– La película que veremos estará entrecortada, ya que lo proyectamos a cinco imágenes por segundo mientras que la impresión de movimiento no se crea netamente más que a unas diez o doce imágenes por segundo. Sin embargo, es suficiente para… -su voz se debilitó- para comprender. Creo que el realizador comprendió algunas cosas sobre el cerebro mucho antes que cualquier otra persona…
Descansó la palma de la mano sobre el ratón y miró a sus interlocutores a los ojos. Su aspecto era grave.
– Les pido por favor que si algún día llegan a comprender el sentido de todo esto no se olviden de informarme. No quiero que esas imágenes se queden sin respuesta en mi mente hasta el fin de mis días.
El film comenzó.
Motor. Acción.
Sharko trataba de emerger de la bañera con dificultad cuando uno de los tres mil muecines de El Cairo llamó a los fieles a la oración del alba. La voz, potente y misteriosa, parecía descender del cielo como un oráculo. El policía recordó los altavoces, omnipresentes en las calles. Cuando el sol aún no había salido, ya la ciudad entera vibraba con las enseñanzas del Corán.
El comisario se inclinó hacia atrás, la espalda le tironeaba. Probable compresión de las vértebras L1 y L2, le había dicho un día el médico. Envejecía, válgame Dios, y dormir unas horas en una bañera, plegado en dos, ya no era aconsejable a su edad. En cuanto a las picaduras de mosquitos… Se extendían por su piel hasta el punto de que deseaba pelarla con un cuchillo. Se untó todo el cuerpo con una generosa capa de Parfenac y soltó un suspiro de alivio.
Se tragó su comprimido de Zyprexa, poco eficaz en una ciudad tan calurosa y estresante, e hizo sus maletas. El vuelo a París estaba previsto a las cinco de la tarde. Casi ni había llegado y ya tenía que marcharse. Y esperaba ansiosamente volver al «fresco» parisino, con sus 28 o 29 °C.
Tras comprar unos buñuelos de habas en la esquina de la calle, Sharko detuvo el primer taxi que vio y pidió al taxista que le condujera a la ciudadela de Saladino.
El Nasr le dejó al cabo de un cuarto de hora frente a la impresionante fortaleza, encaramada en la parte alta de la ciudad. Hacia el horizonte, los primeros rayos del sol iluminaban los llanos alrededor de Heliópolis y, detrás, las laderas de las colinas del Mokatam, al pie de las cuales se extendía la mítica Ciudad de los Muertos. Mientras daba bocados a su buñuelo, Sharko admiraba el paisaje. Las tumbas de las tres dinastías de califas y de sultanes que habían gobernado Egipto mil años atrás se aureolaban con los colores del alba. Rojos, amarillos y azules rendían homenaje a la inmensa necrópolis, hoy poblada por miserables. Sentado al pie de uno de los minaretes, como si dominara el mundo, Sharko se daba cuenta de cómo Egipto se había fracturado con el paso de los años: por un lado el pasado majestuoso, irreprochable, con sus faraones, mezquitas, madrasas; y por otro un futuro mucho menos brillante, devorado por la pobreza y el caos de un mundo que crecía demasiado deprisa.
De pronto, un coche se detuvo en el estrecho camino, a una veintena de metros. Sharko se aproximó mientras Atef descendía y abría el portaequipajes de su potente todoterreno. Ambos se estrecharon la mano.
– ¿Le han seguido? -preguntó el árabe.
– ¿Usted qué cree?
Atef iba vestido de caqui, como un explorador. Una camisa holgada, pantalón de grandes bolsillos y botas. Sharko, a su vez, había escogido un atuendo de turista: bermudas, zapatos náuticos y camisa de color arena.
– Tengo información -dijo Atef-. Iremos al barrio de los traperos. A un hospital, el Centro Salam.
– ¿Un hospital?
– Ése es el punto en común entre las víctimas que usted buscaba. Las tres chicas fueron a hospitales de la ciudad, casi al mismo tiempo. Fue el año antes de su muerte, en 1993. Y una de ellas, Busaína Abderramán, fue precisamente al Centro Salam.
– ¿Por qué motivo?
