Franck Thilliez - El síndrome E

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Un hecho muy extraño altera el verano de la teniente de la policía de Lille Lucie Hennebelle: un ex amante suyo se ha quedado ciego cuando visionaba un cortometraje que acababa de comprar al hijo de un coleccionista recientemente fallecido. Una película, muda, anónima, con un toque malsano, diabólico y enigmático. A trescientos kilómetros de distancia, el comisario Franck Sharko, de la policía criminal, acepta volver al servicio bajo la presión de sus jefes, tras haber abandonado el departamento. Se han hallado cinco cadáveres a dos metros bajo tierra que resultan imposiblesde identifi car, ya que tienen las manos cortadas, la cabeza abierta y cerebro, dientes y ojos extraídos. Al tiempo que Lucie descubre los horrores que oculta la película, una misteriosa llamada le informa de la relación entre el filme y la historia de los cinco cadáveres, y hace que Lucie y Sharko, dos seres absolutamente distintos, y quizás por ello tan cercanos, se encuentren para investigar lo que parece el mismo caso.

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La sangre le salpicó el rostro.

Abandonó a la bestia despedazada y se abalanzó sobre otro animal, sin dejar de gritar. Lucie apretó los puños. Aunque la película fuera muda, se podía adivinar la fuerza, la rudeza de los gritos de la criatura.

Entre todas las chiquillas cundió el terror, en una cacofonía que la policía pudo imaginar fácilmente. Se pegaban las unas contra las otras con más fuerza, mientras los conejos despavoridos se escurrían entre sus piernas. Sus rostros se volvieron hacia el rincón al que la chiquilla del columpio había mirado la primera vez. Lucie estaba segura de que allí había alguien y de que esa persona hablaba a las niñas. Alguien a quien el cámara no filmaba nunca. Sin duda, el organizador de aquellas abominaciones. El gurú. El monstruo.

Los rasgos de las niñas se crisparon aún más, sus hombros se encogían y el temor y el miedo estallaban. Una de las niñitas se separó del grupo gritando y se precipitó hacia el animal que daba brincos ante ella. Lo agarró de las orejas y lo lanzó contra la pared.

Las siguientes imágenes desafiaban todo cuanto una mente humana pudiera imaginar.

Carnicería, hecatombe o locura eran palabras que aquella horrenda secuencia hacía venir a la mente. Una tras otra, las niñas se pusieron a exterminar a los animales. Ráfagas de gritos mudos, chorros de sangre, cuerpos que voltean en el aire, se estrellan contra una pared y son pisoteados. Más allá de los límites del horror y de la barbarie. La imagen ondulaba, la cámara se mostraba dubitativa, sin saber adónde dirigir el objetivo. El cámara trataba de capturar los rostros, los gestos de las niñas, de recoger el vértigo de la escena con zooms y planos generales.

En menos de un minuto, la cuarentena de conejos había sido masacrada. Unas manchas oscuras salpicaban las ropas y los rostros de las niñas. Las niñas jadeaban, de pie, a cuatro patas, en cuclillas, completamente aisladas las unas de las otras. Sus rostros parecían azorados y sus ojos no apartaban la mirada de las tripas y la sangre.

El film acabó. Pantalla negra en el ordenador.

Lucie abatió la tapa de su portátil con un largo suspiro. Abrió las manos, con las palmas tendidas hacia su rostro: sus dedos seguían temblando. Unos temblores incontrolables que no cesaban desde el día anterior. Una vez más, tenía la necesidad física de sentir a su hija. En pijama, se precipitó hasta la cama de Juliette y sostuvo en sus brazos a la pequeña. Le acarició el cabello, con ternura, a punto de echarse a llorar. En los últimos años, rara vez lloraba. Uno llora tanto durante una fase de depresión que tiene la sensación de haber agotado las reservas de agua y sal para siempre. Pero en aquel momento, sentía que las compuertas podían abrirse de nuevo, que una lluvia de congoja podía hacerla naufragar. En el fondo, el equilibrio de los policías es muy frágil, como una cáscara de nuez que, lentamente, se resquebraja ante el embate de persecuciones y escenas de crimen.

Lucie se puso en pie bruscamente, presa de un deseo irreprimible, cogió su móvil y marcó el número de Sharko, que había conseguido a través de los servicios administrativos. Tenía que hablar del caso con alguien. Vomitarlo todo a una oreja comprensiva, capaz de escuchar, que vibrara al unísono con la suya. Al menos así lo esperaba. Para desesperación suya, la atendió el contestador. Tomó aire y soltó:

– Henebelle al habla. Tengo novedades acerca del film, quisiera hablar con usted. ¿Y la pista en Egipto, cómo va? Llámeme cuando desee.

