Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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Sharko se apoyó con ambas manos sobre la mesa de despacho. Todo su peso reposaba sobre sus muñecas.

– Pero ¿de qué me está hablando? ¿De un virus?

– No, de un virus no. Algunos especialistas trataron de estudiar el fenómeno y circularon los rumores más variopintos. Una intoxicación alimentaria que afectara al país entero, ingestión de habas verdes o emanaciones de gas procedentes del subsuelo. Un virus hubiera permitido aclararlo todo, pero el modo de propagación no cuadraba con esa hipótesis y tampoco en ese caso los análisis aportaron resultado alguno. Muy pronto, todo fue a la deriva. Se sospechó de los israelíes, a los que se acusó de envenenar el agua de las escuelas, o de una guerra bacteriológica secreta. Se pensó incluso en «secuelas» de la guerra entre Irán e Irak. De todo un poco. Y la verdad es que los análisis médicos no aportaron nada, absolutamente nada. Y nada podía tampoco explicar que aquel fenómeno afectara sobre todo a las chicas.

– ¿Y luego?

– Algunos psiquiatras apuntaron que podría tratarse de un fenómeno de histeria colectiva.

– ¿Histeria colectiva?

Señaló un libro, con el título en inglés, que abordaba el tema.

– Me he interesado en esos fenómenos y los ha habido en varias épocas. En la mayoría de los casos, se trata de mareos, dolores, náuseas, pruritos o erupciones cutáneas que, de repente, afectan a varias decenas de personas en un mismo lugar. Hace mil años ya se hablaba de ello. En junio de 1999, en una escuela de un país vecino del suyo, Bélgica, unos cuarenta alumnos fueron hospitalizados tras haber bebido un refresco, sin que se pudiera probar que se trató de una intoxicación. En 2006, un centenar de alumnos de la provincia vietnamita de Tien-Giang se pusieron enfermos por problemas digestivos. Le podría citar muchos más casos. El síndrome de la guerra del Golfo, por ejemplo, que afectó a los soldados estadounidenses durante la guerra de 1991. Unas semanas después de su regreso comenzaron a experimentar problemas de memoria, náuseas y fatiga. Se sospechó de una contaminación por agentes neurotóxicos, pero ¿por qué en ese caso sus mujeres e hijos, que permanecieron en territorio norteamericano, padecieron los mismos síntomas en el mismo momento y en lugares diferentes? Nos hallábamos ante un claro caso de histeria colectiva que atravesaba Estados Unidos.

– ¿Busaína Abderramán fue víctima del fenómeno de la histeria colectiva de Egipto?

– Ella y otras seis alumnas de su clase. En su caso, se vieron afectadas por el modo agresivo de la histeria. Insultos, sillas arrojadas…, se habían convertido todas ellas en animales salvajes, en palabras de su profesora. Incluso llegaron a atacar a una de las alumnas con la que de ordinario mantenían una buena relación. ¿Por qué esa histeria generó en algunos casos tan tremenda agresividad? Desgraciadamente, lo ignoramos. ¿Fue a causa del estrés provocado por un profesorado excesivamente severo? ¿O por las precarias condiciones de vida de las alumnas? ¿O por falta de educación? La realidad es que todo eso existió. Existió de verdad.

Sharko hervía en su interior. Lo que le estaban explicando superaba la capacidad de entendimiento. Una histeria colectiva… Mostró las fotos de las otras dos víctimas.

– ¿Y a ellas, las conoce? ¿Mahmud Abdelaal le habló de ellas?

– No. No me diga que…

– También fueron asesinadas, en la misma época. ¿No lo sabía?

– No…

Sharko volvió a guardar las fotos en el bolsillo. Era probable que la policía hubiera hecho todo lo posible para evitar que el caso llegara a oídos de la prensa y las masas se indignaran. Por su lado, el inspector Abdelaal fue muy profesional y prudente al proteger su información y evitar las filtraciones. Taha Abu Zeid apartó su mirada de un punto fijo y sacudió la cabeza.

