodillo de una apisonadora gigante. El registro del coche no aportó nada. Ni móvil, ni notas manuscritas. Sólo un bolígrafo y unos Post-it. Aquel cerdo engominado había sido prudente. Por lo que respecta al mensaje en el móvil, se trataba de Henebelle. Sharko la llamaría una vez de vuelta en París.
El vehículo disponía de GPS, y podía utilizarse en inglés. El policía probó «Cairo center». Y, por alucinante que pueda parecer, el chisme calculó y le propuso un itinerario. Unos quince kilómetros por delante, diez de ellos sobre los pedruscos ardientes del desierto. Nadie encontraría a Abdelaal en mucho tiempo.
Contempló sus manos: no temblaban. Le había quemado el rostro a un hombre a sangre fría, sin asco. Simplemente animado por un odio peligroso. Ya no se creía capaz, pero en él habitaban aún las tinieblas, vivas y coleando. Uno no se deshace nunca de esas cosas.
Antes de ponerse en camino, Sharko anotó precisamente las coordenadas GPS de su posición, aunque no creía que nunca tuviera que regresar a aquel lugar…
Enseguida reconoció los primeros contrafuertes de las colinas del Mokatam, y la ciudadela de Saladino. Una vez llegado a la ciudad, tiró el GPS por la ventana y abandonó el todoterreno en un rincón despoblado, cerca de la Ciudad de los Muertos, con las puertas abiertas. Dado el barrio y la cantidad de vendedores de piezas de automóvil por metro cuadrado, en menos de una hora el vehículo estaría completamente desguazado.
Tenía suerte. En Francia, difícilmente hubiera podido escapar de un crimen semejante, con los medios técnicos y el empecinamiento de las unidades de la policía por descubrir la verdad. Pero allí… El calor, el desierto, los carroñeros y, sobre todo, unos policías incompetentes…
A pie, Sharko llegó hasta unas calles más anchas, al otro lado de la ciudadela. Por una vez, el zumbido de la circulación producía un efecto tranquilizador. Un taxi hizo sonar el claxon y Sharko levantó la mano. El taxista le miró extrañado cuando tomó asiento detrás.
– That's OK?
– That's OK…
Sharko indicó el Centro Salam, en el barrio de Ezbet El Nagl.
– Are you sure?
– Yes.
Se enjugó el rostro con un pañuelo y lo retiró cubierto de sangre y arena. A cada gesto rechinaba por todas partes, hasta los zapatos.
En un primer momento pensó en contárselo todo a Lebrun, pero luego cambió de opinión. No se imaginaba anunciando a la embajada de Francia que había matado a un hombre en legítima defensa en territorio egipcio. Nadie creería su historia, y Nuredín le tenía entre ceja y ceja. No se andarían con chiquitas y se arriesgaba a provocar un incidente diplomático o acabar en prisión. El talego egipcio no, gracias, ya había recibido una ración de torturas. Así que no tenía elección, tenía que mantener el secreto y actuar por su cuenta. Y, consecuentemente, dejar de lado la oportunidad de obtener información investigando el pasado de Atef Abdelaal.
De camino, trató de poner orden a aquella historia disparatada.
Quince años antes, un asesino con conocimientos de medicina había eliminado violentamente a tres muchachas, sin dejar rastro alguno aparente. El caso llega a un punto muerto, pero un policía egipcio puntilloso se empecina, sigue una pista y envía un telegrama a la Interpol. El asesino, o alguien en contacto con el asesino, está al corriente de ello. ¿Son policías? ¿Políticos? ¿Altos funcionarios con acceso a ese tipo de información? En resumen, esas personas deciden hacer desaparecer a Mahmud y buena parte del dossier del caso. Para actuar, utilizan al hermano del policía, que se convierte, en cierto modo, en su centinela en territorio egipcio. Aquí todo se compra con dinero. El odio que separa a los hermanos es conocido por los que mueven los hilos… Pasa el tiempo. El descubrimiento de Gravenchon alborota el gallinero y se establece, aunque tenue, la relación con Egipto. Sharko desembarca en Egipto, el árabe alerta a sus contactos, probablemente tras el encuentro en el terrado del edificio. «Alguien» le pide que indague, que trate de averiguar cuáles son los planes del policía francés. Y probablemente le dan una última orden: eliminar al policía si éste mete las narices en el caso. Para hacer caer a Sharko en la trampa y cazarlo, Abdelaal le habla de su tío, antes de tratar de liquidarlo al día siguiente.
En su interrogatorio, el árabe había mencionado el síndrome E. «¿Qué sabes del síndrome E?», le preguntó. ¿Qué se ocultaba tras aquel término bárbaro? ¿Y qué temían que se descubriera los hombres ocultos tras aquella historia?
Con un suspiro, Sharko se palpó los brazos y las mejillas. Estaba allí, y vivo. Sí, su cerebro patinaba, pero su carcasa aún tenía aceite en el motor. Y, a pesar de los pequeños michelines que se habían acomodado en su cintura y de sus huesos que a menudo se quejaban, estaba orgulloso de aquel cuerpo que nunca le había abandonado.
Hoy, había vuelto a convertirse en policía de calle.
Un fuera de la ley.
Los asesinos de Claude Poignet no habían podido escapar al principio de Locard, que dice: «No se puede ir y venir de un lugar, entrar y salir de una habitación sin llevar y depositar algo de uno mismo, sin llevarse o coger algo que antes estuvo en el lugar o la habitación». Nadie es infalible o invisible, ni siquiera el cabrón más redomado. En el cuarto oscuro, los técnicos de la policía científica hallaron un minúsculo pelo de pestaña rubio, así como restos de sudor alrededor del visor de una de las cámaras de dieciséis milímetros, utilizada para filmar el asesinato. Incluso una vez evaporado, el sudor había dejado células de piel descamada, descubiertas con el CrimeScoope, que permitirían llevar a cabo un análisis de ADN. Había pocas posibilidades de que el nombre del asesino se pudiera descubrir en el FNAEG [5]pero, por lo menos, contarían con un perfil genético que permitiría una comparación en caso de una futura detención.
El siguiente paso era detener e interrogar.
SRPJ de Lille. Con los ojos pesados, Lucie bebía su tercer café de la mañana, solo y sin azúcar, sentada a una mesa alrededor de la cual se habían reunido los principales investigadores implicados en el caso sabiamente denominado «Bobina mortal». El film acababa de ser proyectado en sus dos versiones. Primero la versión «oficial» y, a continuación, la versión «Niñas y conejos». Siguió la sesión de clichés de las imágenes subliminales evidentes: la mujer desnuda y luego mutilada, con aquel gran ojo negro en el vientre.
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