Colgó, se tumbó y cerró los ojos. El film la obsesionaba, las imágenes ardían en su cabeza. Durante el viaje de regreso, a Kashmareck tampoco le llegaba la camisa al cuerpo. A pesar de que hubieran podido hablar ampliamente del caso, cada uno de ellos prefirió concentrarse en la cinta de asfalto y sumirse en sus propios pensamientos. El comandante sólo había dicho: «Mañana hablamos, Lucie. ¿De acuerdo?».

De acuerdo, mañana. Ya era mañana. Una noche en vela habitada por monstruosidades.

Juliette se movió de repente y se acurrucó contra el pecho de su madre.

– Mamá…

– Tranquila, cariño, tranquila. Duérmete, aún es muy temprano.

Una voz adormecida, tierna.

– ¿Te quedarás conmigo?

– Siempre estoy contigo. Siempre.

– Tengo hambre, mamá…

El rostro de Lucie resplandeció.

– ¿Tienes hambre? ¡Genial! ¿Quieres que…?

La niña había vuelto a dormirse. Lucie se abandonó con un suspiro de alivio. Tal vez el final del túnel… por lo menos por aquel lado del túnel.

Unas chiquillas, pensó, volviendo al caso. Apenas mayores que Juliette. ¿Qué monstruo había podido obligarlas a actuar de aquella manera? ¿Qué mecanismo había podido desencadenar en ellas aquella violencia? Lucie aún podía ver la habitación, las ropas, el entorno aséptico. ¿Un hospital de pediatría, como aquél? ¿Las niñas eran acaso pacientes que sufrían alguna enfermedad o un trastorno psicológico grave? ¿El hombre que siempre permanecía fuera de plano era tal vez un médico? ¿O un científico?

El médico, el cineasta. Una pareja infame que actuó cincuenta años atrás, y cuyos fantasmas tal vez habían regresado…

Aquellas preguntas sin respuesta daban vueltas y más vueltas en su cabeza. Ante sus ojos palpitaban destellos de luz mientras, progresivamente, el alba iba diseminando sus primeros colores sobre el acero y el hormigón del centro hospitalario.

¿Qué degenerado había creado aquel film y con qué objetivo?

¿Qué les habían hecho a aquellas pobres niñas, perdidas en el anonimato ingrato de las imágenes ocultas?

Si cerca de allí hubiera habido un sótano, Lucie se hubiera escondido en el rincón más oscuro, con las rodillas contra el pecho, para pensar, pensar y pensar. Hubiera tratado de hallar un rostro al asesino, de encarnarlo en una silueta. A ella le gustaba sentir al asesino al que perseguía, olisquear el olor que dejaba en su estela. Y en aquel juego era bastante buena, Kashmareck podía corroborarlo. Beckers a buen seguro podría ver en su cerebro, con sus escáneres, una zona que no se iluminaría en ninguna otra persona confrontada a una escena violenta: la del placer y la recompensa. No se trataba de que sintiera placer; al contrario, en cada nueva investigación tenía ganas de vomitar. Vomitar hasta morirse ante los horrores que los humanos son capaces de cometer. Sin embargo, un cebo invisible siempre la retenía. Un anzuelo que arrancaba la garganta y destruía el interior sin que uno pudiera desprenderse de él.

Y en aquella ocasión no era precisamente una pequeña caña de pesca para truchas la que la había rozado.

No, se trataba de un arte de mayor tamaño.

Ideal para la pesca del tiburón.

26

Debieron de circular una media hora. En cuanto el coche comenzó a dar tumbos, Sharko dejó de oír el ruido de la circulación. Sólo chisporroteos bajo los neumáticos. Luego, cada vez más, le pareció que tenía lugar el fin del mundo, tras la chapa del coche. Rugía un viento infernal, y por doquier caía una lluvia que crepitaba con una especie de campanilleo.

Una tormenta de arena.

Atef le llevaba al desierto.

Trató de liberarse por todos los medios, en vano.

Las vueltas de cinta adhesiva le cortaban las muñecas y el asqueroso trapo embutido en su garganta le había provocado ganas de vomitar varias veces. Bajo su nariz se agitaba gasolina en un barril. ¿Acaso iba a morir como un perro? ¿Cómo? ¿Le verterían gasolina sobre la cabeza y le prenderían fuego, como a Mahmud? Tenía miedo, terror a sufrir antes de irse al otro barrio. Podía soportar mucho, y morir entraba en las reglas del juego, pero no con sufrimiento. Ahora, la gran mano de las tinieblas iba a cerrarse sobre él como un sarcófago.

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