– Ese episodio de locura fue muy breve, pero a Busaína le quedaron secuelas. Hubo una… una especie de ruptura de su comportamiento. Sufría episodios de agresividad regulares. Sus padres la llevaban a menudo a la consulta, porque con frecuencia se alejaba de sus compañeras, se volvía solitaria y se sentía mal. Decían que eso era propio de la adolescencia, o culpa de su entorno precario. Pero… era otra cosa.

– ¿Qué?

– Algo psicológico, que le llegó a lo más hondo de sí misma. Por desgracia, fue asesinada antes de que yo pudiera llegar a comprenderlo, y no soy psiquiatra.

– ¿Y sus camaradas?

– El episodio agresivo fue reabsorbido. Y posteriormente las otras no tuvieron problemas particulares.

Sharko suspiró largamente. Cuanto más avanzaba, más se estrellaba contra los muros. ¿Era posible que el asesino hubiera atacado a muchachas afectadas por aquella histeria colectiva? ¿Había ido a por los individuos más agresivos y en los que se habían conservado los síntomas? ¿Por qué motivo?

– ¿Ese fenómeno se dio a conocer al mundo?

– Evidentemente. Los hechos llegaron a todas las comunidades científicas que se interesan en fenómenos de sociedad y psiquiatría. Al gobierno egipcio le sería difícil ocultar un hecho de esas dimensiones. Aparecieron artículos incluso en el Washington Post o el New York Times. Puede consultar cualquier hemeroteca y lo encontrará.

Así, el asesino podría haber tenido noticia del fenómeno en cualquier lugar del mundo. Escarbando un poco, abordando a las personas adecuadas, por teléfono o de otra manera, sin duda logró llegar a disponer de la lista de las escuelas infectadas. Allí, en Ezbet El Nagl, luego en el barrio de Chubra y en el de Tora.

Poco a poco, el puzzle se iba completando. El asesino había actuado en barrios suficientemente alejados unos de los otros para que no pudiera establecerse ninguna relación entre las muchachas. ¿Por qué un año más tarde? Para distanciarse de la actualidad de la histeria, para evitar así, también, que la policía o alguna otra persona descubriera los vínculos entre las muchachas. Había procurado alejar sus crímenes de la ola de locura, y cuando Mahmud halló por fin el vínculo, le hicieron desaparecer.

Aquel caso desafiaba toda lógica. Sharko pensó en el film hallado por Henebelle en Bélgica, y también en el misterioso contacto canadiense. Las ramificaciones se extendían por el mundo como los tentáculos de un pulpo. ¿Unos extranjeros habían ido hasta allí para informarse acerca del fenómeno y buscar a las muchachas afectadas por la ola? El comisario probó suerte.

– Supongo que Abdelaal ya le hizo la pregunta, pero… ¿Recuerda que una o varias personas le interrogasen acerca del fenómeno de histeria o acerca de Busaína antes de que fuera asesinada?

– Todo es tan lejano…

– Al entrar he visto cajas de medicamentos, sacos con el símbolo de la Cruz Roja francesa. ¿Trabajan con ellos? ¿Se ve a menudo con extranjeros? ¿Vinieron por aquí franceses?

– Es curioso… Ahora recuerdo claramente al policía egipcio. Creo que se parecía a usted. Las mismas preguntas, el mismo empecinamiento.

– Sólo era alguien que quería hacer bien su trabajo.

El doctor mostró una sonrisa triste. No debía de sonreír mucho, allí.

– Esos medicamentos llegan de todas partes y no sólo de la Cruz Roja francesa. Somos una organización humanitaria egipcia dedicada al desarrollo de comunidades, al bienestar individual, a la justicia social y a la salud. Las ONG internacionales, la Media Luna Roja y, en efecto, la Cruz Roja y otras muchas organizaciones humanitarias nos proporcionan ayuda. Miles y miles de personas han pasado por aquí, venidas de todas partes. Voluntarios, visitantes, políticos o curiosos. Y creo recordar también que 1994 fue el año de la gran reunión de la red mundial para la seguridad de las inyecciones, el SIGN. Miles de investigadores y de científicos por las calles de El Cairo.

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