– Mi tío lo ignora, Mahmud no le dio muchos detalles. Pero no tardaremos en saberlo.
Sharko había tenido un presentimiento: el asesino estaba relacionado con el mundo de la medicina. La sierra de forense, la enucleación, la ketamina. Y ahora, los hospitales. La pista se dibujaba con mayor precisión.
El árabe cogió la manivela del gato, que frotó con un trapo.
– Mala suerte, acabo de pinchar la rueda delantera izquierda. Y eso que dicen que esto no les pasa nunca a los coches japoneses. Lo reparo y nos vamos.
Sharko se apartó para observar la magnitud de los desperfectos.
Y le pareció que su cráneo se rompía en pedazos.
Un golpe acababa de tumbarlo al suelo.
Noqueado, trató de ponerse en pie, pero menos de diez segundos después, sus manos se unían a su espalda. Cinta adhesiva. Atef le ató las muñecas, le metió un trapo en la boca que sujetó con varios trozos de cinta adhesiva, y le quitó el móvil.
Arrojado al fondo del portaequipajes, Sharko pudo oír, antes de que el muro de acero cortara definitivamente la luz:
– Vas a reunirte con mi hermano, hijo de perra.
El vehículo arrancó.
Instantáneamente, Sharko comprendió que iba a morir.
Lucie no había pegado ojo en toda la noche. ¿Cómo olvidar los horrores vistos en la unidad de neuroimagen? ¿Cómo dormir apaciblemente tras aquel aluvión de tinieblas? Acurrucada en un rincón de la habitación de hospital con su ordenador portátil, veía en bucle el film oculto que Beckers le había grabado en un DVD.
El film dentro del film, grabado con los parámetros correctos de contraste, velocidad y luminosidad.
El de los conejos y las niñas.
Unas criaturas, Dios mío…
Una vez más lo puso en marcha movida por la necesidad de comprender qué pudo suceder en aquellos lejanos años olvidados.
Las imágenes se sucedían al ritmo de cinco por segundo. Eso producía una proyección entrecortada, con falta de información entre plano y plano. Pero la sensación de movimiento, de continuidad, estaba casi lograda, aflorando en el límite de los sentidos. Con la repetición de los visionados, el ojo de Lucie había aprendido a focalizar la escena que le interesaba, y a hacer abstracción de la escena inicial, sobreexpuesta, parásita. Ahora ella ya veía un solo y único film: el film oculto.
Doce criaturas, niñas de corta edad, estaban de pie, pegadas las unas a las otras, con las manos contra el torso. Llevaban unos pijamas probablemente blancos, un poco demasiado holgados para sus escuchimizadas siluetas. Los ojos se les salían de las órbitas, en casi todos los rostros se dibujaban muecas de un miedo profundo, tenaz. Era como si una enorme tormenta negra, cargada de monstruos, retumbara sobre ellas.
Casi todos los rostros… Porque el de la chiquilla del columpio miraba con expresión fría, el mismo vacío en su mirada que frente al toro inmóvil. Se ponía al frente del grupo, la primera de la fila, y no se movía.
Treinta, cuarenta conejos, unos animalillos que aún no eran adultos, temblequeaban en un rincón. Orejas gachas, pelo erizado, bigotes agitados. El cineasta probablemente estaba situado en otra esquina, lo que le permitía abarcar en su tiro de cámara a las niñas y los animales, a cinco o seis metros.
La niña del columpio volvió de repente la mirada hacia la izquierda. Probablemente observaba a alguien invisible para el espectador. La misma presencia misteriosa que parecía estar en todas partes se ocultaba fuera de plano y parecía coordinar el conjunto.
«¿Quién eres? -pensó Lucie-. ¿Por qué te ocultas? ¿Acaso necesitas ver sin que te vean?»
De repente, los labios de la chiquilla se encogieron y sus rasgos se arrugaron. Lucie tuvo la impresión brutal de encararse con una encarnación del mal absoluto. Como un guerrero, la niña echó a correr hacia los conejos, que saltaron a un lado y a otro. Con gesto seguro, cogió a uno de los conejos por la piel de la espalda y, con una mueca que debió de ir acompañada de un grito, arrancó la cabeza del cuerpo.
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